Democracia y PolíticaDictaduraViolencia

El mundo al límite: la fragilidad del poder en tiempos de crisis

La crisis (geo)política del siglo XXl - Analitica.com

 

Vivimos un momento límite. Los pilares del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial se tambalean. Las promesas de paz duradera, democracia extendida y estabilidad económica global se desvanecen, mientras nuevas guerras estallan, las crisis políticas se agudizan y los desafíos económicos golpean por igual a las naciones del Norte y del Sur.

Estados Unidos, durante décadas garante del orden liberal internacional, enfrenta una crisis interna profunda que erosiona también su liderazgo externo. Antes, las guerras eran excepcionales; hoy se propagan como incendios, difíciles de contener y cargados de consecuencias globales.

La invasión rusa a Ucrania se ha transformado en una guerra de desgaste que no solo ha roto las relaciones entre Moscú y Occidente, sino que ha acelerado un viraje geopolítico: el bloque euroatlántico pierde gravitación frente al ascenso de potencias no occidentales. Esta guerra pone a prueba la resiliencia de la OTAN y la voluntad política de Europa para sostener conflictos prolongados, en un mundo que ya no responde a los mismos equilibrios.

En Medio Oriente, la ofensiva israelí sobre Gaza, sumada al riesgo de una confrontación directa con Irán y sus aliados regionales (como Hezbolá en el Líbano o los hutíes en Yemen), mantiene a la región al borde del colapso. No es solo una nueva guerra: es el retrato del fracaso diplomático global, de la parálisis moral y del deterioro de los principios más elementales de humanidad.

La reciente escalada, con bombardeos israelíes en territorio iraní como respuesta a ataques previos, marca un punto de inflexión. Por primera vez en décadas, Israel e Irán se enfrentan abiertamente, dejando atrás las guerras por intermediarios para entrar en una dinámica de confrontación directa entre dos potencias regionales ancladas en posiciones irreconciliables.

Irán, asfixiado por sanciones y conflictos internos, responde a través de una red de aliados en el Líbano, Siria, Irak o el mar Rojo. Israel, diplomáticamente aislado, pero con el respaldo tácito de ciertos aliados, actúa con una lógica militar sin demasiados frenos. El riesgo de un conflicto que se extienda a toda la región, involucrando a Arabia Saudita, Turquía o incluso Estados Unidos, ya no es una hipótesis lejana: es una amenaza inmediata.

La inacción del sistema internacional, sumada a la ausencia de mecanismos de negociación creíbles, agrava el escenario. Naciones Unidas, reducida a una figura simbólica, observa impotente. Sin canales reales de diálogo que incluyan a todos los actores, la violencia podría expandirse más allá del Medio Oriente, afectando rutas comerciales, flujos energéticos y redes de alianzas en un entorno cada vez más inestable.

Este conflicto regional no es un hecho aislado: es el síntoma más crudo del agotamiento del orden internacional construido tras 1945, basado en reglas compartidas, instituciones fuertes y balances de poder. El choque entre Israel e Irán refleja el fracaso de la diplomacia y la falta de liderazgo global. Si no se retoman caminos políticos, corremos el riesgo de entrar en una nueva era de guerras abiertas y crisis sin salida.

Mientras Medio Oriente avanza hacia una fase crítica, otras regiones del mundo también presentan señales de alarma. En Asia, la tensión entre China y Taiwán aumenta en paralelo con una carrera armamentista estimulada por Estados Unidos y sus aliados. El continente asiático se convierte, poco a poco, en el nuevo tablero de una Guerra Fría tecnológica y militar. Si fallan las vías diplomáticas, un conflicto abierto ya no es impensable.

África tampoco escapa a la lógica de confrontación. La sucesión de golpes de Estado, el repliegue de potencias occidentales y la creciente injerencia rusa, a menudo a través de grupos paramilitares como los antiguos mercenarios del grupo Wagner, revelan un continente convertido en campo de disputa, donde se entrelazan la fragilidad institucional, la competencia geoestratégica y el expolio de recursos naturales. África vuelve a ser vista no como protagonista, sino como escenario.

