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Vacunas y negacionismo

No tiene sentido consagrar una suerte de ‘derecho a contagiar’ por parte de quienes deciden no vacunarse. A veces la cuestión de conciencia debe decaer por interés general

El incipiente recrudecimiento de la pandemia en distintos países europeos, con un incremento inesperado de las tasas de contagio en Alemania, Rumanía o Bulgaria, ha reactivado el triple debate sobre la sorprendente cifra de negacionistas de la vacuna, sobre la libertad de conciencia de cada ciudadano para inmunizarse, y por efecto lógico, sobre la obligatoriedad de vacunarse, como ha impuesto Italia para sus trabajadores. Más de 84 millones de ciudadanos europeos en edad factible de vacunación siguen sin hacerlo. Dejando al margen a los menores de trece años, prácticamente uno de cada cinco europeos sigue sin querer inmunizarse. Llama especialmente la atención el caso de Alemania, donde el 21 por ciento de la población continúa empecinada en no recibir ninguna dosis. España, a punto de alcanzar la ‘inmunización de rebaño’, es ejemplar: nueve de cada diez ciudadanos sí se han vacunado a lo largo de todo este año.

La llegada del otoño y de temperaturas más frías, la recuperada -y creciente- movilidad de ciudadanos por toda Europa, y la propia mutación del virus están siendo los factores desencadenantes de que, por ejemplo en Alemania, las UCI se hallen de nuevo colapsadas, y crezca la preocupación por una nueva etapa de contagios masivos. Muchos países debaten aún la procedencia o no de imponer terceras dosis de vacunas para reforzar la inmunización, y eso es lo lógico, porque la lucha contra esta pandemia ha provocado millones de muertes. No tienen lógica ni el negacionismo ni la indolencia ante una enfermedad tan grave y dañina. Suele decirse que en los Estados regidos por libertades públicas los derechos de una persona terminan donde empiezan los de otra. Y en la primacía de derechos deberían imponerse la protección de la salud colectiva, la razón de Estado, y las garantías para salvar vidas frente a cualquier cuestión de conciencia, sobre todo si se basa en criterios relativistas o en informaciones manipuladas -o directamente falsas- difundidas en redes sociales. Los criterios médicos deberían ser imperantes, y desde esa perspectiva quienes aplauden la vacunación obligatoria se han cargado de razones durante los dos últimos años. Lo contrario solo representa dolor y consecuencias fatales.

Europa tiene aún un debate pendiente para la protección de toda su población, y no solo de una parte de ella. Todo en el equilibrio de los derechos puede ser discutible, igual que los criterios para establecer la primacía de unos sobre otros. Pero no tiene sentido consagrar una suerte de ‘derecho a contagiar’ a terceras personas por parte de quienes voluntariamente no se vacunan. Sería idóneo que ante pandemias de esta lesividad la vacunación dejase de ser una recomendación para convertirse en una obligación si quien se niega a inmunizarse utiliza medios públicos de transporte, comparte lugares de ocio, recibe atención sanitaria en hospitales, o si simplemente aumenta el riesgo de contagiar a compañeros de trabajo. Alemania es uno de los países más desarrollados del planeta y el auténtico motor económico europeo. Su volumen de ciudadanos no vacunados resulta sorprendente, más aún cuando ya es un hecho que los efectos adversos de la vacunación son muy residuales y, sin embargo, su eficacia resulta indiscutible. Algo falla en las campañas de concienciación cuando 84 millones de europeos -cuatro de ellos en España- siguen negándose a asumir una solución muy útil contra la enfermedad. Lo deseable es que este repunte no se agrave. Pero difícilmente puede encontrarse en este agravamiento otra razón que no sea la gran cantidad de personas que se empeñan en no proteger algo tan serio como su propia vida, y la de los demás.

 

 

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