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Jonathan Swift y la falsedad de lo público

Injustamente recordado sólo como autor infantil por ‘Los viajes de Gulliver’, entre otros, ya en el siglo XVIII el narrador irlandés Jonathan Swift hablaba sobre la mendacidad de políticos y seguidores. Su pluma es muestra de que el humor, en el caso de la sátira, instruye más que lo solemne.

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Jonathan Swift (Dublín 1667-1745) gustaba de ver lo risible incluso en lo trágico. Mostrar lo caricaturesco de una persona o situación sirve más para su comprensión que si el objeto a estudio se tratara con solemnidad. “El arte de la mentira política” es ejemplo de ello. Establecer que mentir puede ser un arte es un contrasentido. Quizás el burócrata mendaz deba hacer uso de dotes histriónicas para presentar datos falsos como reales, pero de ahí a establecer que quien altera la verdad hace una obra artística en sí misma, es una burla propia del estilo de Swift.

Parte del divertimento de la obra es buscar en la falacia un esquema sistémico, como si los políticos mentirosos formaran parte de un proyecto organizado, así presentado para facilitar la comprensión de quienes engañan a los gobernados. Swift establece una tipología y disecciona el alcance y formas de los falaces públicos. Y es que, refiere, el alma humana tiene una proclividad a la malicia: nos gusta constatar que hay personas peores que nosotros mismos y la mentira es un medio para identificar a esos usuarios de la falsedad.

En materia política, hoy podemos decir que debería ser pernicioso para el personaje que miente (¿quién confiaría en una persona demostrada como mentirosa?), pero Swift busca encontrar el sentido de mentir. Una opción es que el político fantasea con total dolo para beneficio social. La mendacidad es vista como un medio para lograr que la sociedad y el político se beneficien igualmente. Son “falsedades saludables para un buen fin”. De entrada, para ver el alcance de las mentiras, el autor propone un método para cuantificar el alcance económico de cada farsa. Y es que lo monetario es un lenguaje general, porque la concepción de lo “bueno” siempre está referenciado a la intención del “artista de la mentira” sobre qué conviene a la sociedad. Engañar no le importa al político que se visualiza como un benefactor que usa los embustes como podría usar cualquier otra herramienta.

Para distinguir este aspecto, el autor adjudica a “lo bueno” que debe ser útil, agradable y honorable. Y las mentiras que “servirán” a esa sociedad que las recibe, suelen tener parte de esas características. Que el falsario obtenga satisfacción en mentir, es otra parte del fenómeno.

Con sorna soterrada, el texto establece que si bien la ciudadanía tiene derecho a la verdad “privada” (“necesita que sus vecinos le digan de sus asuntos particulares”) y a la verdad “económica” (que no lo engañen sus familiares y criados), no tiene derecho a la verdad “política”, esencialmente porque las capacidades cognitivas de la población son variadas, dependen de los títulos, los cargos y hasta de los oficios. Como una población de niños, incapaces de comprender e interesarse en lo político. En época de campañas se logra el mismo efecto, pero por la vía de la saturación: después de escuchar durante horas mensajes políticos (la mayoría sin estructura informativa, apelando a rencores personales del electorado o a francas venganzas personales de los políticos); presenciar actos de proselitismo en que se insulta sin pruebas a los adversarios o a las entidades públicas, incluso con amenazas directas; o tener las redes sociales saturadas de ataques entre partidos y personajes públicos… lleva a la población a hartarse e ignorar lo político, ni se diga lo electoral. La mentira aprovecha la avalancha de mensajes.

La falacia de los políticos tiene una contraparte con la ciudadanía que las acepta por identificarse: el pueblo también miente a los entes públicos (elude impuestos, verbigracia) y se adhiere a sus mentiras para beneficiarse. Para muchos es un peculiar divertimento en un panorama sombrío, como es la pandemia con sus decesos.

La mentira política puede ser calumniosa (maledicencia pura), por adición (se agregan logros inexistentes) y por traslación (se adjudica a uno el mérito de otro). Los políticos y sus mentiras son de amplio espectro.

Tres siglos después de que Swift intentara clasificar el actuar falsario de quienes rigen la vida pública, apenas han cambiado los actores de ese “arte”. La tragedia que se oculta detrás de esas mentiras (no importan los datos: los muertos y la pobreza extrema aumentan) no quita el humor requerido para mirar a esos mentirosos de cinismo inocultable, quienes suponen a los espectadores capaces de creerles todo y olvidar sus inconsistencias.

De Jonathan Swift puede esperarse todo, incluso afirmar que el texto de “la mentira política” no era de su autoría. Verdad o no, es una muestra de que Swift era capaz de divertirse incluso de la propia reputación y hasta de abdicar de la fama literaria. Un texto que muy pocos políticos actuales resistirían en su propia actuación, y que ha resistido tres siglos.

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