Mark Lilla: La seducción de Siracusa
Cuando Platón zarpó hacia Siracusa, alrededor del 368 a.C., albergaba, según él mismo relata, pensamientos contradictorios. Ya había visitado una vez la ciudad, cuando la gobernaba el temible tirano Dionisio el Viejo, y no lo había seducido demasiado la relajada vida siciliana. ¿Cómo, se preguntaba, podían los jóvenes aprender a ser moderados y justos en un sitio donde «la alegría consistía sólo en atiborrarse un par de veces al día y dormir en compañía todas las noches?» Semejante ciudad no podría nunca liberarse de un interminable ciclo de despotismo y revolución.
¿Por qué, entonces, decidió volver? Al parecer Platón tenía un discípulo en Sicilia, tierra que ahora no se mostraba tan imposible de reformar como antes este mismo discípulo había supuesto. Se trataba de un noble llamado Dión, que en su juventud se había convertido en devoto de Platón y de la causa de la filosofía, y que acababa de enviarle una carta en la que le informaba que Dionisio el Viejo había muerto y que su hijo, Dionisio el Joven, había heredado el poder. A la vez amigo y cuñado del joven Dionisio, Dión estaba convencido de que el nuevo gobernante se sentía interesado por la filosofía y deseaba comportarse de manera justa. Todo lo que necesitaba, según el punto de vista de Dión, era recibir una buena instrucción y nadie mejor que el mismo Platón para ofrecérsela directamente. Suplicó a su viejo maestro que lo visitara y éste, venciendo serios recelos, partió finalmente hacia Sicilia.
Existe un mito sobre Platón. De acuerdo con este mito, suele afirmarse que a él se le debe una propuesta temeraria: instituir, en las ciudades griegas, el gobierno de «reyes filósofos». Desde esta perspectiva, su «aventura siciliana» habría sido el primer paso para hacer realidad su ambición. En 1934, cuando Martin Heidegger retomó la enseñanza universitaria tras su vergonzoso periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo, un colega ahora olvidado, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: «¿De vuelta de Siracusa?» No se podría haber formulado de modo más ingenioso y acertado esta aguda observación. Sin embargo, los objetivos de Platón y los de Heidegger eran del todo diferentes. Según cuenta en su Séptima carta, Platón había soñado en ocasiones con entrar en la vida política, pero el régimen dictatorial de los Treinta de Atenas (404-403 a.C.) lo había disuadido por completo. Después, cuando el gobierno democrático que sucedió a los Treinta llevó a la muerte a su amigo y maestro Sócrates, él renunció a sus ambiciones políticas. De manera similar a su personaje Sócrates en El banquete, Platón llegó a la conclusión de que cuando un régimen es corrupto poco puede hacerse para modificarlo, salvo que se cuente con «amigos y asociados», es decir, con aquellos que son leales amigos desde un punto de vista filosófico tanto de la justicia como de la ciudad. Salvo por un milagro que convirtiese a filósofos en reyes o a reyes en filósofos, lo más que puede esperarse en política es la implantación de un gobierno moderado bajo el estable imperio de la ley.
Sin embargo, Dión era un hombre decidido en su búsqueda del milagro. Se había convencido a sí mismo y más tarde intentaría convencer a Platón de que Dionisio era ese espécimen tan especial: un gobernante filósofo. Platón tenía sus dudas; aun así, confiaba en el carácter de Dión, aunque sabía que «los jóvenes siempre están en condiciones de caer presas de repentinos y repetidos impulsos inconsistentes». Sin embargo también razonaba o quizá racionalizara sólo para sí mismo que si no se aferraba a esta rara oportunidad y hacía el esfuerzo de llevar a un tirano hacia la práctica de la justicia, podría ser acusado de cobardía y deslealtad a la filosofía. Entonces aceptó ir a Siracusa.