En este contexto, la política global se encuentra profundamente fragmentada. A pesar de que la mayoría de los países se consideran democráticos, estas democracias atraviesan una grave crisis de confianza. Los discursos autoritarios y populistas crecen al calor del miedo, el desencanto y la desinformación. Los pilares del sistema democrático, la verdad compartida, el debate razonado, la confianza institucional se erosiona peligrosamente.

Estados Unidos, símbolo durante décadas de estabilidad y liderazgo democrático, hoy libra una guerra interna de carácter ideológico, legal y cultural. El retorno del trumpismo, con su discurso antiliberal, antiinmigrante y ultranacionalista, amenaza con institucionalizar la erosión de los contrapesos y con debilitar aún más la credibilidad de la democracia estadounidense como modelo global.

En Europa, la extrema derecha gana terreno. El cansancio ante la migración, el miedo al islamismo radical, la inflación persistente y el agotamiento de los partidos tradicionales han generado un ambiente fértil para propuestas excluyentes y autoritarias. 

En América Latina, los gobiernos, tanto de izquierda como de derecha, se ven atrapados en un ciclo de promesas incumplidas y soluciones superficiales. La ciudadanía, harta, pierde la fe en la democracia y en la política tradicional, lo que deja espacio para alternativas radicales.

El centro político, esencial para el pacto democrático, se debilita en todos los continentes. Lo que emerge es una política de extremos: discursos que simplifican la complejidad, liderazgos mesiánicos, lógicas de confrontación. El resultado es una democracia en tensión, al borde del colapso funcional en muchos lugares.

El escenario económico global no es menos preocupante. Tras el impacto de la pandemia, la guerra en Ucrania y la interrupción prolongada de las cadenas de suministro, el mundo enfrenta un periodo de alta inflación, tasas de interés elevadas y creciente desigualdad. Esta situación afecta de forma especialmente grave a los países más endeudados del Sur global, que ahora pagan un precio desproporcionado por crisis que no generaron.

El proteccionismo, que parecía haber quedado atrás, regresa disfrazado de “seguridad nacional” o “soberanía tecnológica”. La competencia entre Estados Unidos y China por el dominio en sectores estratégicos, como los semiconductores, la inteligencia artificial o las redes 5G, no solo es una pugna comercial, sino una lucha por el control de las reglas del futuro. Las sanciones mutuas, los bloqueos tecnológicos y las guerras arancelarias dibujan una nueva arquitectura global donde la cooperación cede terreno a la desconfianza.

Por su parte, La Organización Mundial del Comercio, que alguna vez fue símbolo del esfuerzo colectivo por construir un orden comercial justo y predecible, hoy se encuentra prácticamente paralizada. Desde hace años, su órgano encargado de resolver disputas, el Órgano de Apelación, ha quedado inoperante por el bloqueo político, principalmente por parte de Estados Unidos. 

Esta inacción, que coincide con el recrudecimiento de la guerra comercial entre Washington y Pekín, ha dejado al sistema sin una instancia confiable para dirimir conflictos. Como consecuencia, proliferan las decisiones unilaterales, las represalias y las zonas grises legales, afectando especialmente a los países más vulnerables, que dependen de reglas claras para poder participar en el comercio global.

Esta parálisis no es una simple falla técnica o temporal. Tiene un impacto real sobre millones de personas cuyas vidas están vinculadas a cadenas globales de producción y comercio. Cuando las reglas dejan de aplicarse o se aplican sólo para algunos, aumentan la desigualdad, la desconfianza y la sensación de que el juego está amañado. Se reduce la cooperación, se fragmentan los mercados y cada país comienza a buscar su propia estrategia de supervivencia. Los pequeños productores, los trabajadores que dependen del comercio exterior, e incluso los consumidores, pagan el precio de un sistema que ya no garantiza equidad ni estabilidad.

Pero lo más preocupante es que esta crisis de la OMC no está sola. Forma parte de un fenómeno más amplio: el agotamiento de las instituciones internacionales que fueron creadas en otro tiempo y con otra lógica. Al igual que ocurre con la ONU, el FMI. Asistimos a un momento en el que la gobernanza global parece estancada, desfasada respecto a los desafíos del presente. La parálisis de la OMC es solo un capítulo más de esta historia más grande: la de un mundo que aún no logra encontrar nuevas formas de cooperar en medio de una creciente rivalidad, incertidumbre y urgencia compartida.

