José Rodríguez Iturbe: Ucrania y aledaños
En la historia comunista de Rusia, que abarcó desde la Revolución Bolchevique de octubre (según el calendario juliano; noviembre según el calendario gregoriano) de 1917 hasta la caída del Muro de Berlín a inicios de noviembre de 1989, van más de siete décadas. Aunque hubo ucranianos destacados en ese tiempo no corto (Trotsky, en los comienzos; Kruschev, con y después de Stalin, por recordar solo dos personajes de relieve), las relaciones de Ucrania con Rusia estuvieron siempre marcadas por la tensión y la tragedia. La conciencia nacional ucraniana pretendió ser borrada por el terror bolchevique. Las primeras fuertes oleadas represivas de los comunistas, acompañadas de hambruna, en esa tierra que ha sido siempre el granero de Europa, se remontan a inicios de los años 20 del siglo XX, aún en vida de Lenin (aunque este experimentara ya las consecuencias del atentado que sufriera a manos de Fanny Kaplan, a comienzos de 1918).
La brutal represión económica fue acompañada de una campaña contra la lengua, la historia y la cultura ucraniana. Pero fue con Stalin, a inicios de los años 30, cuando la aversión a lo ucraniano alcanzó los niveles de genocidio. Genocidio como crimen de Estado. El Holomodor fue uno de los grandes genocidios del siglo XX. Stalin hizo morir de hambre a millones de ucranianos. Se estima que en 1932-1933 murieron por el hambre forzada y sus secuelas entre 7 y 10 millones de ucranianos. (Algunos elevan la cifra a 12 millones). Stalin impidió que se hablara de la hambruna. Para la historia oficial soviética, ella no existió. Se negó, con terquedad criminal, no solo la dimensión, sino la realidad histórica de la tragedia.
Además de la obstinación comunista, el ocultamiento del genocidio contó con el colaboracionismo de aquellos que por su complicidad recibían favores del estalinismo. Tal fue el caso del corresponsal extranjero “estrella” en Moscú, del New York Times, Walter Duranty [1884-1957], (¡hasta un Premio Pulitzer le dieron!) quien, atendiendo a los intereses soviéticos, se esforzó en disminuir o restar importancia a la valiente y objetiva denuncia del inglés Gareth Jones [1905-1935]. Antes que Jones, Malcom Muggeridge [1903-1990] había informado de la hambruna, pero de modo anónimo, porque el periódico inglés del cual era corresponsal, Manchester Guardian, era entonces simpatizante de Stalin.
Anne Applebaum ha escrito un libro Hambruna Roja. La Guerra de Stalin contra Ucrania (Debate, Barcelona, 2019) que recoge la impactante historia del genocidio comunista contra Ucrania. Allí encontrará el lector interesado la avalancha de hechos que explican la afirmación de la conciencia nacional ucraniana frente al poder ruso (zarista o bolchevique) que política, cultural e históricamente ha intentado recurrentemente aniquilarla, con objetivos de dominación.
El conocimiento de esas tragedias del ayer es necesario para comprender el drama actual, plagado de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Putin se ha esmerado en seguir respecto a Ucrania la política de Stalin. Pareciera que de Stalin a Putin la política rusa oficial respecto a Ucrania ha estado signada por la inercia. Putin ha intentado, por la vía de la intervención armada, lo mismo que buscó Stalin con su política criminal que se tradujo en un genocidio que, a semejanza del genocidio de Turquía contra los armenios, avergüenza a la conciencia civilizada de la humanidad. Pero, en el drama actual, no se ha tratado solamente de otro violento capítulo de las relaciones ruso-ucranianas. Además del intento de imponer vasallaje a un pueblo de un coraje patriótico notable, la Rusia de Putin pretende un forzado rediseño del orden internacional, considerando que ha llegado el tiempo de sepultar sin lamentos el orden post Yalta, es decir, el orden diseñado por las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial.