Pero el resultado de esta nueva visita no fue halagüeño. Lo único que quedó claro es que Dionisio deseaba adquirir una pátina de conocimientos, pero que carecía de la disciplina y la voluntad necesarias para someterse a los argumentos dialécticos y encaminar su vida en el sentido que indicaban las consecuentes conclusiones. (Platón lo compara con un hombre que quiere estar al sol y que sólo consigue quemarse.) Así como un médico no puede curar a un paciente contra su voluntad, tampoco es posible guiar al obstinado Dionisio hacia la filosofía y la justicia. En sus conversaciones, Platón y Dión incluso intentaron apelar a las ambiciones políticas del déspota, diciéndole que, como filósofo, aprendería a dotar de buenas leyes a las ciudades que conquistaba, ganándose con ello su amistad, lo cual podría utilizar después para extender así su reino más y más. Pero ni siquiera este argumento dio resultado. Prestando su oído a insidiosos rumores, Dionisio comenzó a albergar crecientes sospechas respecto de supuestas ambiciones políticas ocultas de Dión y dispuso su inmediato destierro de Siracusa. Cuando Platón fracasó en su intento de conseguir una reconciliación entre los dos amigos, decidió también partir.
No obstante, volvió seis o siete años después, otra vez a solicitud de Dión, quien, mientras vivía en el exilio, había oído rumores acerca del retorno de Dionisio al estudio de la filosofía y se lo había hecho saber a Platón. Al principio, el maestro no reaccionó; sabía que «a menudo la filosofía ejerce este efecto sobre los jóvenes», y sospechaba además que la única intención de Dionisio era acallar los rumores que afirmaban que Platón lo había rechazado por su indignidad. Pero la misma línea de razonamiento que lo había llevado a emprender el segundo viaje lo hizo decidirse a hacer el tercero y último. Al llegar se encontró un hombre aún más arrogante, que ahora se consideraba a sí mismo un filósofo y del que se decía que había escrito un libro, algo que Platón el dialéctico se negaba rotundamente a hacer. Era una causa perdida. El pensador sólo se culpaba a sí mismo: «No tengo más motivos para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo, y con los que me hicieron sentir la necesidad de venir.» Dión no se mostró tan tajante. Tres años después de la partida final de Platón, atacó Siracusa con mercenarios, expulsó a Dionisio y liberó la ciudad. Pero tres años más tarde él mismo fue traicionado y asesinado. Tras varias rebeliones militares, Dionisio se hizo otra vez con el trono, hasta que fue depuesto por el ejército de Corinto, ciudad madre de Siracusa. El rey sobrevivió y retornó a Corinto. Se dice que allí acabó sus días enseñando sus doctrinas en su propia escuela.
Dionisio es nuestro contemporáneo. A lo largo del último siglo ha tomado muchos nombres: Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Mao y Ho, Castro y Trujillo, Amin y Bokassa, Sadam y Jomeini, Ceaucescu y Milosevic; la lista podría ser mucho más larga. Las almas optimistas del siglo XIX creían que la tiranía era una cosa del pasado. Después de todo, Europa había entrado en la era moderna y todos sabían que las complejas sociedades de este periodo, asociadas a seculares valores democráticos, en absoluto podrían ser gobernadas por los antiguos medios despóticos. Las sociedades modernas podrían ser autoritarias, controladas por frías burocracias y crueles condiciones de trabajo, pero nunca convertirse en dictaduras en el sentido en que lo fue Siracusa. La modernización podría volver obsoleto el concepto clásico de tiranía, e incluso las naciones extraeuropeas, también modernizadas, entrarían en un futuro posterior a estos regímenes. Hoy sabemos que era una idea errónea. Han desaparecido tanto el harén como el esclavo que probaba alimentos antes de que llegaran al rey, pero los sustituyen los ministros de propaganda y los guardias revolucionarios, los barones de la droga y los banqueros suizos. La tiranía ha sobrevivido.
