Una tormenta perfecta llamada Perú
En ningún otro lugar el sistema de justicia ha avanzado tanto al enfrentarse a la mayor estructura de corrupción en la historia del continente americano
El caso Lava Jato tiene jaqueada a toda la clase política peruana. El expresidente Alejandro Toledo está prófugo en los Estados Unidos, sometido a un proceso de extradición por un soborno de más de 35 millones de dólares para la adjudicación de la carretera Interoceánica Sur. Ya estuvieron detenidos el expresidente Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia por recibir tres millones de dólares de Odebrecht para las elecciones de 2011. Actualmente cumple prisión preventiva Keiko Fujimori, líder de Fuerza Popular, el principal partido de oposición, acusada de obstruir a la justicia en una investigación por aportes de campaña. La semana pasada, cuando los fiscales fueron a arrestarlo preliminarmente, el expresidente Alan García prefirió matarse de un pistoletazo en la sien derecha. Al día siguiente se emitió una orden de prisión preventiva por 36 meses contra Pedro Pablo Kuczynski, que renunció a la presidencia hace poco más de un año.
En ningún otro lugar el sistema de justicia ha avanzado tanto al enfrentarse a la mayor estructura de corrupción en la historia del continente. Es lo que opina la vasta mayoría de observadores extranjeros, que ponen al país como ejemplo del combate contra la corrupción de las constructoras brasileñas.
Curiosamente, dentro del Perú no existe esa misma unanimidad. A medida que se mostraban resultados cada vez más palpables contra la cúpula que gobernó al país y aún controla una importante parcela del poder político, los ataques y amenazas contra el puñado de fiscales que integra el equipo especial Lava Jato han ganado mayor violencia y sonoridad. Quizá el momento más complejo ocurrió a principios de este año, cuando el fiscal general Pedro Chávarry decidió descabezarlo, echando a Rafael Vela, su coordinador, y a José Domingo Pérez, su integrante más destacado. Esta decisión motivó una multitudinaria movilización ciudadana que concluyó con la vuelta de Vela y Pérez, y forzó la renuncia de Chávarry.
Pero las acometidas no han cesado. Sus protagonistas suelen estar vinculados a los líderes políticos procesados, sobre todo a Keiko Fujimori y al fallecido Alan García. Uno de los argumentos que más se ha repetido tiene que ver con el contenido del acuerdo de colaboración eficaz firmado entre Odebrecht y la justicia peruana. En el acuerdo la empresa reconoció el pago de coimas al menos en cuatro obras, se comprometió a entregar las pruebas de sus delitos y aceptó pagar una reparación civil de 610 millones de soles (185 millones de dólares) en 15 años, más 450 millones (137 millones de dólares) si pretende volver a participar en licitaciones públicas. A cambio, la Fiscalía no procesará a los representantes de la constructora que se han acogido a la delación. Este marco ha permitido el desfile de varios exfuncionarios que con sus testimonios ayudaron a darle forma a las investigaciones. Esta semana se espera la declaración de Jorge Barata, superintendente de la empresa en Perú, que cerraría un buen número de casos. Quienes cuestionan el acuerdo consideran que el monto de la reparación civil es exiguo, que debió llevarse a cabo un embargo contra los bienes de Odebrecht y que entrar a una negociación de esta naturaleza con una empresa manifiestamente corrupta resulta indigno para un Estado soberano.
Estas mismas personas ahora emplean el suicidio de Alan García como una nueva munición contra el proceso anticorrupción. Acusan a los fiscales, al periodismo de investigación —que no ha dejado de publicar revelaciones vinculadas a los grandes actores del caso Lava Jato— y al Gobierno del presidente Martín Vizcarra de tirar del gatillo de la pistola con la que el dos veces expresidente acabó con su vida. Sostienen que García fue sometido a una persecución implacable, que nunca se le probó nada y que su destino fue apurado por las tremendas presiones que ha supuesto el extendido empleo que hace la justicia peruana de las prisiones preventivas —anteriores a una acusación fiscal y motivadas por el riesgo procesal— contra los investigados por el caso Lava Jato.
Curiosamente, esta corriente de opinión ha sufrido múltiples y violentos vaivenes desde que en 2016 Marcelo Odebrecht confesó al Departamento de Justicia de los Estados Unidos el pago de 29 millones de dólares en sobornos a funcionarios de los gobiernos peruanos desde 2005 hasta 2014. Primero aseguraron que los jueces y fiscales nunca llegarían a tocar a los «peces gordos». Cuando se produjo la detención de Humala aplaudieron la medida que, más que como una resolución judicial, entendieron como una declaratoria de orfandad política. Una vez detenida Keiko Fujimori, reclamaron que la justicia no fuera tan severa con políticos de otras tiendas, como Toledo y Kuczynski. La extradición de Toledo sigue su curso y han pasado a considerar la prisión preventiva decretada contra Kuczynski como un abuso para una persona de casi 81 años.
Los políticos peruanos han demostrado no haber aprendido nada del final de la dictadura sui géneris de Alberto Fujimori —padre de Keiko—, que se descompuso en medio de las peores acusaciones por violaciones a los derechos humanos y corrupción. Pensando que el proceso de profilaxis nacional que lo siguió fue una pura excepción y que si montaban un entramado de testaferros y cuentas en paraísos fiscales saldrían bien librados, no tuvieron problemas en dejarse seducir por los dineros mal habidos de la constructoras brasileñas. Felizmente no ocurrió lo mismo con otros sectores del país que, desde el sistema de justicia, la opinión pública o las calles han mantenido un firme pulso contra los coletazos de la corrupción.