El Holomodor terminaba cuando llegaba Hitler al poder. Hitler fue un genocida. Stalin también. El acuerdo entre genocidas quedó plasmado en los Tratados Stalin-Hitler (Molotov-Ribbentrop) para el reparto de Polonia y de zonas de influencia geoestratégicas en Europa Central y Oriental. Fueron 2: uno antes de comenzar la II Guerra Mundial y otro después de iniciada ésta. Y no hubo un tercero (solicitado por la URSS de Stalin después de la derrota de Francia) porque la Alemania de Hitler se negó, temiendo que ese pacto no sería bien visto por el grupo militar que detentaba en poder en el Imperio del Japón, que había suscrito el 27 de septiembre de 1940 el Pacto Tripartito, el llamado Eje Roma-Berlín-Tokio.
Hoy se conocen los Protocolos secretos de los Pactos Molotov-Ribbentrop, como también de la formal petición soviética del tercer pacto que no llegó a concretarse. Como Stalin solo luchó contra Hitler a raíz de la Operación Barbarroja, aún llena de estupor que Estados Unidos e Inglaterra (Terán, Yalta, Potsdam) cedieran media Europa al diktat soviético, hasta el final de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlin.
La lógica de Putin es, como la de Stalin, la ilógica de la fuerza. Busca la restauración de un imperio con la geopolítica apoyada en la brutalidad. La argumentación de Putin, buscando “garantías” de seguridad y defensa, no se diferencia mayormente de la argumentación, avanzada siempre con hechos cumplidos, de Hitler y Mussolini…y de Stalin.
La invasión a Ucrania ha puesto de relieve la impotencia (por no decir la inutilidad en el caso de las grandes tragedias) de organismos como la ONU, cuando los agresores resultan ser miembros permanentes del Consejo de Seguridad. El orden internacional post II Guerra Mundial ha mostrado, una vez más, que solo se aplica (con mayor o menor rapidez y eficacia, según los casos) a los países débiles o carentes del poderío real de los “grandes”. Y, con la ilógica de la fuerza, las nuevas alianzas se nutren, con todo descaro, del maquiavelismo de la complicidad. Putin ha convocado, con su acción bélica, al agrupamiento de los malvivientes. Pero es un agrupamiento marcado tanto por la inmediatez como por la desconfianza.
Putin pensó que la suya sería una Blitzkrieg, una ofensiva rápida y aplastante. No fue así. Mientras su imagen y prestigio se deterioraba y sus “argumentos” y acusaciones resultaban falacias propagandísticas, el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, adquiría un gran perfil de estadista heroico, en un mundo en el cual la mediocridad de la mayoría de los jefes de estado y de gobierno resulta desalentadora para quienes defienden las banderas de la libertad y exigen la solidez de una democracia con principios.
La dictadura venezolana de Maduro tomó partido con prontitud. Pensó que jugaba a ganador alineándose enfáticamente con Putin, el agresor. A los pocos días, sin embargo, no vaciló en recibir, con abierto interés, a los enviados de Biden, que buscaban, con poco realismo (o desconocimiento de la situación de la industria petrolera venezolana) suplir, para el mercado norteamericano, las importaciones petroleras rusas con importaciones venezolanas.
Los que quieren pasarse de vivos terminan por dejar de ser inteligentes. Enseguida tuvo Maduro que enviar a Delcy Rodríguez a “explicar”, en Turquía, al Canciller ruso Lavrov el laberinto de sus maniobras. No parece que los rusos hayan quedado muy satisfechos. Delcy Rodríguez declaró que no podría haber bases rusas en Venezuela porque la Constitución lo prohíbe. Como si la Constitución fuera para ellos de estricto cumplimiento. Luego la administración Biden, en vista de la oposición bipartidista (Menéndez, D; Rubio, R), declaró que a pesar del desconocimiento de facto a Guaidó lo seguía reconociendo de iure; y que no estaba planteado el entendimiento de petróleo por sanciones. Biden y Maduro tienen, cada uno, su respectivo laberinto. Donde termina el de Biden no lo sabemos (quizá el Sr. González, del NSC, que vino a hablar con Maduro, tampoco lo sabe; no es de extrañar, porque no parece Metternich). El de Maduro tiene toda la pinta de conducir al estercolero de la historia, para decirlo con lenguaje trotskista.
