La imperial conducta trumpista
Es un hecho cada vez más visible que el caso Trump pertenece tanto a los terrenos de la psicología como a los normales de la política; no es la primera vez que ello se discute. Ya en la campaña electoral un buen grupo de psiquiatras norteamericanos alertaron, en un comunicado público, ante los evidentes desórdenes en la conducta del entonces candidato norteamericano.
Mientras pasa el tiempo, Trump y su entorno muestran nuevos y mayores deseos de no hacerle caso a las instituciones, de debilitar gradualmente la división de poderes, de desarrollar un poder imperial. ¿No afirmó acaso Trump recientemente que él podía perdonarse a sí mismo, en caso de ser condenado por la comisión Mueller? Otras propuestas similares, que en tiempos pasados hubieran sido consideradas como increíbles, hoy se discuten con la mayor tranquilidad. En la capital, los legisladores republicanos, tímidos y subordinados, muestran pocos deseos de enfrentar el poder de quien –con la connivencia de unos jefes del GOP cada día más asustados del poder de la base trumpista- está modelando el partido, y colocando su suerte y futuro, a imagen y semejanza de los caprichos y deseos del actual monarca republicano.
Las tendencias autocráticas del empresario-presidente son cada día más obvias, como lo es su destrucción del discurso cívico, de toda posible convivencia, de respeto al pluralismo, o de la aceptación de una palabra crítica, sin la cual toda democracia pierde sentido.
Los padres fundadores de la sociedad norteamericana estarían asombrados de poder ver lo que está sucediendo con la arquitectura constitucional que ellos crearon. Buscando evitar otro rey, es claro que le dieron una mayor preponderancia al Congreso, definiendo los poderes presidenciales en el art. II de la constitución. Trump tiene un objetivo fundamental: destruir el concepto, y la práctica, de que el presidente debe responder por sus actos ante los ciudadanos.
Sus abogados han llegado a afirmar que él puede suspender la investigación de la comisión Mueller cuando lo desee, ya que él “está en cargo de la investigación”, con lo cual no se puede considerar que haya obstruido la justicia, porque él no puede obstruirse a sí mismo. Tampoco, insisten sus abogados, puede ser llamado a testificar ante un gran jurado (algo que temen, porque siendo un mentiroso colosal, testificar bajo juramento puede crearle muchos problemas futuros.)
La ética no importa. Por ello, la prioridad que le da en buscar espíritus similares a la hora de gobernar a sus ciudadanos. Se explica así su perenne atracción por Putin. ¿Es entonces de extrañar que Trump se sintiera tan confortable en su reciente entrevista con el tirano-asesino coreano? Más que una reunión de un demócrata con un monstruo -tan fanfarrón como él- aquello pareció una cita a ciegas (“tuvimos una gran química”, declararía luego a una periodista). En cambio, por esos días llamó “deshonesto” al primer ministro de Canadá.
Al reunirse con estos otros jefes de Estado de naciones poderosas, Trump no busca promover valores democráticos, sino egos similares al suyo.
Trump le ha dado a Kim concesiones sin obtener nada a cambio; los coreanos del sur, los japoneses, y demás aliados tienen razón en estar alarmados. ¿Cómo es posible que el norteamericano afirmara en rueda de prensa que esperaba poder retirar a las 28.500 tropas norteamericanas estacionadas en Corea del Sur, así como suspender las maniobras conjuntas con el ejército de ese país, porque eran “caras” y “provocadoras”? Al parecer, hizo esa afirmación irresponsable sin informar previamente al presidente surcoreano y al Pentágono.
En el documento final conjunto entre ambos países, falta la mención de que la necesaria denuclearización norcoreana no solo debería ser completa, sino además visible e irreversible. Es sin lugar a dudas un documento débil si se le compara con anteriores, mucho más claros y contundentes.
Tan notable como lo anterior es la ausencia de menciones al problema de los derechos humanos en un régimen que es considerado entre los más brutales del planeta, o al tráfico de armas.
Los logros de Kim de ese encuentro son obvios. Obtuvo lo que su padre y su abuelo no pudieron; una reunión con un presidente norteamericano, la legitimidad de ser tratado como un igual. Gracias a Trump, como destaca The Economist, Kim pasó en pocos de meses de paria a estadista.
Y ese famoso “Summit” en Singapur se realizó luego de que el norteamericano se las arreglara para dañar las relaciones con los aliados tradicionales de los Estados Unidos, en la reunión del G7.
¿Otro gran ganador de todo este desbarajuste? Sin duda alguna, China. Por años, había exigido la suspensión de los ejercicios militares conjuntos EEUU-Corea del Sur; el retiro de las tropas norteamericanas sería un obsequio adicional. Además, es indudable que los aliados asiáticos de EEUU, como Corea del Sur, Japón y Taiwán, unidos a Australia, tienen todo el derecho de preguntarse cuál será de ahora en adelante el grado de compromiso de los norteamericanos en su defensa frente el expansionismo chino.
Contrasta, sin duda alguna, la debilidad que muestra Trump en su trato con algunos déspotas, frente al estilo agresivo e insultante que muestra en su propio país contra todo aquel que se le opone. En todo caso no es mucho consuelo para sus compatriotas ni para las democracias del mundo que, frente a otro tipo de tiranos, como Nicolás Maduro o Miguel Díaz-Canel, el señor sea menos complaciente.