El problema de Dionisio es tan viejo como la creación. El de sus partidarios intelectuales es nuevo. La Europa continental alumbró dos grandes sistemas dictatoriales durante el siglo XX, el comunismo y el fascismo; del mismo modo, también creó un nuevo tipo social para el que necesitamos un nuevo nombre: el del intelectual filotiránico. Algunos de los mayores pensadores de este periodo, cuya producción sigue vigente para nosotros, se atrevieron a servir a modernos Dionisios, tanto de palabra como de obra. Sus historias son infames: Martin Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi; Georgy Lukács en Hungría; quizá algunos otros. Muchos, sin correr grandes riesgos, se adhirieron a los partidos fascista y comunista en ambos lados de la Cortina de Acero, ya fuese por afinidades electivas o ambiciones profesionales; algunos lucharon episódicamente en selvas o desiertos del Tercer Mundo. Un número sorprendentemente alto se convirtió en peregrino de las nuevas Siracusas erigidas en Moscú, Berlín, Hanói o La Habana. Como observadores políticos, coreografiaron cuidadosamente sus viajes por los dominios de los tiranos, con billetes de regreso en la mano, mientras admiraban granjas colectivas, fábricas de tractores, plantaciones de caña de azúcar o escuelas, aunque por una u otra razón nunca visitaban las cárceles.
En su mayoría, los intelectuales europeos se parapetaron detrás de sus escritorios, visitando Siracusa sólo con la imaginación, desarrollando interesantes y a veces brillantes ideas con las que explicar los sufrimientos de personas a las que nunca mirarían a los ojos. Distinguidos profesores, talentosos poetas y periodistas influyentes unieron sus capacidades para convencer a todo el mundo de que los regímenes dictatoriales modernos eran liberadores y de que sus crímenes y excesos, observados desde la óptica apropiada, eran nobles. Necesitará un estómago verdaderamente fuerte cualquiera que hoy asuma la empresa de escribir una historia intelectual honesta del siglo XX en Europa.
Quien lo haga necesitará además otra cosa: vencer su repugnancia para poder meditar sobre las raíces de este extraño e indescifrable fenómeno. ¿Qué ocurre en la mente humana que la hace capaz de proclamar la defensa intelectual de un régimen dictatorial en pleno siglo XX? ¿Cómo la tradición del pensamiento político occidental iniciado con la crítica de la tiranía que hace Platón en La República y con sus fracasados viajes a Siracusa ha llegado a este punto, en el que se ha vuelto aceptable argumentar que la tiranía es algo bueno, incluso hermoso? Nuestro historiador necesitará plantear estas grandes cuestiones, porque se encontrará frente a un fenómeno general y no a casos aislados de comportamientos extravagantes. En el siglo XX, el de Heidegger es el más dramático: allí se ve cómo la memoria viviente de la tradición, la filosofía o el amor de la sabiduría se transformaron en amor a la tiranía.
¿Por dónde empezar? El primer impulso de nuestros historiadores es detenerse en la historia de las ideas, a partir de la convicción de que existen raíces intelectuales comunes tanto a la filotiranía intelectual como a las modernas prácticas despóticas. Se encontrarán numerosas y sólidas investigaciones sobre los fundamentos de muchas opiniones políticas modernas, que comparten esta presunción e incluso esta aproximación, la cual consiste en dividir la tradición intelectual europea en dos tendencias rivales y en atribuir sentimientos filotiránicos a una de ellas. Uno de los objetivos favoritos de estas investigaciones es la Ilustración; desde el siglo XIX se la viene pintando como un desgajamiento de las profundas raíces de la sociedad europea que no son otras que la tradición religiosa cristiana, y la subsiguiente puesta en marcha de nobles experimentos para reformar la sociedad de acuerdo con sencillas nociones de orden racional.
