Salir de la piscina y encontrarse a Lenin
Desde el Malecón llega una historia de saltos temporales e ideológicos.
Me asusta cuando alguien me solicita un instante. Más aún si es una persona cercana, un amigo, un familiar, ni hablar de mi pareja. Siempre pienso que, tras ese pedido, vendrá algo terrible. No hay manera que no me atemorice el “¿tienes un minuto?”, “¿podemos hablar?”. Lo siento como un escalón intermedio entre quien requiere mi tiempo y el infortunio que imagino que sostiene su garganta. El impasse me provoca un vértigo tremendo. Las noticias buenas no piden permisos, son un alud, lo bueno llega y punto, sin más. Lo malo es todo lo contrario, una tortura, nos llega de a poco, paso a paso, como si observáramos en slow motion la secuencia de una simple cucharada de comida rumbo al sabor agrío de la desgracia.
Hace unas semanas, una amiga quiso un momento conmigo. Es una amiga de años, de las más viejas que tengo. Casi no nos vemos, pero de vez en cuando nos escribimos y nos actualizamos. Me sorprendió que me preguntara si podía atenderla, pues tiene la suficiente confianza para escupirme cualquier barbaridad de un ramalazo. Respondiendo al mal presagio que me produjo su petición, me lanzó esta frase para agravarlo todo: “Abraham, recuerda que aunque pensemos diferente, somos amigos”. Todo indicaba que vendría una catástrofe. “Yo te quiero mucho, muchísimo, pero por alguna razón dejamos de hablar, nos alejamos. Hoy he visto lo que has puesto en tu perfil y me quedé preocupada. ¿Qué te pasó?”, dijo.
“2 de junio: tres años ya”. Había escrito yo en mis redes.
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Yo no había percibido tal distancia entre nosotros. Es cierto que nos vemos poco, casi siempre nos encontramos por azar en algún cine o en algún concierto. La mayoría de nuestras pláticas son por teléfono o por chat pero, a mi modo de verlo, bastó lo que se forjó en la primaria y en la secundaria, cuando éramos unos niñatos, para que el tiempo no desbaratara el cariño.
Recuerdo exactamente el día que nos hicimos amigos hace más de veinte años. Ambos habíamos sido seleccionados para el colectivo de alumnos que dirigiría la organización estudiantil de nuestra primaria. En todas las escuelas de Cuba al inicio del curso escolar se realiza una especie de simulacro electoral al más puro estilo comunista. Todas las aulas se reúnen y a través de una votación escogen a sus líderes estudiantiles. Primero se proponen candidatos basados en disciplina y rendimiento académico. Luego se lleva a cabo la votación: los nombres se apuntan con tiza en la pizarra y a un costado se van marcando los votos, que no son más que las manos levantadas del alumnado. Cada aula, a la que llaman brigada, tiene, además, que seleccionar un representante para la votación general de la escuela. Es decir, de todas las aulas se escoge un estudiante que pugnará por integrar el colectivo de niños pioneros de la institución.
Por alguna extraña razón que no me viene a la mente, a pesar de ser compañeros de aula, mi amiga y yo fuimos seleccionados para participar la votación general de la escuela. Ella quedó presidenta y yo, que la secundé en votos, quedé con el cargo de jefe de los pioneros exploradores. Nos pararon delante de todos los profesores y todos los alumnos en el patio central. Nos presentaron y aplaudieron durante unos minutos. Quizás nació ahí mi timidez, mi miedo a pararme delante de multitudes. Vi tantos rostros, tanta gente que me escaneaba con la vista, que empequeñecí. Cuando el acto llegó a su fin, enfilados como corderitos, estudiantes y profesores regresaron a sus respectivas aulas, pero nosotros, los del colectivo de pioneros, nos quedamos reunidos en un pequeño mitin con la directora.
Al finalizar, mi amiga -que en ese momento aún no lo era- salió caminando delante de mí y comenzó a subir las escaleras hacia nuestra aula. Detrás salí yo, pero tenía uno de los cordones de mis zapatos desabrochados, así que subí el pie un escalón más arriba, para amarrarlo. Cuando levanté la vista mis ojos chocaron con el blúmer de mi amiga que iba escalera arriba. La saya le había dejado entrepierna al descubierto. Ella volteó, estrellamos nuestras miradas. Yo solo atiné a incorporar mi cuerpo sin decir una palabra antes de que me pegara una bofetada. “¡Descaradooooo!”, gritó delante de la directora:
Con el rostro ardiente, le expliqué que había sido un accidente, que nunca tuve intención de vacilarle el blúmer. “Eres un sinvergüenza”, replicó. Ya teníamos a varios profesores alrededor preguntando qué había pasado y yo me puse tan nervioso que no se me ocurrió otra cosa que desenfundar la mano derecha y devolverle la bofetada. Profesores y alumnos me fueron encima. Fui expulsado del colectivo, pero de aquel desastre nació nuestra amistad.
