Villasmil: ¿Aburrido? ¡Funda un partido!
Se ha hecho un perezoso lugar común – casi un tic nervioso, como las candidaturas presidenciales de un importante líder político venezolano, que aspiró ser primer mandatario en cinco décadas diferentes, la primera siendo Harry Truman el presidente de los EEUU, y la última con un bisoño Bill Clinton en el cargo- el hablar muy bien del estado de la democracia en América Latina.
Claro, siempre hay un “pero” analítico –las crisis económicas, el virus chino, la apatía ciudadana creciente (para algunos, el problema es que la gente es irremediablemente desagradecida), los problemas de la globalización, la complejidad social, el internet y las redes tecnológicas, que todo lo aceleran, etc. -. Al final, aunque sea por los pelos, las democracias son vistas con optimismo.
Extraña uno, sin embargo, agendas analíticas más sugerentes y menos limitadas, que discutan en serio los traumas visibles de la crisis de la política y la necesaria reinvención democrática. La democracia como poder del «demos», del pueblo, para controlar y cambiar a los gobiernos sin violencia, sigue mostrando múltiples problemas, pues los gobiernos parecen incapaces de limitar a quienes deciden al margen del proceso democrático, como los grandes poderes en la sombra financiera. En América Latina un ciudadano tiene el poder de su voto ¿cuánto es el poder de una transnacional como Odebrecht?
Peor aun: ¿cómo queda la democracia en sociedades donde la ética es solo para mencionarse en papel, y donde la corrupción pareciera estar socialmente aceptada? En muchos de nuestros países es bajo el castigo electoral a la corrupción. Y la llamada “rendición de cuentas”, la fiscalización de los actos de los poderes públicos, es más teórica que práctica, en especial cuando un híper-presidencialismo (retroalimentado por la pandemia del reeleccionismo) se está imponiendo cada vez más a unos parlamentos desacreditados y con cada vez menos poder real.
Para colmo, hay que superar la “trampa de las expectativas”: la diferencia entre lo que esperan los ciudadanos de sus políticos y lo que estos pueden darles realmente.
Sea como sea, quienes deciden parecen estar cada día más alejados de los intereses ciudadanos.
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Además, ¿cómo puede estar bien la democracia si unas instituciones claves para su ejercicio, los partidos, están –cuando están- peor que nunca?
Soy de una generación que podía seguir la política, sin confusiones, por la prensa nacional e internacional. Cuando la muerte de Francisco Franco y el comienzo del proceso español de transición a la democracia, a mediados de los años setenta, uno podía adquirir a precio razonable en algún quiosco de periódicos caraqueño revistas como Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, El Viejo Topo. Ellas reflejaban un pluralismo de ideas sobre el futuro de la sociedad española.
Seguir la política latinoamericana vía sus instrumentos partidistas no era difícil: en Venezuela estaban AD y COPEI; en Colombia, Liberales y Conservadores, en México, el eterno PRI, con un PAN haciendo una oposición casi testimonial por muchos años; en Chile, en plena dictadura, uno sabía que en la oposición seguían estando los democristianos, los socialistas, etc. En Argentina, estaba el peronismo, la Unión Cívica Radical, etc. (aunque tiendo a pensar que es cierto lo que se ha dicho muchas veces en tono de broma: en Argentina todos son peronistas). En Uruguay, Blancos –partido Nacional-, Colorados y la variada izquierda que en el futuro formaría el Frente Amplio.
¿Pero hoy? Conocer los nombres de los partidos políticos existentes en nuestra región ya casi podría formar parte del grupo de preguntas más difíciles de Quién quiere ser millonario.
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Deseo compartir con ustedes los siguientes datos, sobre 19 países latinoamericanos y caribeños (incluyo a República Dominicana y Haití):
El promedio de años de existencia –desde su fundación hasta diciembre 2020- de los actuales partidos de gobierno latinoamericanos es de 35.5 años.
Pero hay que hacer constar que ello es así, porque hay tres casos atípicos, que son el partido de gobierno en Uruguay, el Nacional, fundado en 1836, el de Paraguay, el Colorado, de 1887, y el Partido Nacional de Honduras, en 1902.
Sin los tres, el promedio se reduce a 12.6 años de existencia.
Un dato igual de ilustrativo: 12 de los 19 partidos que apoyaron la candidatura del actual presidente de su país, fueron fundados en los últimos veinte años, en lo que va de siglo y milenio.
Hagamos un breve ejercicio de comparación con algunos de los partidos más significativos de democracias longevas en el mundo (entre paréntesis, los años de fundado): Partido Demócrata EEUU (192 años); Partido Republicano EEUU (166); Partido Conservador – Reino Unido (186); Partido Laborista – Reino Unido (120); Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU, 75 años); Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, 157). Y podríamos seguir así.
En tiempos pasados los partidos reflejaban –incluso en su nombre- una visión del mundo y de la sociedad, con sus propuestas programáticas correspondientes, que le servían a los ciudadanos de guía a la hora de auscultar opciones de voto.
Al día de hoy existen partidos latinoamericanos que todo el mundo sabe que son maquinarias electorales, estructuras zombis al servicio exclusivo del caudillo que los fundó para una candidatura inmediata y urgente; así los nombres –las marcas identitarias básicas- pierden todo significado sustantivo. ¿Qué le puede decir a un ciudadano un nombre como “Nuevas Ideas” (partido de Nayib Bukele, en El Salvador), “Partido Morado” (del más reciente presidente peruano, Francisco Sagasti, a quien le deseamos sinceramente que tenga mayor estabilidad en el cargo que sus antecesores inmediatos, Kuczynski, Vizcarra y Merino), “Vamos” (Guatemala), “Frente de Todos” (Argentina), o el “Partido Revolucionario Moderno” (República Dominicana; alguien acotó que el nombre era algo contradictorio). Está visto que la palabra “estabilidad” no está muy al uso en los sistemas políticos latinoamericanos.
Iniciar un partido implicaba la unión de decenas de personas que compartían un ideario luego de horas de discusión y de militancia, frecuentemente iniciada en las luchas estudiantiles. Y era un trabajo de implantación, desarrollo y crecimiento que podía tomar muchos años.
Significaba asimismo la posibilidad de tendencias internas con ideas y visiones diversas, así como liderazgos plurales y competitivos. Eso ha dado paso en muchos casos a caudillismos unánimes e indiscutidos, porque ¿quién se atrevería hoy a oponerse a la voluntad del Führer partidista? Todos estos partidos-zombis en el poder actualmente deberán pasar la llamada “prueba del algodón”: Sobrevivir al fundador.
Para crear en estos tiempos una organización política al parecer solo se necesitan ambiciones ilimitadas, ideología escasa, mucho financiamiento y una buena presencia mediática y en las redes sociales. Así que estimado lector, ¿está aburrido de tanta cuarentena pandémica? Piénselo, quizá en su futuro está una silla presidencial. Para lograr ese objetivo, funde un partido. A lo mejor, quién sabe y le sale a usted usar banda en el pecho…