Según esta perspectiva, la Ilustración no sólo engendró tiranías sino que fue propiamente despótica en sus métodos intelectuales: absolutista, determinista, inflexible, intolerante, insensible, arrogante, ciega. Esta retahíla de adjetivos está tomada de los escritos de Isaiah Berlin, que en una serie de brillantes y sugerentes ensayos sobre historia intelectual, publicados durante las décadas que siguieron a la posguerra, ha desarrollado esta acusación de modo muy elaborado: los filósofos de la Ilustración son los responsables de la teoría y práctica de la tiranía moderna. Berlin sostiene, sobre todo, que el rechazo a la diversidad y el pluralismo encontró su principal alimento en las más importantes corrientes de la tradición intelectual occidental que comienza con Platón y termina con la Ilustración, antes de dar sus frutos políticos en el totalitarismo del siglo XX. Los supuestos fundamentales de esta trayectoria vendrían a confluir en que todos los interrogantes morales y políticos tienen una sola respuesta verdadera, que todas esas respuestas son accesibles a través de la razón y que todas esas verdades son necesariamente compatibles unas con otras. Sobre estos supuestos se edificaron y defendieron los «gulags» y los campos de exterminio. En palabras de Berlin, la Ilustración brindó ese ideal «en cuyo nombre quizá se hayan sacrificado más seres humanos que por cualquier otra causa en la historia de la humanidad».
Parece un argumento contundente. Aunque, como seguramente verán nuestros historiadores, choca con otro argumento también en apariencia convincente, expuesto por especialistas en historia del pensamiento que llegan a conclusiones bastante diferentes respecto de la responsabilidad de los intelectuales en relación con las tiranías de la modernidad. Este segundo argumento insiste más en el impulso religioso que en conceptos filosóficos, más en la fuerza de lo irracional en la vida humana que en las pretensiones de la razón; podríamos decir que hace la historia de los intelectuales como la habría escrito Dostoievski y no Rousseau. Durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los historiadores occidentales prestaron mucha atención al irracionalismo religioso, quizá porque percibían un vínculo entre la teoría y la práctica de las tiranías modernas y las de fenómenos religiosos varios, como el misticismo, el mesianismo, el milenarismo de nuevo cuño, el cabalismo y, en general, el pensamiento apocalíptico. Describieron el funcionamiento mental de revolucionarios y comisarios de gobierno vinculándolo con el antiguo e irracional deseo de acelerar la llegada del reino de Dios a un mundo profano. En The Pursuit of the Milleniun (1957), Norman Cohn sentó las bases principales de este enfoque. Demostró la importancia de las eclosiones de milenarismo revolucionario y de anarquismo místico ocurridas en Europa entre los siglos XI y XVI, y trazó después el paralelismo entre las fantasías escatológicas de este periodo y las del siglo XX.
En sus estudios The Origins of Totalitarian Democracy (1952) y Political Messianism (1960), el historiador israelí Jacob Talmon proyectó su enfoque hacia el presente. Contra Isaiah Berlin, sostuvo que el rasgo más visible del pensamiento político europeo entre los siglos XVIII y XIX no fue el racionalismo, que podría haberse orientado en una dirección más liberal, sino un nuevo fervor religioso y unas nuevas esperanzas mesiánicas de las que se alimentaron las modernas ideas democráticas. En el frenesí de la Revolución Francesa, la razón había dejado de ser razonable y la democracia se había convertido en un sucedáneo de la religión, sucedáneo en el que el hombre moderno vuelca su fe tradicional en el más allá. Talmon sostiene que, sólo si pensamos el ideal democrático moderno en términos religiosos, comprenderemos por qué se convirtió en el sangriento sueño tiránico del siglo XX.
Otro argumento que parece convincente. Pero ¿cuál de estos dos relatos elegirán nuestros historiadores? En general, esto dependerá de los aspectos hacia los que el estudioso quiera atraer nuestra atención. Si trata de entender la planificación soviética, la fría eficiencia nazi en su método de exterminio de los judíos, la sistemática autodestrucción de Camboya, los programas de adoctrinamiento ideológico o las redes paranoicas de delatores y policía secreta; si, en resumen, lo que desea es explicar cómo se concibieron y mantuvieron estas prácticas, le tentará culpar de todo ello a un cruel racionalismo intelectual capaz de arrasar cualquier cosa que encuentre en su camino. Si, en cambio, nuestro historiador se siente impresionado, sobre todo, por el papel que en estos regímenes jugaron la idolatría de la tierra y de la sangre, la histérica obsesión por las categorías raciales, la glorificación de la violencia revolucionaria como fuerza purificadora, el culto a la personalidad y las orgiásticas demostraciones de masas, se inclinará a pensar que la razón se derrumbó ante pasiones irracionales que migraron de la religión a la política. ¿Y si nuestro historiador es aún más ambicioso y quiere explicarse ambos fenómenos? En este momento deberá abandonar la historia de las ideas.
