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Albiac: Destitución o cierre

Que, después de una salvajada así, la señora Montero pueda mirarse al espejo sin caer fulminada por un relámpago de bochorno, da grima

Las decisiones de un consejo de ministros son colegiadas. Todos y cada uno de los miembros de ese ejecutivo cargan con idéntica responsabilidad en todas. Si uno de ellos no está de acuerdo con alguna de ellas, dimite.
Bueno, ya sé que lo de dimitir no se lleva mucho en este país, en el que un ministerio es, ante todo, un lujoso balneario para gentes incapaces de ganarse como todos la vida trabajando. Pero si el discordante en un consejo de ministros no tiene la vergüenza básica de irse por propia iniciativa, al presidente compete destituirlo. Sin excusa. Porque un Gobierno no es un club privado de amiguetes, ni un patio de colegio, mejor o peor armonizado. Es el vértice de una máquina de poder gigantesca, que no puede permitirse frivolidades ni caprichos. Ni, mucho menos, pasatiempos.
Y no, no se «cesa» a un ministro que viole la disciplina de gobierno. Lo de «cesar» es una de esas cursilerías idiotas con las que nos tortura la insufrible verborrea de políticos tan indecentes cuanto analfabetos. No se le «cesa»; se le destituye. Sin contemplaciones, sin eufemismos. Ha violado la confianza del presidente que lo nombró y ha roto la lealtad que lo ata al colectivo ministerial. No se «cesa» al ministro que ha arremetido en público contra una decisión colegiada de su gobierno. Se le pone de patitas en la calle: lo demás es fea jerga. Un Gobierno es el cuartel general del Estado, dentro del cual no se toleran guerras civiles. Sencillamente, porque lo que se juega todo Gobierno es la seguridad de la nación; no los sueldos de sus ministros. Y si el jefe del Gobierno no es capaz de aplicar esa tarea, debe concluir que llegó la hora de cerrar el chiringuito y de recuperar la paz del hogar y su silencio. O bien destitución del discordante, o bien cierre del negocio.
La ministra de Igualdad ha venido injuriando y desautorizando, durante toda esta semana, la propuesta de ley con la que su Gobierno busca atenuar el desbarajuste promovido por una ridícula ley de la Señorita Pepis, que, para los violadores, fue una bendición del cielo; una cruel aberración que, como mínimo, garantiza sustanciosas reducciones de penas a los peores criminales; y, en los casos más extremos, la pura y simple puesta en libertad de sujetos tan repugnantes cuanto peligrosos. Pues repugnancia y peligro habrán de compartir con tales violadores quienes maquinaron una norma, cuyo efecto legal ha sido el más devastador que hayan sufrido las mujeres españolas en los últimos cuatro decenios. Que, después de una salvajada así, la señora Montero pueda mirarse al espejo sin caer fulminada por un relámpago de bochorno, da grima. Que Sánchez le permita seguir administrando el millonario presupuesto de su ministerio de compis jaraneras, es síntoma de que vivimos en un país enfermo. Muy enfermo.
La ley se reformará; no hay más remedio. Pero nadie se engañe: quienes, en estos meses, se han beneficiado de sus ventajas, guardarán ese privilegio para siempre. Un norma garantista universal exige que el reo pueda acogerse siempre a la legislación más favorable en caso de cambio legislativo: no es cuestionable. Y, cuanto más se tarde en reformar ese desbarre, más serán los beneficiados por el ‘solo sí es sí’ que pringa hoy a doña Irene Montero y a sus colegialas. Y más nauseabundo será el bochorno que pringará, junto a ellas, a su paternal presidente y a sus fraternos co-ministros.
No les importa. Ni al Tito Sánchez, ni a la Tita Montero. Seguirán cobrando sueldo a cambio de hacerle cisco la vida al ciudadano. Es su oficio. Y su destino.
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