Las mujeres al rescate de la Iglesia católica
Faltan sacerdotes en las parroquías. El diaconado femenino que estudia el Vaticano puede ser parte de la solución
África de la Cruz Tomé, cumplidos con creces los 70 años, acude con el entusiasmo de un profeta a dar misa cada domingo y fiestas de guardar a los vecinos de varios pueblos del arciprestazgo de Ayllón, en Segovia. Fue durante 40 años profesora de Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid y vive entre ilusionada y escéptica el revuelo armado por el papa Francisco con la comisión que debe estudiar el papel de la mujer en la Iglesia romana, en concreto si es conveniente ordenar diaconisas.
En el siglo XIX, la Iglesia romana perdió a los obreros, en el XX a los intelectuales y a los jóvenes. En este siglo XXI lleva camino de perder a las mujeres, que son con creces la mitad más activa de esa confesión. “Los jóvenes se han ido de la Iglesia sin dar portazo y no nos hemos enterado”, ha reconocido el obispo de Santander, Manuel Sánchez Monge. Con las mujeres puede pasar lo mismo: se van yendo sin que los obispos se enteren.
En la práctica, África de la Cruz ya ejerce como diaconisa. El diácono es normalmente un varón, soltero o casado, habilitado por la jerarquía para presidir algunas celebraciones. Es una especie de sacerdocio de tercer grado. Puede impartir los sacramentos del bautismo y el matrimonio, pero no confesar ni dar la extremaunción, y tampoco puede, ni de lejos, ejercer la función principal de los eclesiásticos ordenados, es decir, la consagración eucarística.
Las misas de De la Cruz, que en puridad deben llamarse “Ceremonias de la Palabra”, se desarrollan como una eucaristía de cura, con la excepción de que las hostias que va a entregar a los comulgantes no las ha consagrado ella, sino un sacerdote o el obispo de la diócesis. Tampoco puede confesar, por ejemplo. El resto de la liturgia es la misma: lectura del evangelio del día, sermón, las preces correspondientes, etc.
Sus feligreses la acogen agradecidos. Lo han hecho los vecinos de Cilleruelo de San Mamés (41 habitantes), que la pasada festividad de la Virgen Grande han cumplido con el precepto dominical de la misa gracias a De la Cruz. Durante el nacionalcatolicismo franquista, les predicaron con extremo rigor que era pecado muy grave no ir a misa los domingos. Hoy, los obispos no tienen sacerdotes suficientes para poder cumplir con aquella obligación.
En España hay 23.071 parroquias, de las que al menos 5.000 no disponen de sacerdote permanente. ¿Soluciones? Las mujeres, que son inmensa mayoría en todas las iglesias, lo ven claro: el diaconado femenino, como un primer paso. Se lo pidieron al papa Francisco en mayo pasado las 900 religiosas de la Unión Internacional de las Superioras Generales recibidas por el pontífice argentino en el Vaticano. ¿Por qué marginar del diaconado a la mujer, que ya ejerció esa función en la Iglesia antigua? “Las mujeres diaconisas son una posibilidad para hoy”, respondió Francisco, que prometió crear una comisión para estudiar el tema. Ya está en marcha la comisión, presidida por el jesuita español Luis Ladaria, número dos de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Se atribuye a Napoleón esta frase: “Cuando no quiero hacer algo, creo una comisión”. De la Cruz tiene esas dudas, pero ve revolucionaria la sola decisión de Francisco. “Bienvenida la comisión. En ese bunker las mujeres, lo femenino, estamos asfixiadas. Necesitamos aires de innovación y reconocimiento”, dice. También ve positivo que la comisión haya nacido del ruego de unas mujeres. “Es un ejemplo a imitar por todas. Las mujeres tenemos que hacer bulla en la Iglesia. Hay muchos sordos y ciegos por ahí sueltos. También es positiva la paridad entre hombres y mujeres en la comisión. ¡Menos mal!”.
Puertas al campo
Alabada la creación de la comisión, De la Cruz indaga el para qué. “Hablar de diaconisas me parece poner puertas al campo. La tarea ardua que debe acometer esta comisión es el estudio del papel de la mujer en la Iglesia hoy y, sobre todo, mañana”. Y continúa: “Me entristece que la Iglesia no sea consciente de lo que se está perdiendo al ningunear a las mujeres. Es un despilfarro. La Iglesia infravalora un capital de alto rendimiento. Las mujeres en la Iglesia queremos, podemos y sabemos servir como Dios manda”.