No obstante, existe otra vía para investigar la filotiranía de los intelectuales. No consiste en examinar los fundamentos de la historia de las ideas, sino en analizar la historia social de los intelectuales en la vida política europea. Aquí también hay versiones corrientes que ofrecen explicaciones aceptables de las dictaduras del siglo XX. El argumento más popular está tomado de la experiencia francesa. Comienza con el caso Dreyfus que, en general, se considera como el punto en que los intelectuales franceses se vieron obligados a abandonar el refugio del arte por el arte y a hacerse cargo de su destino superior como guardianes morales del Estado moderno. Cualquier estudiante francés de secundaria podría recitar los capítulos que siguen: las escaramuzas entre republicanos dreyfusianos y sus oponentes católicos nacionalistas; los debates acerca de la Revolución Rusa y del Frente Popular tras la Primera Guerra Mundial; los compromisos intelectuales y políticos de Vichy; el predominio del marxismo existencial de Sartre después de la Segunda Guerra Mundial; las tajantes divisiones entre los intelectuales respecto de Argelia; el renacer de la izquierda radical luego de mayo del 68; la crisis de conciencia que produjo la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solyenitzin en 1970, y el desarrollo del consenso liberalrepublicano durante los años de gobierno de Mitterrand.
Las consecuencias morales que se pueden extraer de este relato difieren, sin embargo, dependiendo de las inclinaciones políticas del narrador. Expuesta por Jean-Paul Sartre, la narración se convierte en un mito heroico sobre el nacimiento del «compromiso» intelectual solitario, que hace valer su «singularidad universal» contra el dominio ideológico de la sociedad burguesa y de las dictaduras arraigadas en Europa (fascismo) y en el extranjero (colonialismo). En su influyente Plaidoyer pour les intellectuels, conjunto de conferencias pronunciadas en 1965, Sartre retrata a los intelectuales como una suerte de Juana de Arco de izquierda, capaz de defender lo esencialmente humano contra las inhumanas fuerzas del «poder» político y económico, y también contra las fuerzas culturales reaccionarias, incluidos ciertos colegas escritores traidores, cuyo trabajo venía a sustentar «objetivamente» las tiranías modernas.
Para su adversario Raymond Aron, esta primitiva oposición entre «humanidad» y «poder» demuestra la incapacidad de los intelectuales franceses, desde el caso Dreyfus, para entender los verdaderos desafíos de la política europea durante el siglo XX. Según Aron, la impía apología del estalinismo que Sartre realizó en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial no era accidental, sino más bien el resultado previsible de un ideal romántico de compromiso. En L’opium des intellectuels (1955), Aron volvió a exponer la historia del nacimiento del intelectual moderno, ahora con un decidido sesgo antimítico, demostrando cuán incompetentes e ingenuos han sido los intelectuales como clase, sobre todo al enfrentarse a problemas políticos reales. Según su opinión, la verdadera responsabilidad de los intelectuales europeos, tras la Segunda Guerra Mundial, debió haber consistido en estudiar y defender la política de la democracia liberal y en conservar un sentido de proporción moral al sopesar las injusticias de los diferentes sistemas políticos. En resumen, los intelectuales debieron haber sido espectadores independientes con un modesto sentido de su papel como ciudadanos y formadores de opinión. Pero Sartre y sus seguidores no aceptaron tales responsabilidades.
