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50 años de una charla que cambió la literatura

Cinco décadas después de su publicación la Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa mantiene toda su fuerza y su vigencia. Así lo creen ocho escritores de diferentes generaciones y latitudes que recuerdan, con motivo de Curso de Verano de El Escorial que comienza hoy, su primera lectura de este clásico de la literatura en español

“Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”  Este arranque de Conversación en La Catedral, publicada en 1969, hace ahora 50 años, se ha convertido en uno de los mejores inicios de la historia de la literatura. Un juicio que no desmerece el resto de la novela, un retrato crudo de la corrupción moral y la represión política que vivió Perú bajo la dictadura de Manuel Odría, que cumple medio siglo manteniendo la vigencia simbólica y el afán totalizador que pretendía darle su autor, un treintañero Mario Vargas Llosa que caminaba firme hacia el éxito literario.

Sobre las bondades literarias, la vanguardia narrativa y la influencia de la obra habla el propio Vargas Llosa en un prólogo publicado en la última reedición de la novela. Y además, al hilo de un Curso de Verano de El Escorial dedicado a este aniversario, ocho escritores de diferentes generaciones y latitudes recuerdan su primera lectura de este clásico de la literatura en español y defienden su vigencia actual.

 

Prólogo

Entre 1948 y 1956 gobernó el Perú una dictadura militar encabezada por el general Manuel Apolinario Odría. En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de mi generación pasamos de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera.

Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, fue la materia prima de esta novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos. La empecé a escribir, diez años después de padecerlos, en París, mientras leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert y me ganaba la vida como periodista, y la continué en Lima, en las nieves de Pullman (Washington), en una callecita en forma de medialuna del Valle del Canguro, en Londres —entre clases de literatura en el Queen Mary’s College y el King’s College—, y la terminé en Puerto Rico, en 1969, luego de rehacerla varias veces. Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta.

Mario Vargas Llosa


Alonso Cueto

Conversación en La Catedral es una novela circular que empieza con una pregunta, “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, y termina con otra, “¿no, niño?”. Zavalita se hace la primera pregunta. Ambrosio se hace la segunda, sobre su muerte. Son preguntas sin respuestas salvo las de otras preguntas: ¿Amaba Aída a Santiago? ¿Ordenó Fermín a Ambrosio matar a la Musa? ¿Fue ahí donde se jodió el protagonista? Es una novela circular pues sus protagonistas van de un lado a otro y tienen identidades múltiples. Zavalita es un rebelde que se reconcilia con su padre. Ambrosio viaja por todo el Perú, es estafado en Pucallpa y vuelve a Lima. Cayo Bermúdez pasa de ser un vendedor de tractores en Chincha a un funcionario con enorme poder.

La novela tiene un sesgo optimista: su premisa está basada en la posibilidad de que dos hombres de distinto origen social puedan sentarse a conversar y a recordar. La espiral de la memoria es larga y compleja, tanto en sus técnicas como en la identidad de sus figuras. Publicada en 1969, expresa el desencanto del fin de la década con las consignas de la ideología revolucionaria. Pero sus preguntas, sus ambigüedades, su lenguaje tienen un esplendor y una vigencia que nos sigue interrogando y maravillando cincuenta años después.

Rosa Montero

Recuerdo muy bien mi primera lectura de Conversación en La Catedral. Yo debía de tener dieciocho o diecinueve años y no sabía nada de Vargas Llosa, aunque sus tres primeros libros (que leí después) ya eran famosos. Así que, desprevenida como estaba, la novela me hizo estallar la cabeza. Fue una completa revelación: yo, que leía y escribía desde muy pequeña, me topé de pronto con un tipo de escritura radicalmente distinto, modernísimo, de una tremenda complejidad estructural y al mismo tiempo sedoso y fluido. Esa historia hipnótica y perfecta me enseñó que la mejor y más rompedora literatura del momento se estaba haciendo en mi lengua. ¡Qué emoción y qué impulso me dio eso! Fue como tirar las paredes del mundo y descubrir la infinitud del horizonte. Para mí es una de las mejores novelas del siglo XX. Los argentinos suelen decir que Borges cada día escribe mejor, y, copiándoles la idea, yo diría que Conversación en La Catedral está cada día mejor escrita. La he leído tres veces en mi vida, la última hace pocos años, y mi admiración ha ido en aumento. Creo que lo poco o lo mucho que soy como escritora se debe en parte a este libro.

