Ricardo Bada: La relatividad y el golf
Hace dos semanas les hable aquí de uno de los libros más golosamente leídos por mí en los últimos tiempos, E = mc². Una biografía de la más famosa ecuación del mundo, de David Bodanis, norteamericano residente en la Gran Bretaña.
Lo que no les conté entonces es el origen del malentendido según el cual la teoría de la relatividad (cuya clave está en esa ecuación) sólo se encuentra al alcance de un par de científicos altamente cualificados. Nada de eso. La teoría de la relatividad la puede entender cualquiera que tenga los mínimos conocimientos exigibles de Física más elemental, y que decida invertir un poquito de tiempo en la comprensión de sus fundamentos.
Entonces ¿de dónde proviene la noción de su impenetrabilidad?, se preguntarán ustedes. Es muy sencillo, y David Bodanis lo cuenta donosamente en su libro.
El 6 de noviembre de 1919, a poco más de un año de concluida la primera guerra mundial, la Real Sociedad Astronómica de Londres celebró una sesión extraordinaria para dar a conocer al mundo la comprobación rigurosa de que la teoría de la relatividad había sido certificada por las observaciones de unos equipos enviados al Africa y al Brasil. Unos equipos que se dedicaron a seguir la luz del sol en su recorrido por el sistema del astro rey, y las desviaciones en que incurrían.
La medición de esas desviaciones era el marchamo de veracidad que ratificaba de una vez para siempre la genial intuición de Einstein. Y pensemos que estaba recién terminada la primera guerra mundial, repito, y que eran científicos británicos quienes le daban el espaldarazo, con su gesto, a un físico alemán. O sea, para abusar una vez más del adjetivo hasta volverlo obsoleto, que esa sesión de la Real Sociedad Astronómica londinense puede calificarse de histórica, sobre todo porque venía a rectificar la concepción del mundo válida hasta entonces, y que se debía a Sir Isaac Newton, un inglés que ni mandado hacer de encargo.
Por supuesto, la expectación del mundo científico, y no sólo científico, era grande. De manera que el gran diario estadounidense The New York Times se sintió en la obligación de cubrir el evento. Pero resulta que sus redactores especializados en tales temas estaban todos ocupados con otras tareas, por lo cual el New York Times destacó como corresponsal, a la sesión de la Royal Astronomical Society, a uno de los miembros de su redacción en Londres, un tal Henry Crouch, quien era un excelente reportero…, sólo que su especialidad era el golf. Sí, el golf, ese deporte inventado por topógrafos indolentes.
Como es lógico, el buen Henry Crouch no se enteró de nada, pero –buen periodista– no se amilanó con el desafío. Y publicó unas crónicas en el New York Times después de las cuales al público lego le quedó claro que en su maldita vida iba a entender una jota de la teoría de la relatividad. Entre otras cosas escribió que se trataba de «un libro para doce sabios. Nadie más en todo el mundo lo va a entender, dijo Einstein cuando sus arriesgados editores lo aceptaron» (son palabras textuales de Henry Crouch).
Sólo que, 1°, Einstein no había escrito ningún libro; 2°, no había pues ningún editor del mismo, ni arriesgado ni pusilánime; y 3°, todos los presentes en la sesión solemne de la Real Sociedad Astronómica de Londres habían entendido de qué iba la cosa…, todos… menos el corresponsal del New York Times.
Y así es como se escribe la Historia. ¿Se imaginan ustedes que el doctor Alvaro Castaño Castillo enviase a informar para la HJCK, acerca de un congreso mundial sobre la teoría de los colores… a un redactor daltónico? Aunque, desde luego, como diría el propio Einstein, todo, todo es relativo. Yo mismo, mientras escribo estas líneas, estoy relativamente a la orilla del Rhin, que discurre, paternal y majestuoso, al final de la calle donde vivo.