Así mismo, la tan mencionada transición energética, lejos de ser un proceso ordenado y justo, ha generado nuevas formas de dependencia. El litio, el cobalto y las tierras raras han reemplazado al petróleo como bienes estratégicos. Sin embargo, la extracción, refinación y comercialización de estos minerales están dominadas por unos pocos países, en particular China, lo que reconfigura las asimetrías globales y perpetúa relaciones de subordinación, muchas veces disfrazadas de “acuerdos verdes”.

Así, viejas lógicas coloniales resurgen bajo nuevas formas. Las promesas de una economía sostenible, interconectada y equitativa se ven eclipsadas por la realidad de una geopolítica de recursos que sigue sacrificando a las naciones más vulnerables.

Mientras tanto, la principal potencia del siglo XX atraviesa un punto crítico. Estados Unidos enfrenta una combinación explosiva: deuda pública creciente, crisis sanitaria no resuelta, violencia armada persistente, racismo estructural, desconfianza en los medios y un sistema educativo fragmentado. Todo esto genera una tormenta perfecta que amenaza no solo su estabilidad interna, sino también su capacidad de influir en el escenario internacional.

La imagen de “líder del mundo libre” se difumina. En su lugar, aparece una potencia fatigada, dividida y cada vez más imprevisible. Su retirada caótica de Afganistán, su ambivalencia frente a la guerra en Gaza y su falta de compromiso sostenido con Ucrania reflejan no solo un cambio de prioridades, sino una pérdida de voluntad política. Ya no hay una narrativa clara sobre su papel en el mundo.

Pero el peligro no radica solamente en que Estados Unidos pierda poder. El verdadero riesgo es que ese declive ocurra de forma desordenada, sin una transición coordinada. Un colapso institucional en Estados Unidos podría arrastrar consigo a las principales instituciones multilaterales, al dólar como moneda de reserva y a las alianzas tradicionales que garantizaban cierta estabilidad global. 

El vacío que dejaría no sería necesariamente ocupado por otro actor responsable, sino que podría dar paso a una fragmentación aún mayor.

Frente a la pérdida de protagonismo estadounidense, surge una pregunta inevitable: ¿estamos ante el nacimiento de un nuevo orden mundial o frente al colapso de un sistema sin reemplazo?

La actual multipolaridad no se sostiene en acuerdos ni reglas compartidas, sino en una competencia constante entre potencias que priorizan sus intereses nacionales por encima del bien común. China, Rusia, India, Turquía, Irán y otras naciones buscan expandir su influencia, pero lo hacen desde modelos de poder incompatibles entre sí y con escasa voluntad de articulación. Lo que se perfila no es un nuevo equilibrio, sino una geometría cambiante, frágil y peligrosa.

Al mismo tiempo, se reabre el debate sobre el destino de la globalización. Les pregunto: ¿Estamos presenciando un proceso de “desglobalización”, marcado por nuevas fronteras tecnológicas, culturales y comerciales? o ¿se trata más bien de una transformación profunda hacia un sistema de interdependencias menos centrado en Occidente?

Este cambio de época ocurre mientras el planeta enfrenta desafíos comunes de enorme magnitud: el cambio climático, las migraciones masivas y la revolución digital. Estos fenómenos requieren cooperación internacional y respuestas colectivas. Pero en un mundo crecientemente fragmentado y desconfiado, cada uno de estos retos choca con lógicas nacionalistas y cortoplacistas. Los espacios de gobernanza común, desde las conferencias climáticas hasta las instituciones multilaterales, están deslegitimados o paralizados.

En este contexto, el viejo contrato social, tanto dentro de los países como entre ellos, se ha roto. Las reglas no se cumplen, los liderazgos se erosionan, los ciudadanos desconfían. La gran incógnita es si los gobiernos y las sociedades serán capaces de construir un nuevo contrato antes de que las crisis actuales se tornen irreversibles. No solo está en juego el liderazgo global; lo que se discute es si todavía es posible construir un mundo donde el conflicto no sea la norma y donde valores como los derechos humanos, la democracia y la solidaridad sigan teniendo algún sentido práctico.