Jorge Eduardo Benavides

Al contrario de lo que les ha ocurrido a muchas otras novelas que no han sorteado el paso del tiempo con el vigor y rotundidad con que aparecieron en su momento, Conversación en La Catedral sigue invulnerable, atrevida y deslumbrante. El sofisticado artefacto narrativo que se introduce como un escalpelo en la sociedad que nos descubre –la peruana de los años cincuenta—y que puede ser cualquier otra, de cualquier momento. Allí están sus miserias, sus complejos, su inevitable fatalismo y sus premoniciones, la lucha desigual del individuo contra el sistema y el íntimo desasosiego de quien ha visto cómo sus expectativas vitales se han quedado simplemente en eso, en un saldo de renuncias, tal como le ocurre a Zavalita, que va indagando cuándo se jodió el Perú pero sobre todo cuándo se jodió él, por culpa de Cayo Bermúdez y de su propio padre, pero sobre todo al descubrir que lo suyo no era rebeldía sino apatía. Fue en su momento -y es aún hoy por hoy- la novela ambiciosa por excelencia, la que quiere contar no la historia de unos personajes sino la de toda una sociedad y su destino. Una de las grandes obras del siglo XX.

Alba Carballal

Como pasa con todos los lectores precoces, mi primer acercamiento a lo que podríamos denominar ‘literatura adulta’ fue a través de los libros que tenía más cerca: los de la estantería del salón. Mario Vargas Llosa ha sido siempre uno de los escritores preferidos de mi padre, y sus libros, con los de Miguel Delibes, ocupaban el espacio más grande del mueble. Recuerdo haberme atrevido con Conversación en La Catedral después de devorar La ciudad y los perros. Con aquella lectura yo ya me había dado cuenta de que el terror no sólo pertenece a la imaginación, pero Conversación en La Catedralfue otra cosa. Aquella fue la primera vez que me interpeló, con la furia de las primeras veces y gracias al personaje de Fermín Zavala, el sentido de la justicia. Su relectura posterior me ha permitido verbalizar lo que ya intuí entonces, que su gran acierto es desplazar el eje del conflicto desde una culpa material hacia una clase de culpa social: aquí son las convenciones sociales y los prejuicios del entorno los que definen y dan forma a la culpabilidad. Puede que esté errando el tiro, pero creo que este enfoque, revolucionario en 1969, anticipa muchas de las principales corrientes literarias de nuestros tiempos. Lo que tengo claro es que los Zavala me perseguirán para siempre, lo quiera o no, en mi propia literatura.

Santiago Roncagliolo

Leí Conversación en La Catedral en el Perú de los años noventa, y me impresionó sentir que nada parecía haber cambiado en medio siglo. Esa dictadura de Odría gris, apelmazada, donde el cielo quedaba a veinte centímetros del suelo, parecía igual al Perú de Fujimori, un país donde podías agradecer que no te maten por la calle (o no tanto), pero no tenías derecho a pedir más. De no haber visto el año de edición en los créditos del libro, habría pensado que se trataba de una novedad editorial.

Por entonces, en el tiempo que no malgastaba amargándome la vida, yo soñaba con ser escritor. Pero aún me costaba escribir más allá de un cuento. Sufría intentando prolongar historias que morían de inanición en la página veinte. Para ese imberbe yo, Conversación en La Catedral resultó una clase maestra de lo que podía hacer un novelista. Todos esos saltos en el tiempo, esas historias cruzadas, esos diálogos que se celebraban en dos lugares distintos, saltando de uno a otro en cada réplica, me enseñaron que una novela no es un cuento largo, sino una encrucijada de cuentos, un entramado de historias que se tocan y se perturban mutuamente, más o menos, como el mundo, lo quiera o no, en mi propia literatura.

