Demagogia directa
No hay amenaza mayor que la de una idea alejada de la realidad, y, este desfase, para la democracia tiene siempre consecuencias nefastas. Ya lo advertían Lowenstein y Friedrich, en el periodo de reconstrucción democrática iniciado tras la segunda guerra mundial: “no es en la solidez teórica y en la validez moral de sus argumentos, sino en la práctica efectiva de sus realizaciones y manifestaciones históricas concretas, donde la democracia se pone a prueba consigo misma”.
Cuando se reduce la democracia al procedimiento de toma de decisiones a través del voto, la política se queda sin escenarios reales. Los muros formados por los valores y principios democráticos, los que protegen a la democracia, se disuelven en un sistema de ficciones y alegorías.
La sociedad cifra en el relativismo sus esperanzas de supervivencia y la democracia empieza su propio camino de autodestrucción. El deseo de reconocimiento vuelve a tomar el timón de la historia y la democracia se vuelve narcisista, democracia de selfie, donde los sondeos comparten inestabilidad con los afectos, y la propia imagen se convierte en motor y medida última de todo comportamiento. La política pasa de gestionar la realidad a simplificarla, sin entender que problemas complejos requieren soluciones complejas, aunque no quepan en un tuit.
Se empieza enfrentando a los de “arriba” con los de “abajo”. Cuando este discurso se agota, se pasa a distinguir entre populistas de izquierdas y populistas de derechas… y, al final, hace falta muy poco para terminar por echarle la culpa a la democracia. Hace no tantos años, Juan Linz señalaba cómo la democracia se había convertido en la única alternativa, pero al monopolio de la democracia liberal le ha pasado lo que al resto de las profecias del fin de la historia de Fukuyama, y el totalitarismo populista vuelve a llamar a la puerta, no basta con mirar hacia otro lado.