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Años después, nuestros caminos tomaron veredas distintas. Ella se fue al preuniversitario vocacional Vladimir Ilich Lenin, la mejor escuela del país, y yo a una simple beca en el campo. Como era de esperarse, hicimos nuevos amigos y pasaron años para que volviéramos a encontrarnos. Ya en la universidad, sus padres, profesores de la Escuela de Formación de Cuadros del Partido Comunista de Cuba, le regalaron por sus buenas notas una semana de relax en esa misma escuela, que tenía piscina y organizaba excursiones de verano. Decidió invitar a sus viejos amigos.
Llegué con intenciones de estar los siete días, pero no pude con la sensación de encierro. Además, aquello me pareció un viaje en el tiempo a mi antigua beca. El lugar estaba repleto de frases, consignas y fotos de Fidel Castro, Lenin, el Che Guevara y Mao. Las efigies me miraban cuando intentaba divertirme y no dejaban que me soltara del todo. Si hacía un chiste, Castro me clavaba los ojos en la frente, si bebía una cerveza y me lanzaba ebrio a la piscina, el Che Guevara me enjuiciaba al salir del agua. Si poníamos porno en el video, al rato Lenin nos saludaba. No obstante, fue bonito.
Bonito porque habíamos crecido y dejado de ser aquellos chiquillos vestidos iguales: camisa blanca, pañoleta, pantaloncillo o saya roja. Empezábamos a vernos distinto y sobre todo a pensar distinto. Éramos seis, dos hombres y cuatro mujeres. Entre ron y cerveza nos embriagamos recordando el pasado.
Me acosté en un descampado a mirar el movimiento del cielo y sus estrellas. “El comunismo es justo esto, una ilusión óptica”, dije. “Eso es lo que les enseñan a ustedes en tu facultad, eso es una fábrica de disidentes”, respondió mi amiga. Ella estudiaba Filología, otra Derecho y dos más se ganaban la vida como dependientes de tiendas. El otro varón se había metido de investigador policial. Después de aquella ocasión no volvimos a reunirnos. La mitad de ellos se fue de Cuba.
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“Sabes cómo soy, cómo pienso. Pero ante todo soy una persona que siempre apuesta por la verdad, por lo que considero ético, digno y justo. Eso lo apoyo y apoyaré siempre, aunque implique deconstruir y reformular varias de mis certezas”, dijo mi amiga una vez que le expliqué el porqué de lo que había escrito. “Esto me entristece, porque no solo destruye varias de esas certezas, sino porque le afecta a un amigo y la amistad es un sentimiento que trasciende absolutamente todo”.
Ante tanta solemnidad, no supe si reírme o llorar. Le agradecí y le dije que yo estaba bien, que de alguna manera no me quedaba alternativa, tenía que dejar el tiempo correr y olvidarme de él. Tres años habían pasado y me quedaban dos para el fin de la sanción, pero contrario a lo que ella pensaba, no estaba tan pendiente de eso.
No voy a suicidarme. Que me hayan prohibido salir del país hasta junio de 2021, secuestrando buena parte de mi libertad es la más pequeña de las flagrantes atrocidades de este régimen.
“Respeto mucho lo que haces, aunque muchas veces no coincida contigo”, dijo. Ante mi silencio, volvió a la carga: “Creo que toda persona debe expresar lo que cree siempre que sea honesto consigo mismo. La crítica se legitima por sí sola cuando es culta, autoinclusiva, comprometida, humanista, justa, transformadora y constructiva. Lo mismo sucede con la verdad”.
Volví a imaginarme mojado y sin camisa, saliendo ebrio de aquella piscina para encontrarme a Lenin en medio de ese viejo laboratorio de soviets.
Abraham Jiménez Enoa es periodista. En 2016 fundó junto a varios amigos El Estornudo, la primera revista digital de periodismo narrativo hecha desde Cuba. Hoy, tras volverse incómoda al régimen, ya no puede leerse desde la isla pero sigue adelante a modo de guerrilla internacional, con colaboradores en varias partes de Cuba y del mundo. Por decisión del Ministerio del Interior, Abraham tiene prohibido salir del país hasta el año 2021 y escribe desde su isla para medios de varios países a pesar de su lento y costoso servicio de internet.