María Tena

Uno vuelve  siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Y así vuelvo a Conversación en La Catedral porque ha sido desde siempre, y más desde que me atreví a ser escritora, la novela canónica por excelencia. Regreso a ella como quien vuelve a intentar comprender una lección infinita, a un taller de escritura donde quizá conseguiré ese olor a libertad que necesito.  Un hito, este libro,  al que es muy difícil acercarse sin quedar deslumbrado. Me atraen y me duelen esos personajes que hablan sin descanso y esos diálogos en los que hay partes que no se dicen y se piensan, y otras que se dicen y no se piensan. Los diálogos son la mejor herramienta que tenemos los escritores para contar en directo de manera que  el lector se moje.

Y Vargas Llosa lo hace con un método genial. Una fuerza narrativa muy bien calculada que combina las reflexiones con las descripciones, los juegos, con  la información. Un método que al principio desconcierta pero que siempre sorprende y nos muestra la crudeza y la realidad en la que está empeñado. Un libro divertido y triste, que engaña con su apariencia de desorden pero que obedece a un plan exacto que hace que el lector no se equivoque nunca. La historia está hecha de una materia que  funciona porque lo concreto siempre vence a lo abstracto. El libro emociona porque nos muestra como recién cocinados esos deseos y conflictos potentes de los personajes principales. Esas esperanzas que no fueron. De eso que no pudo ser está hecha la mejor literatura.

J. J. Armas Marcelo

Fue una epifanía intelectual de primer orden. Tuve la sensación de estar página tras página descubriendo un tesoro literario. Aquel mecanismo narrativo era inédito en mis lectura en lengua española, lo había leído en Faulkner, aunque más deshilachado, o en Onetti, aunque más suave. Creo que después de leer la novela, en los días de una Semana Santa, quedé tan impresionado desde el punto de vista literario que ahí decidí conocer personalmente a aquel novelista que siendo tan joven ya era tan grande, un gigante. Le escribí una carta a Barcelona, a Seix Barral, ¡y Mario contestó!, muy amable, muy cercano. Fue una sincronicidad inolvidable. Tengo la certeza de que Conversación en La Catedral fue el primer paso de una verdadera amistad, una amistad leal y cómplice, que dura ya casi cincuenta años. A veces vuelvo a la novela y tengo la misma impresión que la primera vez: que es una obra maestra insólita, un juego intrincado en el que se fajan la historia, o las historias, las geografías, los personajes, principales y secundarios, la estructura literaria, la palabra, el ritmo. Es una utopía que Mario persiguió con ahínco: la novela total, los espacios y los tiempos bailando con una solidez casi matemática, muy sorprendente, una novela que ahora mismo está tan fresca y viva como cuando se publicó por primera vez. Una verdadera obra de arte literario. Inolvidable.

Karina Sainz Borgo

Fue su tercera novela, una de las más rotundas y -nunca mejor dicho- catedralicias, todavía más que La casa verde, La ciudad y los perros o La guerra del fin del mundo, que yo había leído dando tumbos por las calles de Madrid, recién llegada de una Venezuela en trance de morir. Yo, que tenía 24 años y andaba obsesionada con mis propios fantasmas nacionales, encontré en Zabalita -y la galería que su conversación con Ambrosio propiciaba- ese paisaje de ceniza y abatimiento con el que las dictaduras irrigan y envenenan el mundo que pretenden gobernar y en ocasiones abolir. Al momento de leerla, yo acababa de salir de una Caracas aguijoneada por la misma rabia y desencanto del Perú de Odría. Me pareció absurdo que la generación de Vargas Llosa y la mía siguieran unidas por el nervio del tirano, un parentesco atávico que aún recorre América Latina. La vigencia de Conversación en La Catedral radica no en el pulso histórico o político, sino en el mecanismo caudaloso que lo amplifica y lo hace posible, una estructura narrativa prodigiosa que invita, casi, a leer persignándose. Escribir sobre el infierno de lo propio supone estropicio, exige genio y entraña a partes iguales. Vargas Llosa iba sobrado de ambas, ahora y entonces.

 

 

 

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