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Armando Durán / Laberintos: La crisis catalana no cesa

 

   La noticia disparó todas las alarmas. La Audiencia Nacional española había dado el primer paso de esta nueva y peligrosa etapa de la crisis catalana al dictar prisión incondicional para Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat, y siete ministros del Govern. No ha determinado aún, sin embargo, si emitirá orden de detención y entrega a las autoridades españolas del president de la Generalitat, Carles Puigdemont y de los cinco miembros de su gabinete que lo han acompañado en su fuga a Bruselas. Mientras lo decide, algo sí ha quedado claro: de la noche a la mañana, de nuevo España se encuentra al borde del abismo.

 

   Esta difícil encrucijada parecía haberse superado hace una semana, cuando la decisión de aplicarle a Cataluña el artículo 155, tomada por Mariano Rajoy con pleno respaldo del PSOE y Ciudadanos, fue recibida de forma tranquila por las autoridades catalanas destituidas. El anuncio de que también se celebrarían elecciones autonómicas el próximo 21 de diciembre, terminó de crear esta feliz ilusión de que el conflicto había sido resuelto sin mayores contratiempos. Pero ya se sabe, poco dura la alegría en casa del pobre. El efecto balsámico producido por la firmeza del Gobierno central, cuya inacción durante los dos años anteriores había estimulado a su vez las acciones más extremas de los partidarios del separatismo catalán, y la súbita e inesperada mesura de los miembros del Govern al no presentar resistencia alguna a la intervención total de su autonomía, catalana, combinación que había renovado de golpe la esperanza de todos, ahora se veía interrumpida bruscamente al conocerse la controvertida sentencia de la Audiencia Nacional.

 

   Desde el punto de vista judicial, la decisión de la Audiencia es inobjetable. Puigdemont y los miembros de su gobierno habían actuado flagrante y sostenidamente al margen de la Constitución al poner en marcha y llevar hasta sus últimas consecuencias un ilegal proceso independentista, pero desde el punto de vista político, y ese es el aspecto central del problema, el camino emprendido no lo es tanto. En definitiva, darle a los miembros del destituido tren ejecutivo catalán el mismo tratamiento que recibieron Luis Companys, presidente de la Generalitat y sus ministros, 30 años de prisión por haber proclamado unilateralmente la independencia de Cataluña en 1934, constituye a todas luces un innecesario factor de perturbación social. En Cataluña, todos los ciudadanos, al margen de las ideologías, son nacionalistas, aunque no todos son independentistas. Las encuestas y consultas electorales realizadas en Cataluña durante los últimos 20 años arrojan, con levísimas diferencias, que la suma de los votos de los partidos independistas son algo menos de la mitad, entre 46 y 48 por ciento según el momento, y de esta porción, unos entienden la independencia catalana como resultado de un acuerdo negociado con el Gobierno central y otros, como los partidarios de Puigdemont (Junts pels Sí) y Junqueras (Esquerra Republicana de Catalunya) buscan la independencia por la única vía que consideran factible: la ruptura.

 

   Ante esta realidad, cabe preguntarse si quienes a lo largo de estos dos últimos años avanzaron contra viento y marea hasta llegar al referéndum del 10 de octubre pensaban obtener al fin un apoyo electoral mayoritario, hasta ese instante inalcanzable, o si en sus cálculos esa consulta electoral sólo tenía el valor de una chispa necesaria y suficiente para incendiar la pradera. Por otra parte, en Madrid, a la hora de enfrentar este desafío del referéndum, ¿no tuvieron en cuenta que el empleo de la Guardia Civil para impedir por la fuerza la celebración del referéndum en realidad satisfacía a plenitud las expectativas de Puigdemont y los suyos, sobre todo porque la cobertura informativa de aquella jornada, en lugar de ocuparse del evento simplemente electoral puso, como era de esperar, todo el énfasis en el espectáculo mediático que ofrecía una represión desproporcionada del derecho ciudadano a votar? En definitiva, ¿por qué los protagonistas de este drama actuaron como lo hicieron, por error político o porque ambos buscaban una confrontación definitiva? ¿Y no fue precisamente esa misma disparatada razón la que impulsó al Gobierno central a aplicarle in extremis a Cataluña el artículo 155 de la Constitución, una decisión sin duda legalmente justificada pero que en lugar de facilitar la solución de un problema que nunca ha dejado de ser político en verdad lo agravaba?