Aron estaba en lo cierto: en Francia, los intelectuales «comprometidos» a la manera romántica sirvieron la causa de los regímenes dictatoriales en el siglo XX. Pero en Alemania, que Aron no conocía tan bien, el cuadro era bastante diferente. Allí el problema había sido precisamente lo contrario: la ausencia de compromiso. Por razones que los historiadores alemanes discuten, como la tradición de la descentralización política, la carencia de un capital cultural, el ideal de interioridad (Innerlichkeit), la autonomía del sistema universitario, el conservadurismo innato y el respeto por la autoridad militar, Alemania nunca desarrolló una clase intelectual como lo hizo Francia, y en consecuencia el compromiso político no surgió de la misma manera ni tuvo los mismos resultados.
Por supuesto, aunque esto no dejaba de ser un mito, era realmente atractivo para la cultura alemana moderna. En ningún otro lugar se hace tan patente como en Reflexiones de un apolítico (1918), de Thomas Mann, un trabajo personal e intenso que también fue el más político de Mann. Apuntando contra su hermano izquierdista, Mann intentó pinchar las pretensiones de la Zivilisationsliterat francesa mediante ataques infantiles a la democracia y a la cultura popular. En lo estético y lo político, Mann defendía la tradición de la Innerlichkeit alemana. La «tradición alemana», escribió,
es cultura, alma y arte. Y no civilización, sociedad, derecho a voto y literatura… La interioridad [Innerlichkeit] alemana, al contrario que la raison y el esprit franceses, garantiza que los alemanes nunca pondrán los problemas sociales por encima de las cuestiones morales o de la vida interior.
Mann era consciente de algo de lo que después se arrepentiría: que su posición «apolítica» de principio había cobrado de inmediato un fuerte sentido político y servido como justificación post hoc de los objetivos alemanes en la Primera Guerra Mundial, ya que reforzó la idea popular de que la Paz de Versalles era un acto de guerra cultural. Escribió también: «En tanto que intelectualmente antialemán, semejante espíritu político es, por necesidad lógica, antialemán en lo político.»
Con el objetivo de impresionar a sus interlocutores, para sacarlos de su complacencia y llevarlos a pensar en la relación existente entre intelectuales y tiranos, Sócrates introduce la extravagante idea de los reyes filósofos en La república. Allí donde haya nacido o crecido, el rey filósofo debería abolir ambos términos. El rey filósofo es un «ideal», aunque no en el sentido moderno de objeto legítimo de pensamiento que demanda realización. Se trata de lo que Sócrates denomina «un sueño», que sirve para recordarnos cuán difícil será que puedan coincidir alguna vez la vida filosófica y las eXIgencias de la vida política. Quizá no esté en nuestro poder transformar al tirano, pero siempre se puede ejercer el autocontrol. Por eso, la primera responsabilidad de un filósofo que se ve rodeado de corrupción política e intelectual quizá sea el retiro. En La república, Sócrates compara el destino de un genuino filósofo en una ciudad imperfecta «con el ser humano que ha caído entre bestias salvajes y que es incapaz de sumarse a la práctica de la injusticia ni de resistir solo a los animales silvestres». Al recapitular, sostiene que
Tranquilo y cuidando únicamente de sí mismo, como un hombre en la tormenta, cuando el polvo y la lluvia son arrastrados por el viento, se detiene al lado de un pequeño muro. Cuando ve a otros sumidos en la anarquía, él está satisfecho si algo de sí mismo puede vivir la vida limpia de injusticias y de actos profanos, y se aleja de todo con una esperanza pulcra, generosa y alegre.
¿Quiere decir esto que Platón imaginaba la vida filosófica como una completa ausencia de compromiso? Difícilmente. Tras acabar su discurso sobre el filósofo a la intemperie, el personaje de Sócrates comienza a decir que ese hombre no lleva la mejor vida, ya que sólo en una buena ciudad le será posible «crecer más como hombre y reunir las cosas comunes a las particulares». Como sabemos, Sócrates arriesgó su existencia por luchar contra la tiranía, entendida más como fuente interior de la vida humana que como explícita manifestación política. La vida filosófica representada por el mismo Sócrates fue, sobre todo, una vida contra lo tiránico en el sentido más noble, porque implicaba el supremo conocimiento de sus propias tendencias interiores.
© Mark Lilla
Originalmente publicado el 31 de marzo de 2004.