Ser mamertos
Estoy acostumbrado a que me digan que soy conservador, incluso si es como un reclamo
El otro día me encontré por la calle con un señor más o menos conocido al que no veía hacía tiempo, nos saludamos con la amabilidad de siempre. Él me hizo la cara que ahora hace todo el mundo, levantando los ojos y negando con la cabeza, cara de angustia y desolación. Luego me comentó un par de columnas y me dijo al despedirse: “Lástima que usted sea tan mamerto”. Quedé como uno de esos memes que expresan asombro y estupefacción.
¿Mamerto yo? Me sorprendió porque entendí muy bien que el señor usaba esa palabra no en la acepción lunfarda de “borracho y mamador”, por desgracia no, sino en la muy colombiana de “militante de la izquierda”, uno obcecado y dogmático, histérico y trasnochado. Ese apelativo se lo clavó Jorge Child a los miembros del Partido Comunista Colombiano, y luego se extendió a todos los izquierdistas, de los que decía Hersán: “Dios los cría y ellos se dividen”.
No es que me ofendiera la forma en que se despidió ese señor, muy gentil, por lo demás, tanto que nunca me acuerdo de su nombre y ya no sé si alguna vez lo supe, pero sí me causó gracia porque por lo general estoy acostumbrado a lo contrario, a que mis amigos más queridos y algunos lectores me increpen ser tan godo. Una vez una señora se me tiró a besarme y me advirtió feliz: “¡No me importa que usted sea conservador!”.
A mí tampoco, la verdad. O mejor dicho: nunca le he dado a esa condición mayor trascendencia de la que en verdad tiene, y que en mi caso fue un descubrimiento muy temprano y muy tranquilo, casi por razones anárquicas, cuando en la adolescencia me di cuenta de que me fascinaba lo que uno podría llamar “la poética de lo conservador”: sus escritores, sus desplantes, su escepticismo que es el más provocador que hay.
Por lo general estoy acostumbrado a lo contrario, a que mis amigos más queridos y algunos lectores me increpen ser tan godo.
En ese sentido, el conservatismo verdadero es casi un acto revolucionario en un mundo en el que todo lo demás, empezando por la rebeldía y el progresismo, es una pose, una fórmula vacía, dogmática y oficial. Frente a eso, los grandes escritores conservadores, como Chesterton o Borges, Joubert o Ernst Jünger, Chateaubriand o Madame de Staël, son una especie de bálsamo y consuelo, un refugio para sacudirse de tantas necedades.
Aunque también muy joven entendí que ese espíritu conservador –el que a mí me gusta e interesa, por supuesto– es solitario e inasible, imposible de clasificar y definir. Tengo clarísimo que tiene muy poco que ver con la derecha, que más bien suele ser su deshonra, y mucho menos, en el caso concreto del espectro político colombiano, con ningún proyecto gregario y colectivo, ni siquiera con esa chiva indigna y codiciosa que se llama el Partido Conservador.
Pero en fin: estoy acostumbrado a que me digan que soy conservador, incluso si es como un reclamo, que casi siempre lo es. No me pongo a explicar nada porque sería muy largo, más bien me dejo besar sin problemas. Que me digan mamerto, en cambio, me inquieta mucho no por el hecho en sí, como decían los filósofos, sino porque me lleva a pensar en la alienación y la confusión ideológica en la que vive tanta gente, ya sin remedio ni reversa. Sin salida.
Recuerdo la anécdota de ‘Chucho’ Bejarano, al que una vez un amigo gay le hizo un lance y le mandó la mano. Decía ‘Chucho’ (cita textual): “Cómo estará de mal que le gusto hasta yo que soy horrible…”. Eso me pasó ese día con ese señor (bueno, no igual, no así): que pensé en lo que se necesita, en la distorsión de criterios y nociones del mundo y de las cosas para que yo, que escribí un libro de 430 páginas sobre Álvaro Gómez Hurtado, le parezca un mamerto.
¿Y si es al revés y el mamerto es él? Mamerto de derecha, que los hay, porque la mamertería consiste en creer que quienes no comparten nuestros delirios son siempre del otro bando. Eso es ser mamertos.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN www.juanestebanconstain.com