‘Station Eleven’: la primera joya televisiva del 2022
Digámoslo desde ya, Station Eleven va a ser una de las miniseries del año. Sí, aún queda mucho 2022, pero visto lo que llevamos de década quizá no lleguemos vivos y puede suceder cualquier cosa: que caiga un meteorito, que se produzca un levantamiento zombi, que a la gente le vuelva a importar el festival de Eurovisión. En estos alocados tiempos, todo cataclismo es concebible, y más cuando en septiembre se estrene la serie que probablemente cabree a medio mundo: Rings of Power (¡Ups! Enlace erróneo. Mea culpa).
Salvo la perenne crisis de la fantasía y la ciencia ficción, nada parece afectar al drama televisivo, que continúa en buena forma después de dos décadas de florecimiento. Cada vez hay más oferta disponible de series o miniseries porque crece la competencia entre plataformas digitales y la competencia entre países. Es verdad que tanta oferta conlleva una inevitable inflación creativa, pero si la calidad promedio desciende por efecto de la elevada oferta, esto no impide que continúen apareciendo gemas con cierta regularidad. La televisión, donde incluyo el streaming, está tan atomizada que los creadores han de esforzarse por meter cabeza y destacar con un producto diferente. Los modelos de suscripción requieren que las plataformas traten de estrenar productos de prestigio para mantener la imagen de marca.
La imagen de marca no dura por siempre si no se la cuida. Solamente Disney tiene un aparentemente inagotable establo repleto de vacas sagradas —Star Wars, Marvel, Pixar, y todo el catálogo histórico propio— a las que puede ordeñar hasta producirles la muerte por necrosis de los conductos galactóforos (llevo años deseando usar esta frase y no sabía cómo ni dónde: ¡gracias, Disney!). El resto de plataformas no pueden bajar la guardia. HBO, huelga decirlo, también tiene un catálogo histórico más que impresionante en el que se cuentan varias de las mejores series dramáticas de la historia. Si tuviese que hacer una clasificación de mis diez dramas televisivos favoritos, la mitad serían de HBO. Pero ni siquiera HBO puede dormirse en los laureles. Y me siguen sorprendiendo incluso con series que, sobre el papel, no me llamaban por su subgénero o temática. Un ejemplo es The White Lotus, que empecé a ver un poco a regañadientes por las comparaciones con Big Little Lies y similares. Pese a mis prejuicios, The White Lotus me terminó pareciendo una deliciosa sátira sobre el clasismo de la sociedad contemporánea. En especial me fascinó el rendimiento verdaderamente increíble del reparto, incluyendo la mejor interpretación que le he visto a Alexandra Daddario hasta la fecha: la pericia dramática de esta mujer debería ser mucho más valorada.
Pues bien, Station Eleven es otra de esas sorpresas con las que HBO nos sacude cada cierto tiempo para que recordemos que la plataforma aún está dispuesta a apostar fuerte en el aspecto creativo, solo que está en un escalón superior al de The White Lotus. Station Eleven es una miniserie escrita con inteligencia y realizada con exquisito gusto. Es ambiciosa, no oculta sus pretensiones intelectuales y apunta alto, lo cual podría fácilmente haberse vuelto en su contra, pero no yerra el tiro. No parece sobrarle ni faltarle nada. Y, sobre todo, es diferente al resto de series del momento. La premisa inicial es simple, pero engañosa: una pandemia de gripe aniquila al 99.9% de la población mundial. Seguimos las andanzas de los protagonistas en diferentes momentos temporales: poco antes de la pandemia, durante el estallido inicial, y cuando ya han transcurrido veinte años y el mundo está casi vacío. Sin embargo, conviene evitar malentendidos: Station Eleven sucede en un mundo postapocalíptico, pero no es una serie postapocalíptica como otras que pueda usted tener en mente.
Para describir lo que Station Eleven es, primero cabe aclarar lo que no es. No es una serie inspirada por la pandemia del covid-19, pues hablamos de la adaptación de una novela que la escritora Emily St. John Mandel publicó en 2014 (no he leído el libro pero, aun sabiendo que la serie se toma sus licencias con respecto al texto original, me han dado bastantes ganas de leerlo). La pandemia y el posterior derrumbe de la civilización no son los temas centrales del argumento, sino únicamente puntos de partida que sirven para hablar de otros asuntos. De hecho, la pandemia ni siquiera es descrita en términos médicos: la gente enferma y se muere, sí, pero sin el acostumbrado despliegue de síntomas espectaculares con los que epatar al espectador. No hay terribles ataques donde la gente echa espuma por la boca en plan Contagio, ni se nos bombardea con una cascada de escenas hospitalarias. La enfermedad en sí misma no tiene mucha importancia, aunque las pocas secuencias centradas en la pandemia son bastante tensas y angustiosas.
Station Eleven narra un fin del mundo, pero no hace un comentario sociológico al estilo The Walking Dead. Las referencias a la supervivencia o la violencia en el mundo postpandémico están ahí, pero son más bien circunstanciales. Eso sí, el que la pandemia sea tratada muy de paso, o el que el apocalipsis no sea el meollo del drama sino su escenario, no significan que se haya descuidado la ambientación apocalíptica, que es muy verosímil. Los detalles sobre este particular fin del mundo están cuidadísimos. La serie tiene una gran carga alegórica, pero el diseño de producción no es nada alegórico: quienes se encargaron de darle forma a ese particular universo arrasado por el desastre se lo tomaron muy en serio.
Entonces, si Station Eleven no es una típica historia postapocalíptica, ¿qué es? Creo que la etiqueta que mejor se le ajusta es drama existencialista. Incluso hablaría de drama intimista. No, la serie no transcurre siempre en habitaciones minúsculas donde la gente susurra sus desgracias, al contrario: la narración es bastante dinámica y nada aburrida, las localizaciones cambian todo el tiempo, hay continuos flashbacks y hasta algunas dosis de acción. Pero lo realmente importante del argumento es lo que sucede en el interior de los personajes y las relaciones que hay entre ellos. Todo se centra en un grupo de supervivientes que ha decidido formar una compañía teatral llamada La Sinfonía Ambulante, con la que recorren en círculo la devastada región de Michigan para interpretar obras de Shakespeare ante otros pequeños grupos de supervivientes. Al principio, esto sí puede traer ciertos aires de The Walking Dead con compañía teatral incorporada, pero no tardaremos en notar las enormes diferencias. Durante los diez episodios veremos de dónde vienen los distintos personajes: quiénes eran antes de la pandemia, en qué se han convertido después, qué han perdido y ganado durante el camino.
La serie trata diversas temáticas de fondo. La más obvia y señalada por los críticos es la importancia que la cultura —todo aquello con lo que no nacemos y que aprendemos de otros seres humanos—, tiene en las vidas de todos y cada uno de nosotros. Una de las tesis centrales del argumento, expresada por uno de los personajes, es que para la especie humana sobrevivir no es suficiente: necesita un propósito trascendente. La cultura es ese propósito. Si nuestra especie se hizo humana cuando empezó a pintar búfalos y espirales en las paredes de las cavernas, seguiremos siendo humanos mientras nos esforcemos en crear arte, literatura o filosofía, aunque el mundo se haya ido al garete. Station Eleven describe cómo la sociedad moderna puede colapsar, cómo la tecnología puede desaparecer, pero también cómo la esencia de la humanidad permanecerá en aquello que pueda narrarse, transmitirse con palabras o incluso con dibujos (uno de los principales elementos simbólicos del argumento es un cómic de ciencia ficción titulado precisamente Station Eleven, que parece haber profetizado el cataclismo y que es usado casi como un trasunto de la religión).
No es casualidad que varios personajes pertenezcan a una troupe teatral. La propia serie adquiere tonos casi teatrales en algunas secuencias donde los personajes hablan con fantasmas del pasado o tienen visiones oníricas donde la realidad y la imaginación se confunden, subrayando la importancia vital de la narración como instrumento que sirve para construir una idea de nosotros mismos. No en vano la investigación psicológica parece demostrar que nuestras biografías contienen muchos recuerdos que en ocasiones son veraces, pero que otras veces hemos manipulado sin darnos cuenta, o son sencillamente imaginados.
Hay otro subtexto menos obvio y que no sé si estaba en la mente de los guionistas, pero que me pareció particularmente interesante: la pandemia como alegoría del tránsito entre la infancia-adolescencia y la edad adulta. Me explico: antes de la pandemia, los personajes están sumidos en la rutina de una sociedad que funciona como una máquina de movimiento perpetuo, sin que nadie tenga que intervenir. Antes de que la civilización caiga, cada persona tiene un rol asignado y vive de acuerdo a ese rol, sin discutirlo, confiando ingenuamente en que la mágica inercia de la maquinaria dará respuesta a todas las incertidumbres. Todo eso cambia después de la pandemia, cuando la narcótica rutina desaparece y los personajes se ven obligados a tomar decisiones por sí mismos, sin ayuda, sabiendo que las consecuencias de sus decisiones son imprevisibles y que los problemas ya no se resuelven mágicamente. En otras palabras: el mundo preapocalíptico es como la infancia, donde todo parece ser estable, donde todo parece tener sentido y funcionar por sí mismo. Durante la infancia, además, se tiene la falsa sensación de que la vida va a durar para siempre. El mundo postapocalíptico, sin embargo, es como la edad adulta, donde reina la incertidumbre, donde se batalla contra las carencias propias y ajenas, y donde se adquiere plena consciencia de la mortalidad.
Todas estas ideas, así descritas, parecen muy abstractas, pero se convierten en algo muy tangible porque Station Eleven cuenta con un reparto donde cada intérprete parece haber entregado lo mejor de sí para hacer llegar el mensaje a los espectadores. De hecho, viendo a este reparto me vino a la mente un largometraje que no se parece en nada a Station Eleven, pero donde el arte interpretativo servía también para convertir ideas muy abstractas en algo vivo. No sé si han visto una peculiarísima película de 1987 titulada Friendship’s Death, donde Tilda Swinton encarnaba a una robot alienígena que se pasaba el metraje en una habitación de hotel filosofando con un reportero de guerra. Sí, ya lo sé, suena terrible, pero la interpretación de Swinton era tan apabullante, tan orgánica y natural, que cada línea de diálogo de Swinton, cada una de sus pequeñas protestas ante la incomprensión de su interlocutor humano, te metía más y más en la historia: «I am a machine!». Station Eleven es muy distinta, pero me ha producido la misma impresión de que dice cosas que por escrito son interesantes, pero que en manos de los actores son más que interesantes: son absorbentes.
Para empezar, Mackenzie Davis interpretando el que posiblemente sea el mejor papel de su carrera, y eso que esta mujer ya cuenta con varios trabajos muy notables a sus espaldas. Ya sabíamos que es una gran actriz, capaz de destacar incluso en aquella terrible Terminator: Dark Fate. En Station Eleven, Davis está sublime, ofreciendo todo un recital de economía interpretativa cada vez que aparece en pantalla, aparte de demostrar una vez más que no necesita ni fruncir el ceño para convertirse en la versión femenina de Clint Eastwood; de hecho, me encantaría ver a esta mujer haciendo de pistolera en un spaghetti western. Pero no es la única. Al mismo nivel se encuentra Himesh Patel, al que quizá hayan visto en Yesterday (o, los más desdichados, en aquel despiporre titulado Tenet). Como sea, Himesh Patel también está inmenso en esta serie, midiendo al milímetro lo que necesita hacer en cada secuencia. En realidad, estos elogios pueden extenderse a los demás intérpretes, todos ellos fantásticos. Sin semejante excelencia en las interpretaciones, Station Eleven nunca hubiese funcionado igual porque no es una serie basada en la lógica argumental, sino en la mitad emocional de nuestros cerebros. Los personajes son complejos y atraviesan por circunstancias vitales muy cambiantes, pero no siempre expresan con palabras lo que les está sucediendo, así que los actores y actrices debían representar cada momento con precisión quirúrgica, y también con la capacidad para despertar la simpatía (o antipatía) de los espectadores. Todos ellos, insisto, se salen con la suya. Gracias a esto, Station Eleven consigue ser profunda y muy emotiva.
Station Eleven es una reflexión sobre lo difícil que es vivir la vida sin perder cosas importantes, sin cometer errores, sin recibir daño, y sin dañar a otros ya sea queriendo o sin querer. Pero también sobre las facetas de la vida que nos ayudan a sobrellevar las mencionadas miserias, y que incluso consiguen que nos parezca que la vida merece la pena. Insisto en que es difícil comparar Station Eleven con otra serie porque no se me ocurren muchos parecidos. Sería como intentar comparar Lake Mungo con otra película de terror, porque Lake Mungo es casi un subgénero propio. Station Eleven también es como un subgénero propio. Lo mejor es empezar a verla sin tener una expectativa concreta, y simplemente dejarse llevar por las interpretaciones, la dirección, y todo lo que va sucediendo, para terminar desarrollando una interpretación personal sobre lo que la historia significa. El viaje bien lo vale: hay una apabullante cantidad de momentos memorables a lo largo de los diez episodios.