Ustedes perdonen que insista en temas de los que les he hablado en artículos anteriores, pero el mundo está tan loco que no paro de preguntarme cómo demonios hemos llegado hasta aquí. En los Estados Unidos, por ejemplo, para su próximo mandarinato, Trump ha anunciado ya su elección de cargos relevantes: el fichaje de Elon Musk, que, amén de otras tranquilizadoras propuestas, asegura que hará temblar el sistema «adelgazando drásticamente» la Administración; Robert Kennedy Junior, notorio adalid de los antivacunas, estará al frente de la cartera de Sanidad; Linda McMahon, exdirectiva de los espectáculos de lucha libre, será la próxima ministra de Educación; Tulsie Gabbard, admiradora de Putin, se situará al frente de los servicios de Inteligencia; como secretario de Estado, Marco Rubio, hijo de emigrantes, auspiciará deportaciones masivas; mientras que Pete Hegseth, presentador de la cadena Fox que opina que el Ejército es cosa de hombres blancos, se encargará del Pentágono…
Ni la cultura ni la formación ni la inteligencia vacunan contra populismos y bulos. La explicación hay que buscarla en otra parte
Con este plantel al frente del país más poderoso del planeta, y tal como titulaba hace poco el semanario The Economist, ¿qué puede salir mal? La sensación de estar gobernados por orates –o irresponsables, o directamente por felones– no se circunscribe solo a los Estados Unidos, no hay más que mirar a nuestro alrededor. Pero lo más asombroso del caso, lo más tenebroso, es que ni siquiera podemos argumentar que estos individuos sin escrúpulos han llegado al poder de modo violento o fraudulento, como ocurrió en otros momentos de la historia. Lo han hecho por votación popular, lo que es tanto como decir que es la ciudadanía quien demanda, aplaude y sacraliza este tipo de liderazgo. Y ahora viene la reflexión más alarmante de todas, a mi modo de ver.
Hasta el momento, para explicar por qué la gente se comporta de modo irracional y vota en contra de sus intereses, se ha recurrido a un argumento en apariencia inapelable. Se atribuye a que la gente es inculta. A que le falta formación, de modo que siempre se ha señalado como solución el poner el énfasis en la educación. Así, se decía, y aún se dice, cuando en el mundo se haya erradicado el analfabetismo, cuando todos tengan acceso a las fuentes de información, a los libros, a los periódicos más serios e enjundiosos, se acabará la sinrazón.
Bien, pues estos son los datos: en los Estados Unidos la tasa de alfabetización es del 93 por ciento. En España la cifra es del 98,5, mientras que en Europa roza el 99. Por su parte, el porcentaje de españoles que leen libros es del 68 por ciento, siendo aún más alto entre los jóvenes. Además, Internet es una infinita Biblioteca de Alejandría a la que cualquiera tiene acceso y que en menos de dos segundos puede resolver todas nuestras dudas, desde cuál es la raíz cuadrada de 4.574.899 hasta qué desayunó Napoleón la mañana de la batalla de Waterloo.
Es posible argumentar que tal sobredosis de información causa desinformación. También puede decirse que, a pesar de que nunca ha habido tantas personas alfabetizadas en el mundo, crece el número de individuos con insuficiente compresión lectora. Todo esto es verdad, pero no explica por qué gente formada y culta cree trolas inverosímiles. Para muestra, un botón: el antes mencionado Robert Kennedy Jr. pertenece a la élite de las élites, ha estudiado en Harvard y es autor de más de diez libros, y sin embargo está convencido, contra toda evidencia científica, de que las vacunas provocan autismo. Eso me hace pensar que estamos errando el diagnóstico. No. Ni la cultura ni la formación, ni siquiera la inteligencia, vacunan contra bulos, populismos y falacias. La explicación hay, por tanto, que buscarla en otra parte. Las causas son diversas, pero se me ocurre una.
No es la educación ni tampoco la cultura las que otorgan herramientas contra la sinrazón, son los valores y el sentido común, que no es atributo de sabios ni de ricos, sino acervo de todos. El mundo actual ha desechado los valores que regían hasta ahora. En no pocos casos lo han hecho con motivo, puesto que algunos han quedado obsoletos. Pero ha olvidado sustituirlos por otros. Y los valores, ese arcaico concepto que huele tanto a naftalina, son la piedra angular sobre la que está construida toda civilización. Sin ese acervo común, el edificio se viene abajo. Y es precisamente en ese río revuelto de gente descriteriada que cree estar reinventando la rueda donde pescan –y con gran aprovechamiento– los orates que ahora nos gobiernan.