Llevo una temporada leyendo mucho sobre la extinta Unión Soviética. Después de libros bastante aterradores como las biografías de Stalin y Beria o Los que susurran, de Orlando Figes, que habla de la vida cotidiana en tiempos de Stalin, he virado levemente de rumbo. Ahora me intereso por los europeos, muchos de ellos célebres, que se dejaron fascinar por ese novedoso proyecto de paraíso terrenal y acabaron viviendo en él solo para descubrir que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Entre todos los náufragos de tan fallido sueño, cabe destacar a Kim Philby. Él fue el verdadero Tercer Hombre, el más famoso integrante de Los Cinco de Cambridge, esos elegantísimos espías educados en las mejores escuelas y universidades británicas que, para bochorno de sus servicios secretos, resultó que trabajaban para los rusos. Después de caminar durante lustros por el filo de la navaja sin ser descubierto, su suerte cambió un mal día y no le quedó más remedio que desertar y refugiarse en Moscú, donde vivió hasta su muerte. Allí lo esperaban veinticinco años de encierro en lo que él llamaba «mi isla en el sexto piso», un modesto apartamento de la calle Trekhprundy en el que, en compañía de Rufina Pukhova, su cuarta esposa (que, por cierto, varias veces tuvo que rescatarlo de las garras de la depresión y el suicidio), llevó una vida retirada. A pesar de hablar correctamente varias lenguas, nunca llegó a dominar el ruso, que chapurreaba con un acento atroz y un muy británico y elitista tartamudeo. Oía cada mañana las noticias de la BBC mientras desayunaba té y tostadas con mermelada de naranja amarga; después se calaba bien su chapka y se dirigía a la oficina de correos más próxima, donde recogía su correspondencia y los ejemplares de The Times que su familia le enviaba desde Londres. Hacia las cinco, después de otro británico té, caía en brazos de su viejo camarada, Johnnie Walker, lo que le permitía olvidar que sus colegas de la KGB, después de recibirlo como un héroe nacional, lo olvidaron «detrás de la puerta, como se olvida una escoba vieja y ya inservible», según expresión de uno de sus biógrafos. Aun así, cada 23 de enero organizaba una pequeña fiesta para celebrar el aniversario de su llegada a Rusia, a la que llamaba su «verdadera patria», y jamás, ni en sus memorias ni tampoco ante sus más allegados, incluida Rufina Pukhova, se permitió una palabra de reproche respecto a su situación, tampoco de crítica sobre lo que veía a su alrededor: el más que evidente fracaso del paraíso soviético. Si les cuento todo esto es por una escena que recoge Rufina Philby en sus memorias. El reencuentro de Kim con uno de sus más viejos y queridos amigos, el escritor y exespía Graham Greene. Como se sabe, toda la obra de Greene está marcada por una religiosidad que, lejos de ser fácil, lo atormentó y llenó de dudas, dudas que él intentó disipar con la escritura de sus novelas. El encuentro de Greene con Philby, en los años ochenta en plena perestroika, recuerda mucho una escena de El tercer hombre, esa en la que Joseph Cotten y Orson Welles, subidos a una noria, reflexionan sobre sus creencias y los límites de la acción moral. Solo que en este caso, en vez de ser dos jóvenes –uno íntegro (Cotten) y el otro cínico (Welles)– quienes reflexionan, son dos viejos abrumados por mil dudas, mil desencantos. Philby, por la causa comunista a la que sacrificó su vida; Greene, por su eterna búsqueda de un Dios, que, según propia expresión, se le escurría siempre entre los dedos. Al reencontrarse al cabo de treinta y cinco años, Philby lo recibió con un: «Por favor, no me hagas preguntas». «Por supuesto que no. Solo te iba a preguntar qué tal tu ruso», le respondió, muy británicamente, Greene. Después se pusieron a hablar de las virtudes del vodka y de otras amenidades hasta que Greene se despidió con esta frase: «Sabes, Philby, compartir un sentido de duda acerca más a los hombres que compartir una fe». Jamás volvieron a verse y cada uno continuó fiel a sus dudas, pero sin hablar jamás de ellas con nadie. Tal vez para hacer verdad esa frase según la cual las personas simples están llenas de certezas, mientras que las más interesantes aprenden a vivir con sus contradicciones. Aunque sepan que son irresolubles.