La pregunta clave no es solo qué ocurrirá si Estados Unidos se debilita, sino qué tipo de mundo quedará en su lugar. ¿Emergerá un orden más justo, diverso y regionalizado, o caeremos en una especie de jungla global, sin reglas, donde cada potencia impone su ley y los más débiles quedan atrapados en medio?

La magnitud del cambio en curso es tal que ya no se trata únicamente de una reconfiguración del poder mundial, sino de una crisis de civilización. Estamos viendo cómo se deshilacha el entramado que durante décadas sostuvo una relativa estabilidad: el multilateralismo, los acuerdos colectivos, los valores universales. Si bien ese orden estuvo lejos de ser perfecto, con exclusiones, abusos y contradicciones, su descomposición acelerada no garantiza nada mejor. Al contrario, puede abrir paso a un escenario aún más incierto y violento.

En Medio Oriente, la retirada progresiva de Estados Unidos deja tras de sí un vacío que otras potencias, Turquía, Irán, Israel, ya están disputando. Cada una con sus agendas, sus intereses y sus conflictos latentes. El tablero se vuelve más inestable. Turquía, aunque aún aliada de Occidente, busca afirmarse como potencia regional autónoma. Irán antes del enfrentamiento directo con Israel, trataba de expandir su red de influencia en un entorno favorable a su modelo de resistencia. Israel, sin el paraguas diplomático y armamentista estadounidense, podría actuar con más agresividad y menos límites, profundizando un conflicto con capacidad de arrastrar a toda la región.

En Europa, el debilitamiento del respaldo estadounidense revive viejos fantasmas. La idea de una “autonomía estratégica” gana fuerza, pero enfrenta obstáculos internos: la fragmentación política, la falta de liderazgo común y el resurgimiento de los nacionalismos. Sin Estados Unidos como garante de seguridad, Europa podría dividirse más, y su peso geopolítico seguiría disminuyendo.

En América Latina, la pérdida de influencia de Washington no implica un fortalecimiento de las capacidades regionales. La región continúa atrapada entre modelos agotados, dependencia tecnológica y fragilidad institucional. Sin integración efectiva ni visión común, corre el riesgo de quedar fuera de las grandes conversaciones estratégicas del siglo XXI.

Mientras tanto, las potencias emergentes, aunque ambiciosas, no parecen dispuestas a ofrecer una alternativa ordenadora. China promueve una visión de liderazgo global basada en el control tecnológico y la eficiencia estatal, pero sin apertura política. Rusia busca recuperar influencia, pero lo hace desde el conflicto y la confrontación. India crece, pero sigue centrada en su propia consolidación. El resultado es un vacío: hay muchas potencias, pero poco liderazgo genuino.

Estamos ante un momento decisivo. No es simplemente el fin de una era dominada por Estados Unidos: es un punto de inflexión que nos obliga a repensar la arquitectura del poder mundial, el papel del Estado, el valor de la democracia y la posibilidad de una gobernanza compartida.

El colapso del antiguo orden, con sus instituciones, sus lógicas y sus líderes, no garantiza la emergencia de uno nuevo. Puede llevarnos, por el contrario, a una fase de anarquía global, marcada por conflictos regionales sin freno, economías desconectadas, exclusiones tecnológicas y catástrofes medioambientales.

Pero también hay otra posibilidad. Esta crisis puede ser una oportunidad para imaginar un sistema internacional más equitativo, más plural, menos dominado por una única visión del mundo. Un orden que no sea hegemonía, sino red. Donde el poder no se concentre, sino que se distribuya con responsabilidad. Donde la cooperación no sea ingenua, pero sí imprescindible.

Para eso, hará falta voluntad política, imaginación estratégica y, sobre todo, una ciudadanía global consciente y activa. Las crisis no nos condenan: nos interpelan. Nos invitan a decidir si queremos repetir los errores del pasado o atrevernos a escribir una nueva historia.

Porque lo que está en juego no es solo quién manda en el planeta, sino si aún podemos construir un mundo donde la dignidad, la paz y la justicia sigan siendo posibles y vaya más allá de una expresión de deseos.

Luis Velásquez

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba