Villasmil / Estados Unidos: Un nuevo Plan Marshall
Una de las carencias de las democracias liberales es que en medio de una crisis económica, sanitaria y social a la que no se le ve fin, y con periscopios analíticos centrados en soluciones aparentemente insuficientes, buena parte de las dirigencias se han olvidado de algo en lo que Winston Churchill era un auténtico maestro: cómo incluso ante las situaciones mas difíciles y turbulentas –como el COVID-19- se puede tener un mensaje sincero pero lleno de esperanza, de que el temido futuro puede ser vislumbrado con ojos llenos de ilusión y de confianza, aunque solo se nos ofrezca, al inicio, “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, como hiciera Churchill, en mayo de 1940, para convocar a su pueblo a enfrentar al mayor enemigo de su historia: el totalitarismo nazi. Y el pueblo británico, unido como nunca, respondió con determinación, valentía, gallardía y fortaleza. Se ha dicho muchas veces: Churchill, en sus discursos y transmisiones radiales llenos de esperanza, movilizó a la guerra al idioma inglés.
No hay religión que no ofrezca esperanza, porque la esperanza forma parte esencial de la condición humana. La política, especialmente en tiempos pandémicos, debería estar siempre alerta y seguir el ejemplo religioso. ¿Por qué la palabra “cambio” es favorita del lenguaje político en épocas electorales? Porque cualquier apelación al cambio atrae por su capacidad infinita de despertar esperanzas.
A la hora de ejercer el poder, los actuales gobernantes lucen confundidos, paralizados, distraídos; y a los dirigentes que no han sabido lidiar con la pandemia las mayorías ciudadanas –aquellas que pueden votar libremente- les están comenzando a cobrar su incapacidad. Cuesta mucho ver en estos tiempos un gobernante sonriente, muchos lucen atribulados y desesperados.
«Lo único que he pedido a la generación a que pertenezco es ponerse a la altura de su desesperación”, escribió Albert Camus. Pero sin un liderazgo a la altura de los retos, hoy la sobrevivencia se le hace cuesta arriba al ciudadano, crecientemente desamparado, sin esperanzas visibles.
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Hace pocos días el presidente Joe Biden firmó el documento que pone en marcha, luego de su aprobación en el parlamento, uno de los planes de ayuda más ambiciosos de la historia norteamericana, el llamado “paquete de medidas contra el COVID-19”. La oposición republicana lo ha criticado, desestimándolo como una “propuesta izquierdista”. En realidad, ha sido una monumental acción del Gobierno federal para ayudar a decenas de millones de ciudadanos a levantarse luego de los golpes recibidos por la pandemia y para aliviar injusticias que llevaban demasiados años vigentes.
Es, en la práctica, un nuevo “Plan Marshall”, pero en lugar de ser como el destinado a ayudar a la Europa Occidental a levantarse de la ruina de la segunda guerra mundial, esta vez el recipiente es un crecientemente necesitado pueblo norteamericano. En el caso europeo, fueron 12 mil millones de $ de la época, y duró cuatro años, a partir de 1948.
El tamaño del actual es tal ($1,9 billones, o sea 1,9 millón de millones, doce ceros), que supera la capacidad económica anual de la mayoría de las naciones. No es sencillamente una “ley de estímulo” de la economía; su esperanzadora ambición –que la hace especial- es un intento deliberado de reducir la pobreza de millones de personas, con especial énfasis en la infancia.
No había un plan similar desde las medidas tomadas por Ronald Reagan (“Reaganismo”) a comienzos de los ochenta para combatir la estanflación; el “Bidenismo” apunta a una serie diversa de problemas. Entre muchas estadísticas mencionables, destaquemos esta: en 1970 un 90% de personas de 30 años estaban ganando mejores sueldos que sus padres a esa edad; en 2010, solo un 50%. La histórica premisa norteamericana de que si uno trabajaba duro lograría seguridad económica, ya no se está cumpliendo.
