La política de Ratzinger
Benedicto se incomodaría al ver su nombre invocado como argumento de autoridad, en materia de discurso político
Joseph Ratzinger fue un bávaro de la posguerra mundial, que confió en la democracia constitucional y en el proyecto de integración europeo. En su testamento espiritual recogió un sentido agradecimiento a su patria. Pero nunca puso su esperanza en la política. Ni en el ejercicio del poder, como demuestra su renuncia al pontificado.
Quien fuera uno de los protagonistas del Concilio, se sumó al giro histórico de la Iglesia hacia la aceptación de los principios del liberalismo político y rechazó explícitamente la idea de imperio cristiano. A la vez, se esforzó por señalar la necesidad de unos fundamentos morales prepolíticos para las instituciones de la libertad, cuyas raíces eran –a su juicio– cristianas. Como consideraba la política como el ámbito de la razón común, rechazó toda forma de teología política, de izquierdas o de derechas. Cribó la teología de la liberación de todo elemento marxista, pero también reconoció en repetidas ocasiones la cercanía de la socialdemocracia con la doctrina social de la Iglesia, y criticó los excesos del capitalismo.
En sus viajes como Papa, alabó el amor a la libertad religiosa de los norteamericanos; las instituciones del parlamentarismo británico; las referencias de la ley fundamental alemana a Dios y a la dignidad, como claves de bóveda del orden social; los intentos de una laicidad positiva en la república francesa, pero también la presencia de la cruz en tantos lugares prominentes de Europa; la vitalidad de la cultura cristiana española a lo largo de la historia, en sus poetas y santos (que veía amenazada por un peculiar anticlericalismo). Pero todo esto no se tradujo en una toma de postura partidista, que no le correspondía.
Es frecuente, sin embargo, en ambientes conservadores católicos, la apelación a los «principios no negociables de Benedicto XVI»: la sacralidad de la vida humana; la naturaleza de la familia fundada sobre el matrimonio entre hombre y mujer; la libertad educativa; y las demás exigencias básicas del bien común. Estos constituirían una regla de oro para orientar la acción política y dirimir el voto. Ciertamente se trata de temas clave. Pero pienso que la expresión es imprecisa y no conviene usarla. Por varias razones. La primera es que no es frecuente en la obra de Ratzinger. La encontramos en un importante documento de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, firmado por el Cardenal Ratzinger: la Nota sobre el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. Después la ha usado en contadísimas oportunidades. La ocasión más significativa fue un discurso al Partido Popular Europeo, en abril de 2006. Pero está ausente en sus encíclicas. Y también en sus grandes discursos como pontífice sobre estos temas (Westminster, Bundestag…). Y es que, como veremos, tampoco transparenta lo esencial de su pensamiento. Por ejemplo, en unas palabras sin papeles a los obispos de Suiza en noviembre de 2006 observaba que, «en nuestra época, en cierto sentido, la moral se ha dividido en dos partes. La sociedad moderna ha ‘descubierto’ y reivindica otra parte de la moral que tal vez no se ha propuesto suficientemente en el anuncio de la Iglesia en los últimos decenios. Son los grandes temas de la paz, la no violencia, la justicia para todos, la solicitud por los pobres y el respeto de la creación. Realmente son grandes temas morales, que por lo demás pertenecen también a la tradición de la Iglesia. (Aunque) los medios que se proponen, a menudo son unilaterales y no siempre aceptables». Y concluía: «creo que debemos esforzarnos por volver a unir estas dos partes de la moralidad».
Pienso que el giro de «principio no negociable» se presta a confusión. Es bastante claro que los principios en cuanto tales no se pueden negociar. Sin embargo, la expresión arroja una sombra rígida sobre el modo de traducirlo en la acción política, sin atención a las circunstancias. El mismo Benedicto decía al PPE que «hoy pueden destacarse los siguientes…» (luego, mañana, quizá podrían destacarse otros).
La dosificación y secuencia del bien posible es una cuestión contingente y abierta, que implica –explícita o implícitamente– que se negocian prioridades. A veces conviene la machaconería; otras es mejor callar (basta recordar a Tomás Moro). En ocasiones, es buena y eficaz la intransigencia ‘contra mundum’; en otras, hay que contentarse con mejoras parciales (Juan Pablo II consideraba lícito votar por leyes abortistas, si estas eran más restrictivas o salvaban más vidas que las vigentes). Unas veces hay que ir de frente; pero otras es mejor proceder de modo oblicuo y hasta servirse de triquiñuelas, como en la abolición de la esclavitud en Inglaterra. Son inevitables las tensiones entre las diversas estrategias, también sobre la civilidad en el tono y las formas. En todo caso, reconocía ante el Bundestag en 2011: «Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero –eso sí– el éxito está subordinado al criterio de la justicia».
Benedicto se incomodaría al ver su nombre invocado como argumento de autoridad, en materia de discurso político. «El cristianismo –explicaba en ese mismo discurso– contrariamente a otras grandes religiones, nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho». Eso sí, matizará: una razón no meramente instrumental, capaz de reconocer imperativos absolutos, capaz de Dios.
No pretendía que la autoridad eclesiástica se inmiscuyera en el proceso político, que procede de ordinario por el principio de mayorías, dentro de las normas constitucionales. Pero sí señalaba la necesidad de ofrecer un fundamento sólido para las verdades morales que preceden a cualquier votación. Esas que el constitucionalismo democrático presupone y formula en términos de derechos humanos fundamentales.
Para Ratzinger, la gran contribución de la religión no es dar soluciones técnicas, sino purificar y ensanchar la razón, haciéndola sensible a la verdad, y a las personas que la cultura de cada tiempo tiende sutilmente a marginar. Y esto lo hace aportando la «memoria cultural» del encuentro entre la fe bíblica y la razón moral y jurídica greco-romana, sobre el que se han construido las sociedades occidentales. En último término, como dijo en Compostela en 2010, la «aportación (de la iglesia) se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida». Por eso, también a los no creyentes, en algunas ocasiones, les formuló la propuesta de «vivir como si Dios existiera».
A los cristianos de a pie sí les corresponde comprometerse en la vida cívica, y aportar la savia siempre nueva de las raíces cristianas, como una propuesta a la libertad de todos, con un lógico pluralismo en las opciones y estrategias. Una propuesta que no es imposición de una moral sectaria, sino el recordatorio de las exigencias básicas de la dignidad de cada persona y de la convivencia en paz, libertad y justicia, también en sociedades plurales. Esto lo hacen hoy –como señalaba proféticamente Ratzinger ya a finales de los sesenta– como una minoría; consciente de su identidad y purificada por el desposeimiento de su influencia. Pero no una minoría resignada o encerrada, sino una minoría creativa: a la búsqueda de nuevos puntos de encuentro y fórmulas para mejorar la vida en común de todos.