Sea cual sea el resultado de la aventura de Rusia en Ucrania, los dividendos histórico-políticos para Putin no serán buenos. Solo las sanciones económicas impuestas a la Rusia de Putin afectarán de una manera no menor, a corto, mediano y largo plazo, el bienestar y el desarrollo de Rusia. No se sabe aún en cuál medida afectará la propia solidez y estabilidad del poder político interno de Putin en su país. Y se verá si la acusación por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad sigue su curso contra quien ha actuado en la política interna con total impunidad y arbitrariedad.
Sigue siendo tema de análisis y discusión la realista visión de Hu Wei, académico de Shanghai, (Posibles resultados de la guerra ruso-ucraniana y el curso estratégico de China), en cuanto ayuda a entender la cauta postura, hasta ahora nada proclive a solidaridades totales y automáticas con el gobierno ruso, por parte del gobierno chino.
¿Cómo afectará el insuceso de Putin a sus aliados, y, concretamente, a su aliado venezolano Nicolás Maduro? China ha procurado jugar con un perfil bajo, a pesar del Acuerdo suscrito por Putin y Xi Jiping, en Beijing, en los días de las Olimpíadas de Invierno, en vísperas de la invasión a Ucrania. Maduro, aunque ya no sea socio confiable para Rusia, ve comprometidos los depósitos de los personeros de la dictadura venezolana en la banca rusa. Y la angustia por el destino final de esos dineros, no ganados con el sudor de su frente por sus titulares, también puede afectar el nivel de “lealtad” interna de algunos de sus soportes (sobre todo militares), que siempre han visto en el interés particular la razón determinante de sus compromisos.
¿Y en el orden externo? En la OTAN coinciden los países de la Unión Europea y los Estados Unidos. Las sanciones contra personeros de la dictadura venezolana de Maduro, tanto en los países de la UE como en Estados Unidos y Canadá, no parecen estar en camino de desaparecer. La Misión Independiente del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, presidida por Marta Valiñas, de Portugal, ha anunciado la extensión de la investigación de la situación en el país, buscando la responsabilidad de “las altas líneas de mando” en la violación de derechos humanos. Y el Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, por su parte, tiene prevista una segunda visita a Venezuela en el mes de abril. La responsabilidad de la cadena de mando, como insiste con valentía Tamara Suju, es necesaria para que, de veras, se haga justicia. Mientras tanto, como ha denunciado Juan Pablo Guanipa, Vice-Presidente de la AN legítima, algunos colaboracionistas silencian su crítica a la dictadura mientras buscan cuotas de poder (obtención de Magistrados) en una reforma del TSJ que busca lavar la cara muy sucia del desgobierno.
No parece que el horizonte se aclare demasiado para Maduro, el cómplice de Putin, en el futuro inmediato. El cielo encapotado anuncia tempestad. A pesar de ello, los colaboracionistas de distinto tipo se esfuerzan en proclamar, contra toda evidencia, que la clave del futuro consiste en la cohabitación multiforme con la estructura criminal polifacética con nexos internacionales que ha destruido a Venezuela, en un empeño si solución de continuidad que lleva ya más de dos décadas. No piden el fin de la tiranía, sino insisten en poner el énfasis en todo lo accidental, pero no en lo sustancial. La exigencia de libertad y respeto a los pisoteados derechos humanos, así como el clamor de justicia por los centenares de detenidos políticos, civiles y militares, no está en la agenda de los colaboracionistas. Como ya dijo Cicerón hace siglos, se ofende a la verdad tanto proclamando la mentira, como con el silencio ante la realidad de los hechos.
Los aledaños de Ucrania no quedan solamente en Europa. Las complicidades con Putin en este entorno tropical nos colocan mucho más cerca de ese drama bélico estremecedor de lo que piensan la dictadura y sus vasallos. Quizá se esté rediseñando el orden internacional post II Guerra Mundial. Quizá hechos tan lamentables como la invasión de Rusia a Ucrania, ordenada por Putin, muestren a las claras la caducidad e inoperancia de la estructura institucional, política y militar, que históricamente se muestra también como superviviente de la Guerra Fría. Pero pareciera criterio compartido que no es la fuerza criminal, ni la descarada complicidad con ella, la fórmula para afirmar el pleno respeto a la dignidad humana, de la persona y de los pueblos. Y que están por definirse las consecuencias para Putin y también para los aliados de Putin y sus colaboradores.