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Juan Manuel de Prada: La lúcida teología del ateo

 

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En alguna ocasión anterior hemos advertido que el ateo resulta con frecuencia el mejor teólogo. Así ocurre, por ejemplo, con el ateo por la gracia de Dios Buñuel, cuando señala los peligros del activismo religioso en la lúcida y feroz Viridiana. Así ocurre también con el descreído Sorrentino, quien en la serie El joven papa nos muestra su nostalgia de una Iglesia que combate sin remilgos la opinión del mundo y restaura la liturgia tridentina. Buñuel, lo mismo que Sorrentino, intuye genialmente que la Iglesia pierde fieles y se vuelve inane por adaptarse a los tiempos, por adherirse a las ideas circulantes y hegemónicas, por acatar las modas y los usos de cada época.

 

«La humanidad necesita un Dios razonable, no un maestro que imponga su voluntad. Mejor ateísmo que servidumbre»

 

Algo semejante avizora el italiano Guido Morselli (1912-1973) en su novela Roma sin papa, una admirable sátira futurista escrita que prueba a imaginar la situación de la Iglesia en el futuro, inspirándose en el clima de expectativas de los años posconciliares. La novela se ambienta en Roma, una ciudad caótica y bulliciosa de la que ha desertado un imaginario Papa Juan XXIV, para vivir amancebado con una bengalí «teósofa y misionera del budismo zen». A esta Roma crepuscular llega un discreto y biempensante sacerdote suizo llamado Don Walter, el narrador de la novela, un sacerdote más bien conservador… aunque conservador del progresismo que para entonces impera en la Iglesia, que ha decretado la abolición del celibato eclesiástico, admitido ciertas aperturas a la anticoncepción y a los matrimonios «monosexuales» y empezado a ordenar diaconisas (que, por supuesto, coquetean alegremente con los presbíteros). En las aulas de la Universidad Gregoriana, eclesiásticos propensos al cotorreo se empeñan en otorgar carta de naturaleza católica a los postulados freudianos y en declarar que el demonio es una «antigualla», aceptando que «los caminos del Progreso coinciden con los de la Providencia». Además, en el futuro imaginado por Morselli, la Iglesia ha decidido, en volandas de un espíritu ecuménico demente, «declarar la guerra a lo visible», al ornato, a la liturgia y la imaginería, y optar por el despojamiento, para «disminuir las diferencias entre las diversas confesiones cristianas». Un pastor anglicano murmurará entonces, irritado, que «los católicos no entienden que protestantizándose pierden su encanto ante los protestantes».

Los intentos de fusionar la teología católica y el psicoanálisis desembocan en un nuevo feminismo que declara a todas las mujeres inmaculadas (con la condición de privarlas de alma): «La mujer no tiene superyó, ergo no tiene alma, ergo Nuestra Señora, que es mujer, no es susceptible de pecar. Como ninguna otra mujer». Pero, a la vez que privan de alma a las mujeres, los teólogos progresistas se la conceden a los animales; e inevitablemente desde Roma se declaran abolidas las corridas de toros. Y, desde ese momento, «España deja de ser el baluarte de la ortodoxia católica» y triunfa una forma de laicismo furioso que se denomina «progresismo ibérico», caracterizado por la proliferación de sacerdotes que consideran que «Dios es subjetividad», pues «la fe a la postre se resuelve en psicología, o psicopatía, según la casuística estudiada por Freud».

En la Roma sin papa soñada por el cáustico Morselli la plaza de San Pedro se ha convertido en una suerte de Hyde Park Corner donde diversos oradores espontáneos defienden que la figura de Dios es incompatible con la democracia: «Dios, incluso más que los papas del pasado, es un gobernante absoluto. Esto va en contra de los principios democráticos. […] ¿Remedio? Es necesario cambiar la relación entre Dios y el hombre, reconocer que entre Dios y nosotros los deberes son recíprocos. […] La humanidad necesita un Dios razonable, no un maestro que imponga su voluntad incontrolable. Mejor ateísmo que servidumbre». Por supuesto, la Iglesia que imagina Morselli, en su afán de congraciarse con el mundo, rinde pleitesía al cientifismo: «Si quieres estar a tono con la biología, debes negar la maravillosa, la entusiasmante concepción de Cristo, que hace de menos a los espermatozoides, genes, cromosomas y ácido ribonucleico. Si quieres estar a tono con la física, debes negar la Asunción corpórea». Y Morselli remata su vaticinio con una pulla dolorosamente verosímil: «Bastaría declarar que el interés supremo (o único) de la Iglesia es hacerse promotora de la paz mundial, aunque esto cueste ponerla al nivel de la Cruz Roja internacional».

Quizá se requiera la fina sorna de un ateo para imaginar esa Iglesia dócil, inane y genuflexa. Además de una de las fantasías papales más agudas jamás escritas, Roma sin papa vuelve a demostrarnos que algunos ateos son los más penetrantes teólogos.

 

 

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