“América Latina es un lugar impuro y la búsqueda de la pureza ha sido su perdición”, declaró hace poco a EL PAÍS, Carlos Granés, admirable pensador colombiano.
Granés es autor de Deliro Americano, libro llamado a ser uno de nuestros clásicos del siglo XXI. Es lectura urgente para todos en nuestra región porque es un poderoso antídoto contra los mitos revolucionarios y la posverdad populista.
Se me ocurre pensar que una de las impurezas señaladas por Granés, felizmente adquirida gracias a nuestras porosas culturas de frontera, es el béisbol que comenzó a jugarse en Cuba al mismo tiempo que la Guerra de los Diez Años (1868-1878), también llamada Guerra Grande, la dura tentativa independentista encabezada por Carlos Manuel de Céspedes, prócer y mártir.
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
En tiempos coloniales, jugar al béisbol en Cuba llegó a ser lo que un académico progresista llamaría hoy “una forma de resistencia”: las autoridades españolas, en efecto, no vieron más camino que prohibirlo de manera expresa y castigar duramente su práctica.
Ocurría que los mambises se negaban a ponerse de pie en las corridas de toros en señal de respeto a las autoridades españolas. Optaron, indóciles, por el béisbol, practicado clandestinamente. ¿Por qué?
Porque veían en él la figuración deportiva–¿“performática”, diría quizá el mismo profesor progre?— de algo muy digno de emular por quienes no querían ser ya más súbditos de una monarquía anacrónica y corrupta: una república democrática que acaba de emancipar a su población esclava librando para ello una crudelísima guerra civil.
Veían, desde luego, la patria de los incipientes grandes trusts industriales, de las segregacionistas leyes de Jim Crow y del imperialismo, sí, pero también la patria de Lincoln y Whitman y de Frederick Douglass, el hombre que escapó de la esclavitud para hacerse orador y escritor abolicionista hasta llegar a ser hombre de Estado.
Era una nación cuya pujanza y originalidad maravilló a José Martí, gran mambí de los mambises que vivió en el monstruo y conoció sus entrañas, ciertamente, pero que, además de su honda de David, tenía botas de siete leguas y ojos para ver y lengua para preguntar y por eso supo contarnos por igual los buenos y los malos Estados Unidos de aquella era.
“Yo esculpiría en pórfido las estatuas de los hombres que fraguaron la Constitución de los Estados Unidos”, dejó escrito el gran admirador de Whitman. En el proceso, creó, pensando en sus miles de lectores de toda la América española, un género nuevo: la crónica periodística, honda y de alcance continental, que aún inspira a lo mejor de la inteligencia latinoamericana.
Mark Twain hace que un yanqui de Connecticut explique las reglas del béisbol a un caballero de la Tabla Redonda del rey Artús y el efecto cómico es deslumbrante.
Sin embargo, me pregunto qué no habría logrado Martí, que supo contarnos ejemplarmente el proceso de los siete anarquistas de Chicago, las andanzas del bandido Jesse James, la fundación de un pueblo en territorio indio y un día de elecciones presidenciales en Coney Island, puesto a explicar las reglas del béisbol a sus lectores de La Nación de Buenos Aires en 1881.
La historia de cómo se diseminó la práctica del béisbol por toda la Cuenca de Caribe, dotándonos de una lengua franca, el “beisbolés”, llenaría volúmenes de intrahistoria regional. A mi patria chica lo llevaron desde Baltimore unas buenas personas caraqueñas, gente de posibles y de ideas liberales, hacia 1895.
A comienzos del siglo XX, se jugaba ya en todo el país la variante feral del juego que los venezolanos llamamos “caimanera”. De modo que no fue cosa del cuerpo de marines yanqui ni de las compañías petroleras sino, lo digo tomando prestada la idea de Granés, obra de nuestra latinoamericana propensión a la impureza cultural.
En mis sueños, esa “borrosa patria de los muertos”, voy a menudo al Stadium Universitario, durante décadas el único parque de béisbol caraqueño digno de ese nombre.
No voy solo, voy con mi primo, el difunto Efraín Espinoza, que escribe de deportes para Venezuela Gráfica, es domingo, tengo 15 años y se juega un partido entre Leones del Caracas y Tiburones de La Guaira. Como es un sueño recurrente, el invariable lanzador de mis Leones es el gran Luis Tiant.
En Caracas se ha inaugurado hace pocos días un parque de béisbol monumental al que los pedantes del régimen estuvieron a punto de bautizar Stadium Hugo Chávez. Ante la protesta universal por tan grosera desmesura se decidieron por otra desmesura: Stadium Simón Bolívar, aunque todos lo llamen ya por el sitio donde lo construyeron, La Rinconada.
Allí se juega en estos momentos la Serie del Caribe: compiten República Dominicana, México, Puerto Rico, Cuba, Colombia, Curazao y Panamá, además del país anfitrión. Caben, me cuentan, 38.000 espectadores bien sentados. La final se juega el próximo viernes 10, a las 19.30 horas locales.
Me late que será entre México y Dominicana; mi favorito en México; Rodolfo Amador, tercer cojín de Los Mochis, ha causado sensación, cuentan los panas del WhatsApp.
No he pisado un parque de béisbol aromado de caraqueñas glamorosas y conocedoras del juego, de cerveza y pinchos de solomo desde hace trece años. América Latina es un lugar impuro. Y el exilio, escribe Saint-John Perse, es un lugar flagrante y nulo.