Una encrucijada ideológica para Mauricio Macri
«No hay una interna ideológica en nuestro equipo, hay una batalla íntima en la cabeza del Presidente.» La intrigante revelación la susurra un ministro de primera fila y alude a la tensión orgánica, a la espectral encrucijada que secretamente acosa a Mauricio Macri, entre el arriesgado y complejo camino desarrollista y la utópica praxis neoliberal. Enterado de esa hipótesis, como quien quiere sacarse un sayo incómodo que lo estigmatiza (ser de «derecha» no garpa en la Argentina), el ingeniero se apresura a negarla con una batería de argumentos. El primero es que hoy se siente decididamente más frondizista (a propósito: almorzó varias veces con el ex presidente y leyó sus libros) que ortodoxo (cuánto más lo atacan los herederos de Alsogaray más de centro se percibe): «Ese centro insoportable entre los neoliberales y los neopopulistas», refuerza con ironía. Luego enumera su impulso por la obra pública, la expansión de la infraestructura, la reconstrucción del Estado para que sea un planificador activo, la apertura prudente, la búsqueda de inversiones extranjeras, el interés por las energías renovables y el diseño petrolero para Vaca Muerta. «La respuesta neoliberal al caso de Cresta Roja habría sido la ley de quiebras; nosotros intervinimos para recuperarla», se defiende. Pero recuerda lo que Rogelio Frigerio (el legendario abuelo de su actual ministro de Interior) habría recomendado con el déficit fiscal: reducirlo de manera imperiosa, algo que produjo muchísima conflictividad gremial en 1959. También eso era el desarrollismo, aunque hoy lo nieguen los múltiples desarrollistas silvestres de pico y mano rota. El problema es que el actual «sinceramiento de las variables», como en aquel entonces, deviene de una bancarrota no asumida, y que su ejecución hasta lograr una economía sana hace crujir siempre la gobernabilidad. El sacrificio debe alcanzar a todos los sectores, sostenía aquel Frigerio: a los empresarios y a los trabajadores, «acostumbrados a recibir los beneficios de una política social que fue intrínsecamente justa, pero que no correspondía a la situación real».
Macri se concibe como un «normalizador» en la prehistoria: debe estabilizar antes de impulsar el desarrollo en una nación devastada con veinte millones pobres. «Y ordenar la casa no seduce a nadie -se queja-. Me coloca todo el tiempo en esa posición antipática de decir que no. El malo de la película. Me cuentan que un cineasta pedía regularmente créditos al Incaa, se quedaba con una parte, hacía un filme que no veía nadie e iba por el próximo proyecto. El tipo vive bárbaro, pero esa inversión es completamente cuestionable. Si la cuestiono, estoy contra el cine y el arte«. El «normalizador predesarrollista» en un país culturalmente infestado por el populismo es un faquir vulnerable en un catre de clavos envenenados: «Si desarmo la mafia de La Salada o el narcotráfico, miles de argentinos me odian, porque viven de esos negocios oscuros».
Rogelio Frigerio escribió a fines de los años 50 un libro fundamental, que la Universidad de Lanús rescatará pronto del olvido, y que tal vez le convendría repasar al Presidente, a sus ministros, a los opositores demagógicos que presumen del palo, a muchos politólogos y a los propios monetaristas. El texto se llama «Las condiciones de la victoria» y a pesar de que el mundo ha cambiado (fin de la Guerra Fría, globalización, revolución tecnológica) guarda una vigencia asombrosa, aunque para releerlo con provecho sea preciso desprenderlo de la experiencia específica de Frondizi, que está constreñida a un tiempo donde los militares condicionaban con las armas y el justicialismo proscripto entraba en guerra, básicamente cooptado por una inflexible corriente de izquierda nacional liderada por Cooke. La obra de Frigerio alude a ese período tan particular, pero se eleva para la construcción de un proyecto sin tiempo. Formado en el marxismo, el director de la revista «Qué» no se limita a copiar ni a importar un modelo; lo dibuja con rigor científico e intelectual sobre la base de la mismísima idiosincrasia argentina. Toma lo mejor del peronismo y del radicalismo, de los liberales y de los nacionalistas, y produce una síntesis que deja afuera los errores de esas doctrinas e integra sus mejores valores en un mismo sistema. Critica cada una de esas posiciones (tiene incluso una teoría de la historia que supera la división entre liberales y revisionistas) y acepta de ellas las piezas esenciales. Con esa ocurrencia articulada, que otros hubieran transformado en una ensalada pero que él convierte en un mecanismo de relojería, responde a tres premisas del inconsciente colectivo: todos tienen una parte de la verdad, todos deben estar adentro para cerrar las grietas, todos propenden al centro más allá de las desmesuras. La justicia social del peronismo histórico, el institucionalismo radical, el amor por las inversiones extranjeras del liberalismo y la defensa del trabajo local de los proteccionistas pueden convivir. Bachelet, muchos años más tarde, lo pondría en estos términos: «Acá no sobra nadie».
Menem le juró a Albino Gómez que era frondizista, Kirchner le pidió a Bordón que armara un plan a la manera de Frigerio, y Dujovne se siente mitad desarrollista y mitad radical. Tanto en el kirchnerismo como en otras variantes justicialistas, socialdemócratas e independientes, muchísimos dirigentes declaman los mismo, aunque lo interpretan de distintas formas. Se podría decir, parafraseando a Perón, que a esta altura del partido todos somos desarrollistas. Pero lo cierto es que el desarrollismo parece un alma en pena y en busca de un cuerpo, un mito añorado pero eternamente saboteado por la comunidad política; su derrotero coincide, por contraste, con la decadencia autodestructiva en la que estuvimos inmersos a lo largo de tantas décadas de frustración y malentendidos.
«Las condiciones de la victoria» podría ser un punto de encuentro para los imprescindibles acuerdos que deberán tejerse después de octubre. No se trata de un texto condescendiente, como presumen los progres o los populistas, ni una Biblia ortodoxa: hará tragar saliva a unos y a otros con su severidad fiscal, su rescate de lo nacional y popular, su obstinación por la seguridad jurídica y su desprejuicio con la inversión extranjera siempre y cuando esté dirigida por el Estado hacia la producción. Frigerio, acusado de «dirigista«, explica que aquellas gestiones con el FMI «no tuvieron otro propósito que evitar una catástrofe» y la temida cesación de pagos. Redacta párrafos inequívocos de doloroso sentido común: el plan de austeridad se basa en limitar los gastos de la población a lo que realmente el país produce. Para obtener buenos resultados, el equilibrio del presupuesto estatal «se conseguirá en buena medida con la reducción sustancial de la burocracia». Y se pronuncia contra los antagonismos emotivos y los clichés de quienes buscaron la estabilización sin desarrollo, o el desarrollo sin estabilización: los reaccionarios que lo boicotearon y los inefables militantes del «izquierdismo literario» que lo resistieron, en una doble pinza donde ambos se dieron la mano. Alguien le dijo hace unos días a Mauricio Macri algo que lo dejó pensando: «La Argentina es un carro lleno de mercadería muy valiosa que está encajado en el barro. Hay que empujar todos juntos y al mismo tiempo para sacarlo y no perder lo que tenemos». Es una metáfora simple, pero por momentos parece imposible en esta sociedad suicida.