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Prendimiento de Carvajal, alias ‘El Pollo’

La vergüenza que siento al leer titulares que aluden a Venezuela me ha llevado aquí en Bogotá, cuya alcaldesa pulsa a cada rato la tecla xenófoba, a enmascarar mi acento en público

En Madrid, “rompeolas de todas las Españas”, han prendido al general Carvajal, alias El Pollo, antiguo jefe de la inteligencia de Hugo Chávez, capo mayor del Cártel de los Soles, por un rato al menos, también esbirro al servicio de Nicolás Maduro. “Guardia civil caminera lo llevó, codo con codo”.

La escena del prendimiento fue difundida como primicia por las redes sociales de la policía española. Tengo razones muy personales para haberla visto una y otra vez, incontables veces, con suma delectación. Me hizo recordar el corrido de la cárcel de Cananea, ese que dice “me agarraron los sherifes al estilo americano”.

Si bien se mira, y no sé si atribuirlo solamente a Hollywood, la coreografía de la captura de uno de estos tipos se parece cada día más a la de cualquier otro narcomalandro y no cabía esperar otra cosa sino policías grandulones, rotulados chalecos contra balas, la llamada “body camera” encandilada y tembleque, los barridos del encuadre, el aire invariablemente ausente del inculpado; en fin, todo visto ya mil y una veces.

Esta vez, sin embargo, la imaginación de las redes sociales compuso, casi en tiempo real, lo que podría ser una leyenda urbana: la de los modestos mozos de entrega—deliveries se les llama ya en espanglish globalizado —que se abrazan al fondo de la escena del prendimiento, al parecer alborozados porque dizque fueron ellos quienes llevaron a la policía a la guarida de Carvajal, convirtiéndose en ganadores de la recompensa de 10 millones de dólares ofrecida por Washington desde hace un par años.

La leyenda quiere también que los deliveries sean venezolanos y que la propensión de El Pollo a ordenarlo todo por teléfono y su acento y su actitud hosca y los horarios extravagantes de los pedidos lo delaten ante sus compatriotas que son los mismos que surten el cuartel de policía cercano. Una cosa habría llevado a la otra.

A punto ya de ser sacado del apartamento, El Pollo se detiene y mira a los deliveries durante un filosófico instante mientras ellos se abrazan y parecen decirse ternezas al oído. Perdonen lo que puede parecer sexismo y morbo de mi parte, pero en el vídeo los supuestos deliveries, que tienen puestos sendos chalecos rotulados por la policía, parecen amantes ajenos a todo el ajetreo circundante. Lucen inexplicablemente entrometidos en el allanamiento de tanto como se magrean y se dan topitos y hablan muy quedo entre ellos, quizá mirándose a los ojos. Luego, los sherifes se llevan al Pollo a la Cananea de los españoles.

Poniendo a salvo que, según las agencias y la misma policía, el soplido sobre el paradero del Pollo provino directamente de la DEA, en carta fechada en junio pasado, convengamos en que la leyenda de los deliveries invitados por la policía a presenciar el prendimiento del Pollo, es congruente al menos con lo más característico de la tragicomedia venezolana: lo esencial, lo crucial, lo decisivo ya rara vez ocurre en Venezuela sino en Washington, en Cabo Verde, en Moscú, en una corte federal de Miami, en una sala VIP de Barajas, en un campamento de mercenarios en la Guajira colombiana o en un museo de antropología de la Ciudad de México o en la calle Torrelaguna.

Que un mandadero o camarero o bartender o portero sea también soplón de la policía es consustancial de las grandes metrópolis desde los tiempos de Vidocq y a nadie ha de extrañar. Tampoco que los de mi cuento sean venezolanos. Hace tiempo que falto de allí pero me dicen que hoy en Madrid sales distraído de una arepera en Fuencarral y si no espabilas te arrolla una motodelivery de tequeños que corre por las aceras. Que en los mejores restoranes de Salamanca una locución muy oída, salida de labios bolichicos, es: “pónnos una tapita de anchoas cantábricas con aguacate, para empezar. Y un Glenlivet con hielo para el pana y un Talisker con soda para mí. ¿No tendrás casabe?”

Hablando con franqueza, la vergüenza que, salvo tratándose del béisbol de Grandes Ligas, siento a veces al leer titulares que aluden a Venezuela, me ha llevado aquí en Bogotá, cuya alcaldesa pulsa a cada rato la tecla xenófoba, a extremar mis modales hasta niveles protocachacos del siglo XIX y cribar de venezolanismos mi léxico, a enmascarar mi acento en público hasta sonar cruza de peruano y boricua y a que, si me preguntan de dónde vengo, diga que nací en Belice de madre costarricense y padre barranquillero.

Por eso le sueno veneco, señora, mil perdones. Le juro que no quise asustarla.

 

 

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