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Armando Durán / Laberintos – Auge y caída de la democracia venezolana: La transición al chavismo (2 de 3)

 

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Hugo Chávez no pudo conquistar a cañonazos la Presidencia de Venezuela el 4 de febrero de 1992; lo logró años después, el domingo 6 de diciembre de 1998, pero a punta de votos. Una exitosa desviación táctica que le permitió cumplir la primera parte de sus sueños sin mayores sobresaltos, aunque con la imperiosa condición de someter temporalmente sus pasos a las incómodas formalidades constitucionales de lo que pronto comenzaría a ser el antiguo régimen. Consciente, y eso lo advirtió categóricamente en su discurso de toma de posesión dos meses más tarde, que a pesar de todas sus apariencias la política es la guerra por otros medios, y muy seguro por supuesto de que al final de esa obligada circunvalación “democrática”, alcanzaría el gran objetivo político y existencial de su larga historia de conspirador: el poder absoluto. Sin necesidad de recurrir al empleo de las armas. Un camino que pronto seguirían al pie de la letra sus compañeros de ruta en Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina.

Para poner en marcha este ambicioso proyecto Chávez contaba con un aliado formidable: la debilidad extrema y sin remedio de Acción Democrática, de Copei y de lo que quedaba en pie del Partido Comunista y los movimientos de la izquierda violenta derrotada militar y políticamente en los años sesenta. Unos partidos que a medida que se consolidaba la fórmula bipartidista en versión venezolana, habían ido perdiendo sus identidades ideológicas, víctimas del pragmatismo político y la prosperidad económica. Hasta que poco a poco los fundamentos teóricos de sus orígenes fueron cediendo terreno a las exigencias materiales del momento. Hicieron su aparición entonces los financistas que se necesitaban para transformar los aparatos partidistas en costosas maquinarias electorales; la corrupción asociada a estas gestiones minó los cimientos de la actividad política en todos sus niveles y la mayoría de sus protagonistas dejaron atrás los principios que habían alimentado sus luchas y terminaron convertidos en los mezquinos y ambiciosos actores de lo que en 1998 apenas era una patética comedia de enredos.

El efecto de estos sucesos fue la desaparición de la izquierda en todas sus modalidades y la suicida fragmentación Acción Democrática y Copei. Según dirían sus dirigentes después de aquel diciembre fatal, una vez ganadas las elecciones, Chávez enfiló toda la artillería del régimen naciente contra ellos y redujo sus partidos a escombros. Pura mentira, porque lo que en verdad ocurrió aquel día fue exactamente lo contrario. La autodestrucción de los partidos, proceso que se produjo mucho antes de ese evento electoral, fue lo que en verdad le abrió a Chávez de par en par las puertas del Palacio de Miraflores.

El capítulo final del drama lo habían escrito AD y Copei a cuatro manos. Copei había decidido jugarse su escaso futuro político apostándolo todo a la candidatura presidencial de Irene Sáez, solo porque la ex miss Universo de 1981 era joven, bella y popular. Por su parte, Acción Democrática, corroída internamente por la participación de sus jerarcas en la defenestración de Carlos Andrés Pérez en mayo de 1993, aceptó que su secretario general, Luis Alfaro Ucero, hombre del aparato desprovisto de popularidad que había representado un papel importante en la maniobra por llevar a Pérez a prisión, impusiera la suya. Disparates que no sirvieron de nada para frenar la avalancha chavista, pues poco antes de las elecciones todas las encuestas indicaban que ambas candidaturas estaban irreparablemente condenadas al más rotundo fracaso. Los mismos creadores de esas absurdas opciones electorales, desesperados, solo atinaron a reaccionar con otro disparate aún peor: tirar a Sáez y a Alfaro Ucero por la borda para arrojarse en brazos de Henrique Salas Romer, gobernador del estado Carabobo, candidato de Proyecto Venezuela, partido creado por él.