La catedrática Marifé Ramos, una de las voces más sabias de la organización Mujeres y Teología, sostiene que, incluso recuperando el diaconado femenino, se estaría solo ante un primer paso, “necesario, pero insuficiente”. Añade: “Nuestro hermano Francisco ha abierto una puerta que estaba cerrada con un buen cerrojo. Tras la puerta se abre un camino que conduce a la atención pastoral y a valorar como ministerio lo que sólo se consideran tareas, a menudo infravaloradas. Ojalá el aire fresco se convierta en vendaval que reavive los ministerios en la Iglesia y se lleve el olor a rancio que se ha extendido”.
El juicio de Margarita de Pintos, de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, sobre la propia comisión papal es contundente. “Ríos de tinta se han escrito a favor y en contra sobre el acceso de las mujeres a los ministerios ordenados. No se necesitan más estudios. Lo que reclaman las comunidades cristianas son personas que puedan administrar los sacramentos y les acompañen en su vida espiritual, pero parece que es más importante su género que la necesidad”, afirma. Pintos califica la comisión de eurocéntrica (no participan personas de África, América Latina, Asía ni Oceanía), y excluyente de las mujeres que llevan años ejerciendo su ministerio presbiteral, “que aportarían la experiencia de las comunidades que presiden”.
Para el teólogo José Manuel Vidal, fundador y director de Religión Digital, la situación de la mujer en la Iglesia romana “es un pecado que clama al cielo y una flagrante discriminación ideológica, que no tiene cabida en el Evangelio, uno de esos graves pecados de los que la Iglesia suele arrepentirse siglos después”. En esa idea, la decisión del Papa “es solo un primer paso, tímido pero rompedor, tambaleante pero necesario”. Añade: «Francisco ha iniciado su proceso de reformas a paso lento, pero irreversible. Pero actúa para no quedarse solo, para que su primavera no sea flor de un día, para que su revolución tranquila la asuman las bases católicas».
No hay dogma contra el sacerdocio femenino
JUAN G. BEDOYA
San Pablo ordenó en una de sus famosas cartas que las mujeres deben estar calladas en la Iglesia. “Si tienen que aprender algo, que pregunten a sus maridos», añadió. (1 Corintios 14, 34). Debía estar harto de lo mucho que mandaban y organizaban entonces las primeras cristianas. Sobre la grosera afirmación del apóstol de Tarso la Iglesia romana ha construido una organización androcéntrica. “Si cierra la puerta a las mujeres una vez más, la Iglesia se verá alineada con los países más machistas del globo”, sentencia la teóloga Isabel Gómez Acebo.
En los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes y diaconisas que ejercieron funciones ministeriales y directivas hasta que la Iglesia se patriarcalizó. “Es hora de pasar de la subalternidad a la igualdad; de la sumisión al empoderamiento; del régimen de dependencia a la autonomía; de ser objetos a sujetos. Esto no se logra con el diaconado femenino, sino todo lo contrario: se prolonga la minoría de edad de la mujeres bajo el espejismo o señuelo del protagonismo”, afirma Juan José Tamayo, director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid.
No hay ningún dogma que prohíba el diaconado o el sacerdocio femeninos. Francisco escribió en la ‘Evangelii Gaudium’ que “el sacerdocio reservado para los hombres (…) es un tema que no se pone en discusión”. No es verdad. Es quizás el tema que más se discute, además del celibato obligatorio de los sacerdotes. Nunca se ha cerrado “ese tema”. Cada día se abre en canal ante decenas de miles de parroquias que no tienen pastor por falta de vocaciones. Es verdad que lo quiso hacer Juan Pablo II, poco dado a sutilezas teologales, pero se le opuso con contundencia quien entonces era el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, más tarde Benedicto XVI.
Proclamar como dogma que no cabe el sacerdocio femenino es una barbaridad; los papas pueden cerrar ese camino cuanto quieran, pero nunca podrán decir a todo el orbe católico que es doctrina de la Iglesia desde su fundación, resumió Ratzinger a su superior y amigo. No fue un ruego, sino una orden de quien era entonces el exigente y no manipulable policía de la fe católica además de gran teólogo. Sin duda, dejó escrito un dossier sobre la materia. Es raro que el Vaticano no lo tome en cuenta. El sacerdocio de las mujeres es, ciertamente, un “caso cerrado”, pero en la dirección opuesta a la que supone el actual Pontífice. Las Iglesias evangélicas, popularmente conocidas como protestantes, que ya tienen hasta obispas en su seno (e incontables pastores casados), son un ejemplo y un reto.