En solo cincuenta días de su presidencia, Biden ha dado a su pueblo una sustancial cuota inicial de su promesa de que la economía norteamericana, profundamente desbalanceada por décadas a favor de Wall Street, de las corporaciones, tiene el deber no solo económico sino incluso moral de darle un nuevo aliento a las clases medias y bajas, golpeadas por todas las crisis recientes. En eso, en la irrenunciable necesidad de ayudar a quienes la pandemia ha golpeado incluso más de lo que las decisiones económicas y políticas ya venían haciendo, hay una potente luz de esperanza. Sin duda habrá problemas, se cometerán errores, pero lo ambicioso del plan va parejo a las necesidades e inseguridades existentes hoy, bajo un clima emocional lleno de incertidumbre y precariedad.
Quien escribe estas líneas no es precisamente conocido por mostrar entusiasmo con la intervención excesiva del Estado en la economía y la sociedad (todo lo contrario); pero vivimos tiempos extraordinarios, y hay que ponerse a la altura de ellos y de las dificultades que presentan.
¿Implicará ello que, ante la iniciativa demócrata en el campo económico, los republicanos se atrincherarán aún más en sus guerras culturales? Temprano para decirlo, pero no sería extraño.
Como afirma el analista conservador David Brooks, los problemas de hoy son la desigualdad en el ingreso, la pobreza infantil y la penuria económica. Bien vale la pena correr un riesgo para enfrentarlos.
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¿Qué piensa, mientras tanto, el pueblo norteamericano de todo esto? Las encuestas muestran que ha decidido tener esperanza. Ha decidido creerle al nuevo presidente. Veamos lo que dicen encuestas del Pew Research Center (PRC) y CNN:
La propuesta es ampliamente popular, rebasando frontera partidistas. 70% la apoya, según el PRC (un 40% de los republicanos le dan su aprobación).
Un 75% de las mujeres y un 66% de los hombres la ven positivamente, con esta otra distribución de positivos: 91% de negros, 80% de hispanos, 76% de asiático-americanos, y un 63% de adultos blancos.
Pero incluso algunas de sus disposiciones tienen un apoyo mayor, según CNN: Un 85% (95% de demócratas y 73% de republicanos) apoya políticas que le den un mayor acceso a créditos impositivos a las familias de bajos ingresos; Un 77% apoya el financiamiento que facilite la apertura de los salones de clase en primaria y secundaria, y el envío de cheques de estímulo por $1400 a la mayoría de familias. Un 59% está asimismo de acuerdo con el suministro de ayuda por $350 mil millones a los gobiernos estadales y locales.
¿Y qué piensan los norteamericanos de su nuevo presidente?
De entrada, según CNN ya Biden superó a su antecesor en un primer aspecto: 51% aprueba su desempeño (con un 41% negativo), un porcentaje jamás alcanzado por Trump, quien en marzo de 2017 tenía un 45%.
En cuanto al manejo de la pandemia, Biden cuenta con 60% de aprobación, y un 54% considera que las políticas del nuevo Gobierno llevan al país en la dirección correcta.
Otra encuesta del Pew Research Center muestra a las claras la división en el partido Republicano: si bien solo un 25% de sus militantes y simpatizantes con altos ingresos dan su apoyo al plan, los de ingresos menores (menos de $40.000 al año), lo apoyan en un 63%.
En palabras de Nic Hunter, alcalde republicano de la muy golpeada ciudad de Lake Charles, Luisiana: “sin duda que el ciudadano promedio necesita ayuda en estos momentos; si este plan le sirve para los gastos de sus niños, para sostenerse mientras regresan los empleos, entonces no veo otra salida”. Lo cierto es que en muchas comunidades del país, incluyendo estados tradicionalmente conservadores, el plan de estímulo es visto como una real medida salvadora.
En la consideración inicial aprobatoria por parte del pueblo a las medidas ha jugado asimismo un papel fundamental la seriedad, ponderación y eficacia que se están mostrando para combatir al mortal coronavirus, que ha abierto otras ventanas de esperanza.
No es casual que los expresidentes norteamericanos Jimmy Carter, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama grabaran un video instando a sus compatriotas a vacunarse, con el mensaje “significa esperanza”. Tampoco es casual que Trump se negara a acompañarlos. Genio y figura.
Buena guía para seguir los problemas y las soluciones del país del norte.
Buen ojo del cronista. Y buena pluma.