La violencia apocalíptica acecha a Venezuela
CARACAS — Este episodio ocurrió en la calle donde vivo en Chacaito, una zona céntrica de Caracas: un grupo de gente corría y gritaba tratando de escapar de la represión de la Guardia Nacional que los perseguía disparando perdigones, balas de goma y bombas lacrimógenas para disolver una marcha pacífica que se acercaba a PDVSA, la petrolera estatal venezolana, ubicada en la avenida Libertador, a unas cuadras de mi casa. Frente a la puerta de mi edificio, una señora, de unos 60 años, se refugió detrás de un árbol, para protegerse de la nube lacrimógena. Le abrimos la puerta, pero la señora no estaba feliz de resguardarse. Era como si refugiarse fuera lo mismo que huir del compromiso ciudadano de enfrentar a sus atacantes. “Nada hacemos muertos, señora”, dijo un hombre más joven. “A mí no me sacan de las calles, porque a mí ya me están matando de hambre”.
Eso es lo nuevo que tienen las protestas en Venezuela. La convicción de que la Revolución bolivariana fracasó y dejó al país en la ruina. Hay otros ingredientes inéditos, más oscuros y tenebrosos. La brutalidad policial, las detenciones masivas y el empleo de grupos paramilitares armados por el gobierno, para que hagan el trabajo sucio que no quieren hacer los militares: asesinar gente.
Las protestas —que han llevado a las calles a cientos de miles de personas— se han multiplicado por todo el país. La gente avanza con determinación a sabiendas de que los van a reprimir a sangre y fuego. ¿Por qué lo hacen? Porque los venezolanos despertaron. Ahora están conscientes de que las instituciones que hacen funcionar la democracia están en grave peligro y que deben defenderse de un gobierno despótico. Y despertaron a raíz de una declaración de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, quien a propósito de las resoluciones 154 y 155 emitidas por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia —que anulaban de facto a la Asamblea Nacional—, denunció “el resquebrajamiento del hilo constitucional”. Sus palabras han sido traducidas en las calles mediante una consigna: “Maduro, golpista, no lo dije yo, lo dijo la fiscal”.
En menos de un mes, las protestas han dejado 29 muertes y un número indeterminado de detenciones arbitrarias —alrededor de 1200, según organizaciones no gubernamentales defensoras de los derechos humanos y la propia Fiscalía General—. Pero la gente no se rinde; perdió el miedo. La marea sigue subiendo y no hay indicios de que retroceda. La sed de cambio es más fuerte que la represión. Al final, para los venezolanos la demanda de libertad y democracia se ha convertido en una lucha existencial de vida o muerte.
Sin el liderazgo de Chávez, sin el apoyo incondicional de sus propios seguidores, el presidente Nicolás Maduro le ha entregado cada vez más poder a los militares. En sus apariciones públicas, Maduro se muestra errático y desorientado.
El rechazo a su gobierno aglutina a más del 80 por ciento de los venezolanos. Pero el gobierno es incapaz de interpretar el fracaso que surge de su propia ineptitud; se aferra a la estrategia de no ceder ni un milímetro en el control institucional, ha utilizado el diálogo con la oposición como un ardid para atornillarse aún más en el poder. El barniz jurídico que daba una apariencia legal a las decisiones del ejecutivo se desvaneció para dar paso a un crecimiento exponencial del autoritarismo. En pocas semanas el gobierno de Maduro pasó de la autocracia a la dictadura. Hoy está a un paso de convertirse en un régimen tiránico.
La oposición se ha mantenido firme en la demanda de cuatro puntos: canal humanitario para aliviar el sufrimiento de la población (medicinas y alimentos); restitución de las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional; cronograma electoral, y liberación de los presos políticos. Para el gobierno, ceder en todos los puntos o en alguno de ellos equivaldría a abrir un pequeño agujero que pronto se convertiría en un enorme hueco por donde se le escaparía el poder.
En términos históricos, el mayor temor del chavismo era la insurrección de su propia base de electores: la población empobrecida que vio en Chávez la figura casi religiosa, que los iba a redimir. El cambio más radical del chavismo fue colocar a los pobres en el centro de la política venezolana. “El pueblo” fue el producto electoral que mantuvo a Chávez como el amo indiscutible del poder en Venezuela desde 1998 hasta su muerte.
En las protestas del pasado 20 de abril —que culminó con una violenta represión—, se incorporó la gente de Petare, la barriada más populosa de América Latina con 1,2 millones de habitantes, con una consigna que contagió entusiasmo y renovados bríos: “Oye, Maduro, somos los de Petare. Hay que echarle bolas para sacarnos de la calle”. Otros sectores populares de la ciudad como El Valle y La Vega, también se han manifestado contra el gobierno en días recientes.
Aparte de la marcha del silencio —que culminó su recorrido sin violencia—, las protestas de esta semana terminaron en un caos sangriento que agregó nuevas muertes a la cuenta de sufrimiento y luto.
¿Hay una salida a este laberinto?
El camino para una transición negociada, que satisfaga las demandas de la oposición, tiene posibilidades mínimas, pero todavía hay una pequeña ventana para el diálogo. De lo contrario, la alternativa sería una intervención militar para llamar a un gobierno de unidad nacional cuyo objetivo sería organizar unas elecciones libres y fiables para todos. Básicamente, la consulta a la que Maduro se niega. Es muy riesgoso permitir a los militares inmiscuirse en asuntos políticos, aunque antes ya ha sucedido en nuestra historia, cuando una alianza cívica militar derrocó a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958. También está abierta la opción clásica de una dictadura comunista, cuyo modelo sería el régimen cubano. La solución política es un enorme desafío pero hay que intentarla. Más allá de ella, solo nos queda esperar un milagro.