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La izquierda ha muerto, ¡viva la izquierda!

Cuando la derrota es indesmentible, contundente, inapelable, no se puede esconder su magnitud debajo de la alfombra, como no se puede tapar el sol con un dedo. Intentar hacerlo siquiera no solo es un acto de deshonestidad intelectual, sino también un síntoma de falta de coraje. 

Hay que mirar a la derrota de frente, cara a cara, sin anestesias ni máscaras. Darle la espalda, echarle la culpa al empedrado es desaprovechar la oportunidad de hacer lo que los griegos llamaban la «katábasis», el descenso. Es lo que han hecho todos los grandes héroes de la mitología y la historia: no existe ascenso sin descenso. Pero parece que ya no hay héroes en nuestra «centroizquierda», derrotada este domingo no por el candidato de derecha, sino por el pueblo elector, ese que ella ha dicho siempre representar y defender. 

Hay un diputado que, por ejemplo, ha llegado a acusar de «idiotas» a los que votaron por Piñera. Echarle la culpa de la derrota al elector: ¿no es delirante? Pero más allá de lo burdo, esa afirmación es un síntoma de iluminismo totalitario. Otros han hablado de «los fachos del pueblo». Una diputada ha afirmado: «La derrota solo existe cuando hemos dejado de luchar«. Y una ministra ha dicho que esta no es una derrota política, sino electoral. Voluntarismo discutible y entelequias que corren el riesgo de quitarle a la derrota su sentido. 

La derrota nos enseña que tenemos cegueras, nos permite hacer los duelos de verdad y no a medias, sin consuelos mentirosos. Para llegar al fondo, hay que caer de verdad, como nos invita el poeta Huidobro en ese memorable Canto I de Altazor: «Cae lo más bajo que puedas caer». Eso tiene que hacer la izquierda chilena hoy: caer, tocar fondo. No ignorar, por ejemplo, una lección que la historia le ha dado una y otra vez: que la izquierda sin el centro termina en el aislamiento, la derrota y a veces en la tragedia. Ahí está Salvador Allende solo en La Moneda; ahí Guillier solo en un escenario vacío de un hotel que los verdaderos culpables de la derrota habían abandonado para no dar la cara. 

¿Alguien ha escuchado a Elizalde, a Provoste, a Melo, a los «filósofos» de la peor campaña de la historia de su sector, asumir la responsabilidad por este magno fracaso? Guillier sí lo hizo, con dignidad y pena. Él, al parecer, está haciendo el descenso. En cambio, los mismos que cuando sacrificaron a Lagos en su propio partido no dieron la cara para votar en su contra, ahora no la dan tampoco para asumir su responsabilidad en esta derrota. 

Ojalá el duelo, la «katábasis», la cruzada del desierto de la izquierda sea larga, porque Chile merece una mejor izquierda que esta. Una que sintonice con su realidad, que escuche y empatice con los pobladores que están secuestrados en sus poblaciones por los narcos y entienda por qué ellos se levantaron a votar por la derecha. 

Chile necesita una izquierda renovada y honesta que en vez de sentirse dueña de la verdad, descienda de su olimpo a escuchar la verdad del pueblo. Pero los iluminados de nuestro sector prefieren sacrificar la realidad a sus teorías que repensarlo todo de nuevo para entender un Chile cada día más complejo y cambiante. Ellos son los «idiotas», los «fachos«, no el pueblo, que ha sufrido la historia, y tiene un sentido común que a los «iluminados» les falta. 

El pueblo quiere cambios, pero no aventuras termocéfalas. El pueblo no quiere escuchar nunca más «hasta la victoria siempre», que termina llevando siempre a la derrota. Una izquierda sin sentido común es una izquierda sin destino. Una izquierda que desprecia a su propio pueblo con arrogancia y soberbia es una izquierda populista pero no popular, una izquierda que se apegó al poder, una izquierda sin valores, sin ética. Una izquierda retórica pero no pensante. Una izquierda que abandonó la reflexión por la consigna. Esa izquierda debe morir. Para que algún día pueda nacer algo nuevo y no trasnochado, y tenga sentido decir ¡viva la izquierda! 

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