 

 

 

 

Henrique Salas Romer

 

Chávez había puesto el énfasis de su trepidante campaña electoral en la denuncia feroz de quienes habían gobernado Venezuela desde hacía cuarenta años y no desaprovechó la oportunidad que le brindaba este nuevo mal paso de sus adversarios. Tanto, que pocas semanas después, el 2 de febrero de 1999, en ocasión de asumir la Presidencia en sesión solemne del Congreso de la República, al jurar el cargo le imprimió un giro asombroso a la fórmula protocolar: “Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo sobre esta moribunda Constitución, que impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro.” Todo un programa de gobierno revolucionario resumido en apenas tres líneas explosivas difundidas a los cuatro vientos ante los extraviados parlamentarios de la oposición. Inmediatamente después, Chávez puso en marcha su plan para convocar una Asamblea Nacional Constituyente, a pesar de que la Constitución de 1961, “moribunda” pero todavía vigente, solo contemplaba la posibilidad de enmendar puntualmente algunos aspectos del texto constitucional o reformar aspectos más substanciales de su contenido. Sin embargo, el día siguiente de su toma de posesión, Chávez firmó un decreto convocando un referéndum consultivo para preguntarle a los electores si estaban de acuerdo en convocar una “Asamblea Nacional Constituyente con el propósito de transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico que permita el funcionamiento efectivo de una Democracia Social y Participativa.”

El decreto y la pregunta fueron objeto de innumerables recursos ante la Corte Suprema de Justicia, pero todas las respuestas del máximo tribunal del país resultaron excesivamente ambiguas y el gobierno, invocando un presunto “poder originario del pueblo”, sin intentar siquiera reformar primero la Constitución, solicitó del Consejo Nacional Electoral fijar la fecha del 25 de abril para celebrar el referéndum. Los partidos no chavistas, que hacían mayoría en el Senado y en la Cámara de Diputados, guardaron un muy discreto silencio frente a lo que en definitiva fue un decisivo punto de inflexión en el proceso político venezolano, y el día de la votación, con una abstención de 62,2 por ciento de los electores, el “sí” obtuvo más de 92 por ciento de los votos emitidos. Sin pérdida de tiempo, el CNE convocó para el 25 de julio elecciones para elegir a los miembros de la ANC y ese día, gracias a ciertas argucias aritmético-electorales, el Polo Patriótico de Chávez, con 65 por ciento de los votos, obtuvo 125 de los 131 escaños de la Asamblea.

Tampoco ante este desafuero los viejos y agonizantes partidos de la oposición movieron un solo dedo para impedirlo. Ni siquiera lo hicieron después, cuando las autoridades chavistas que ahora controlaban la ANC disolvieron las dos cámaras del Congreso de la República, electas democráticamente en diciembre, y asumieron sus funciones y, por supuesto, las de todos los poderes públicos. Comenzaba así Chávez a imponer su voluntad, y quedó claro, antes incluso de disponer de un nuevo ordenamiento jurídico redactado a las medidas exactas de su proyecto político, que de ahora en adelante podría gobernar como si, en efecto, su intentona golpista del 4 de febrero hubiera triunfado.

Para llegar a ese punto solo le faltaba dar dos pasos adicionales. El primero, revalidar su triunfo electoral con una nueva elección presidencial, ahora no por 5 años, como señalaba la sepultada Constitución de 1961, sino por los 6 años que establece la nueva constitución, con derecho, otra de las novedades, a ser reelegido indefinidamente. El segundo paso, una vez reelecto en elecciones generales del año 2000 para un “segundo periodo presidencial”, fue la sustitución del antiguo Congreso bicameral por una Asamblea Nacional, que muy pronto, con el voto favorable hasta de los diputados de la oposición, lo autorizarían para gobernar por decreto durante un año.

De este modo tranquilo, sin violencia física, se iniciaba por esos días, como veremos el próximo viernes en la tercera y última entrega de estas reflexiones, la caída de la democracia venezolana. Con la expresa colaboración, vigente hasta el día de hoy, de una buena parte de la presunta oposición antichavista.

 

 

 

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