 

   Quizá, esta fue la causa de que la aceptación tranquila de la aplicación del artículo 155 por parte de los miembros del destituido Govern catalán desconcertara a medio mundo. Y la causa también de que Puigdemont y sus ministros escaparan de Cataluña a toda prisa rumbo a Bruselas, donde resolvieron que si bien Junqueras y parte del gabinete regresarían a España para presentarse ante la Audiencia la mañana del jueves, Puigdemont, con el resto de su gabinete, permanecería en Bélgica, desde donde anunciaría que no se presentaría, porque el juicio que se les quería hacer era político y, por lo tanto, no le daba a él, presidente electo democráticamente del gobierno autónomo de Cataluña, garantías de que se haría justicia.

 

   Estas decisiones de Madrid por un lado y Puigdemont del otro les han servido a la Audiencia como argumentos para justificar la prisión incondicional dictada a los acusados, pues según la jueza que lleva el caso, la decisión de los ex funcionarios refugiados en Bruselas justificaba el temor a que se fugaran los que sí se presentaron. La eventual orden de “detención y entrega” de los fugados, si al final se dicta, sería un trámite judicial simple y rápido, porque Puigdemont y los ministros que lo acompañan se encuentran hasta este instante en un país miembro de la Unión Europea, situación que no requiere el engorroso procedimiento de la extradición, solicitud de gobierno a gobierno sujeta a todo tipo de interpretación política. Un atolladero que los dos grandes movimientos independentistas de masa, la Asamblea Nacional de Cataluña y Omnin Cultural, cuyos presidentes se encuentran recluidos desde hace dos semanas en una cárcel de Madrid, convoquen a su gente a tomar las calles en protesta contra el Gobierno central.

    

   Este nuevo giro de la crisis catalana, sin embargo, ofrece una salida. Si bien del caso de los miembros del Govern se ocupa la Audiencia Nacional, el de Carme Forcadell, presidenta del Parlament y demás miembros de su Mesa Directiva, acusados también de los mismos delitos de sedición y malversación presuntamente cometidos por Puigdemont y sus ministros, le ha correspondido al Tribunal Supremo, cuyos magistrados, en lugar de dictar penas preventivas de prisión para los acusados, se ha tomado una semana para tomar su decisión, con la finalidad de darle a los abogados algo más de tiempo para preparar la defensa de sus clientes.

 

   Por ahora, esta es la nueva válvula de escape para superar la crisis del día. Ya veremos cómo los contendientes mueven sus piezas en los días por venir. Lo que decida la Audiencia, sin embargo, tendrá un alcance muy relativo. En todo caso, como ocurrió con Companys y sus compañeros, liberados tras el triunfo electoral del Frente Popular en 1936, habrá que esperar por la voluntad que expresen los electores en las elecciones del 21 de diciembre. Hasta entonces, los movimientos de Madrid y los disidentes catalanes persiguen ventajas exclusivamente tácticas que, en el caso catalán, más allá de sus aspectos puramente constitucionales, constituyen un problema político de altísima carga emocional. Y será en ese escenario, el de las emociones y sus correspondientes manifestaciones de calle, donde al cabo de esta extenuante espera, los catalanes darán el paso que si bien no dejará atrás el problema, es posible que le devuelva una cierta normalidad a la vida ciudadana en Cataluña, que con suerte, quizá, volverá a ser como si nada de lo ocurrido desde hace dos años hubiera ocurrido. Aunque sólo sea por ahora.

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