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Carmen Posadas: Malena

Crecimos juntas. Con el Atlántico de por medio, pero juntas a lo largo de sesenta y muchos años. Hay amistades así. No hace falta hablar ni verse todos los días, incluso pueden pasar años, pero, al llegar el reencuentro, es como si no hubiese pasado ni media hora. De niñas, Malena y yo queríamos ser artistas de circo. Ella equilibrista y yo trapecista, y nos entrenábamos a diario. También nos gustaba la idea de ser tragadoras de sables y comedoras de fuego, y alguna tentativa hicimos en ese sentido, con chamuscadas consecuencias. Después yo me vine a Europa y ella se quedó en Montevideo y estuvimos tiempo sin vernos.

Cuando más adelante vino a pasar con nosotros una temporada, yo seguía siendo una niña feúcha y desgalichada mientras que ella, dos años mayor, había sufrido ya esa asombrosa metamorfosis que de un día para otro transforma crisálidas en mariposas. O para decirlo menos líricamente: yo seguía con calcetines y vestida como mis hermanas menores y ella llevaba ya medias de señorita, zapatos de tacón, minifalda sensacional comprada en Londres y unas gafas op art que le daban un aire muy Marianne Faithfull. Malena fue siempre así, rompedora, divertida, original, lanzada. A su regreso a Montevideo le dio por aterrizar con peluca rubia larga hasta la cintura, maxifalda escocesa y unas botas de plataforma que la hacían parecer altísima y mayorcísima. «Papá pasó por delante y ni me reconoció», recuerdo que me contó por teléfono, muy divertida.

 

Consiguió hacernos reír y llorar a todos contando las vicisitudes (algunas tronchantes) de su vida diaria

 

Años más tarde Malena se casó con mi tío Ignacio, de modo que, además de amigas, nos convertimos en tía y sobrina. Yo me casé también y comenzaron a llegar los hijos; yo tuve dos y ella cuatro: Magda, Juancho, Pilar y Francisco, devoción que compatibilizaba con sus otras dos pasiones: el deporte de competición y la ayuda a los demás. Los chicos fueron creciendo y, a lo largo de ese tiempo, a cada una nos tocó vivir alegrías, penas, también algún golpe duro de verdad, de esos que la mala suerte depara. Pero, en su caso, ni uno de los dolores más grandes que pueda sentir una madre le hizo perder el optimismo ni la fe, porque Malena siempre se las arregló para ver el bien donde otros encuentran solo desgracia. Y de pronto, un quebranto de salud. Ella, que no bebía, no fumaba, que era campeona de tenis y con sesenta y tantos años aún jugaba (y ganaba) al hockey.

Al principio pareció que se trataba de una pulmonía, después de uno de esos estafilococos rebeldes, hasta que llegó la noticia. Malena tenía cáncer y, por si fuera poco para alguien que siempre  sonreía a la adversidad, descubrieron que padecía, además, esclerosis lateral amiotrófica. La tan temida ELA, que según las estadísticas solo afecta de 2 a 5 personas por cada 100.000 habitantes. ¿Pero por qué ella? ¿Por qué dos males y tan terribles? Estas preguntas nos las hicimos todos, salvo Malena.

«Hoy me desperté y dije: ‘¡En mi setenta cumpleaños me vestiré de luces!’». Así comenzaba el monólogo que escenificó para sus amigos el pasado noviembre y con el que consiguió hacernos reír y llorar a todos contando las vicisitudes (algunas tronchantes) de su vida diaria. Porque, como ella misma escribió en carta a su yerno, que por esas fechas tuvo un brutal accidente de moto: «Yo no soy ejemplo de nada, pero, por si te sirve, Polito, te diré que, cuando vienen mal dadas, hay dos cosas que uno puede hacer. Una es ponerse trágico y de mal humor, agarrársela con los que más te quieren, pero de ese modo, pensé yo, solo conseguiré  vivir el tiempo que me queda sin ver todo lo bueno que tiene la vida. Así que preferí la otra. Elegí disfrutar al máximo de lo que aún puedo hacer, aceptar lo que no pueda sin rabia, agradecer por todo y reírme de mí y con otros». Y lo cumplió.

Como la  equilibrista que quería ser de niña, durante cinco largos años se las arregló para hacer inverosímiles malabares sobre el alambre de su infortunio, conjurar dolores, volar por encima de mil dificultades y mermas, siempre de buen humor, siempre dando gracias a Dios y a la vida sin olvidar  tampoco su táctica de pensar en otros y no en ella. Claro que hay que decir que Malena, como equilibrista de adversidades, era formidable, pero tenía red. Y esta era el amor sin fin de su marido, de sus hijos, de sus hermanos. También el cariño de todos los que la queríamos y admirábamos. Y la querremos y admiraremos siempre porque hay vidas así: más que un ejemplo, son un magisterio.

 

 

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