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Ser conservador hoy en España

«No se trata de ser inmovilista ni reaccionario sino de respetar las creencias que cada uno tenga y defender la libertad para propagar esas ideas sin ser cancelado»

Ser conservador hoy en España

Ilustración de Alejandra Svriz.

Asistí la semana pasada al congreso El Conservatismo hoy: la defensa de las libertades, las tradiciones y la cultura, organizado por CEU-CEFAS y The European Conservative. La reunión fue sumamente interesante, al menos para mí. Se trataba de la reunión de pensadores y escritores que, más allá del día a día de la vida política, o de las frías y equívocas cifras de la sociología electoral, miran nuestra sociedad con perspectiva. Esto tiene un valor que los politólogos de moda, de esos que desprecian la historia de las ideas, no son capaces de entender.

El encaje del sanchismo y de su esencia autoritaria, al igual que la concesión de una amnistía anticonstitucional, los indultos, la colonización del Estado, y tantas decisiones de la izquierda tienen su encaje en la deriva histórica contemporánea. El problema (o virtud) de dicho ensamble en una trayectoria definida es que es posible aventurar los próximos pasos y hacer un diagnóstico. Esta crítica, como se escuchó en aquel congreso, no es facherío, ni nostalgia de tiempos dictatoriales. Qué más quisiera la izquierda que tener a ese monigote delante. Es otra cosa. Es una denuncia del progresismo que resulta difícil de contestar sin recurrir a la descalificación de trazo grueso.

Ser conservador es hoy ir contracorriente porque supone apostatar públicamente de la religión del progreso. No me refiero a rechazarla con un exabrupto, sino con argumentos. Quizá por esto, y por la necesidad de agradar en las urnas, el conservatismo tampoco tiene eco en ningún partido político en concreto. No, ni siquiera en Vox, que, embutido en su ley de hierro de las oligarquías, no da pie con bola. Y qué decir del PP, que dejó a un lado el conservatismo en 2008 para lanzarse al centro tecnocrático, eso sí, con un toque de liberalismo por aquí, algo de regionalismo por allá, y una buena dosis de constitucionalismo. No descubro a nadie que hay una parte de los populares actuales que parecen el PSOE de los años ochenta, lo que confirma la tesis que cuento a continuación.

Ese abandono de lo liberal y conservador se ha producido por lo que Thibaudet llamó «sinistrismo», como señaló hace tiempo Pedro Carlos González Cuevas, que es el giro progresivo a la izquierda en la política. Lo que hace unas décadas solo era defendido por socialistas o comunistas se convierte ahora en un tema a debatir en el centro del espectro político, y se le llama «progresista». Pero en poco tiempo será algo de «fachas». Lo contó en dicho congreso Domingo González, profesor en la Universidad de Murcia: en el siglo XVIII el liberalismo era la extrema izquierda, en el XIX era el centro, y en el XX y lo que llevamos de XXI es la extrema derecha. Los progres de El País lo llaman «ultra».

«El conservatismo, a diferencia del izquierdismo y del autoritarismo, se fundamenta en el respeto a la ley»

Ese sinistrismo va dejando fuera de juego y de la vida social, política e intelectual a mucha gente. Esas personas viven y creen en cosas como la familia, Dios, la propiedad, el barrio o el pueblo, que el clero progresista define como rancias o arcaicas, incluso negativas. Ni siquiera apelando a la libertad parece que esas personas tengan derecho a pensar, criticar y organizarse dentro de la ley, como siempre han hecho.

Porque el conservatismo, a diferencia del izquierdismo y del autoritarismo, como vemos ahora con Sánchez, se fundamenta en el respeto a la ley. Lo dijo Burke cuando señaló que cuando hay que arreglar una parte averiada del sistema es preciso acogerse a una reforma que no quebrante un país. Es la base de la moderación y de la tranquilidad social, y un medio para no pisotear las creencias y las costumbres de la gente. La izquierda, en cambio, prefiere la algarada, la guillotina, el motín, cercar un Parlamento, hacer escraches, la cultura de la cancelación, la censura y la negación previa. Por eso la izquierda sacraliza la revolución como un acto tan permanente como latente, ya sea a través de la legalidad o de la fuerza. Y usan el imperativo histórico y moral como excusa para imponer su mentalidad, y establecer su hegemonía política en contra de los que piensan de otra manera.

Animados por la religión del progreso, estos izquierdistas, como buenos hijos de la Revolución francesa, consideran que todo el que queda a su derecha es «facha», «ultra» o «fascista», y, por tanto, repudiable. Pero en el universo conservador, que está creciendo, hay mucha vida diferente y de varias generaciones. Un cronista cursi -progre, naturalmente-, lo llamaría «ecosistema». Esos grupos tienen elementos en común bien resumidos por el filósofo Higinio Marín para cerrar el congreso: «Estado sin estatalismo; nación sin nacionalismo; lo social sin el socialismo; el pasado sin la nostalgia fetichizante; el futuro sin utopismo».

Atentos, porque no es tanto la tarea de desmontar lo presente, por muy estúpido que sea, como de conservar lo que de bueno y bello tiene la vida, y, como señaló Enrique García-Máiquez, de «crear cosas que merezca la pena conservar en el futuro». Por tanto, no es inmovilismo ni pura reacción, sino una llamada al respeto para vivir conforme a las creencias que uno tenga, por muy anticuadas que parezcan al progresismo, y la libertad para propagar esas ideas sin sufrir la cancelación, sino con una apertura clara y decidida al debate.

 

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