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Milagros Socorro: Historia de un menú en cinco fragmentos

 

 

La hojita con el menú había ido a parar a la papelera de la habitación de Lía. De hecho, iba directo a la basura cuando se abrió la puerta de la cocina y la corriente de aire la desvió de su trayecto. Doris la sacó de debajo de la mesa cuando barría y, como tenía instrucciones de no desechar ningún papel por viejo o insignificante que pareciera, lo metió en el cuaderno de recetas de la señora.

Ahí seguía semanas después, concluida la venta de los muebles, cuadros, lámparas, en fin, todo el contenido de la casa. La hija de la señora Lía había venido del extranjero, donde vivía hacía años, para vender todo. No conservaría nada, había declarado, con excepción de algunas joyas y fotos de su infancia. El resto, al remate y al aseo urbano. Por eso, cuando Doris le extendió, cogiéndolo con ambas manos como quien sostiene un incunable, el cuaderno de las recetas, la hija lo miró, esbozó un gesto de asco ante el montón de páginas escritas a mano, lleno de salpicaduras de salsas, lamparones de aceite y hasta pringues de… en fin, de algo indiscernible, y le hizo ese gesto con la mano que indicaba que podía quedarse con la menudencia. Era como un mohín de despedida, destinado a naderías que no valdrían nada en el mercado en el que había convertido el hogar de su madre muerta. Lo había hecho varias veces a lo largo de aquellas semanas, cuando se le presentaron objetos cuyo destino debía decidir, como unas batas de casa, una fomentera eléctrica, un secador de pelo de gorro y cierto baúl tan liviano que parecía vacío.

Hacía muchos años que la hija de la señora no veía el baúl, pero lo recordaba bien. Estaba colmado hasta la mitad de trajes como de película, un vestuario que su madre jamás usó (al menos, en tierra) mientras todavía era joven, y que luego arrumbó en algún rincón no transitado de la casa. La polvorienta valija no le despertó repugnancia, sino algo peor, una especie de desprecio piadoso, que era en general lo que sentía por su madre. Doris arrastró el maletón hasta su cuarto, al lado de la cocina y lo abrió un minuto antes de regresar al salón. Ahí estaba el ajuar que Lía había comprado, hacía más de medio siglo, para usar en el viaje entre Caracas y Ciudad Bolívar en el que invertiría sus últimas horas de soltería.

II

Lía se detuvo en lo alto de la escalinata. Desde el siglo XIX, cuando los transatlánticos se convirtieron en los palacios del mar, los barcos de pasajeros debían tener, en su salón de primera clase, un tramo de escalones cuyo descenso constituía una pasarela para que las damas lucieran sus trajes y la gracia de sus movimientos. Ya había transcurrido el primer tercio del siglo XX y aquel barco, aunque cómodo y bonito, distaba mucho de ser un coloso como el Normandie, el Mauretania, el Bremen, el Queen Mary, el Berengaria, el Empress of Britain… edificios iluminados que destellaban en la noche del océano como diamantes en terciopelo negro. El vapor Trinidad no era una mansión con interior de caoba, ni tenía columnas forradas de pan de oro, compartimientos acolchados, camas de maderas preciosas, lavamanos de mármol con agua fría y caliente, bañeras esculpidas en bloque de cuarzo, lámparas de cristal que tintinearan al ritmo del oleaje o timbres para llamar a los camareros. Mucho menos, salones que reprodujeran con exactitud los de antiguos palacios romanos o la residencia del conde de Toulouse, como hacía los colosales transatlánticos. Pero sí tenía aquella escalerita en cuyo alto se le cortó la respiración. Lía era entonces una jovencita tímida y estaba estrenando aquel traje de seda verde musgo que, quizá por la humedad que evaporaba del río y se extendía por el barco, se le había adherido al cuerpo, algo que no había ocurrido en el taller de la modista en la última prueba. Usar aquel traje, escotado y susurrante, aquella noche había sido un acto de audacia -eso tenían aquellos paraísos flotantes, te hacían sentir como fugitiva de la realidad, de la normalidad y de las normas. De hecho, Lía lo había extraído del fondo de la maleta, en cuya superficie había dejado las tenidas del barco. El traje de gala había sido confeccionado para la cena con sus futuros suegros, a quienes vería por primera vez.

III

Si no fuera porque Lía Casas Duarte guardó el menú de aquella noche, nadie recordaría al vapor Trinidad y el olvido se lo habría tragado como el mar engulló las colillas de cigarrillo de H. Urdaneta, el elegante vecino de mesa, con quien iba a extender la conversación hasta la madrugada.

Por razones que no podemos explicarnos, el vapor Trinidad no consta en ninguna de las listas de buques propiedad de la CAVN (Compañía Anónima Venezolana de Navegación), su propietaria. La CAVN fue fundada, con un capital de tres millones de bolívares, el 2 de agosto de 1917; eran tiempos del general Gómez que, como solía ocurrir, era su principal accionista. Ya antes, en 1910, el Benemérito había constituido, con quien entonces era su socio, Román Delgado Chalbaud, (quien luego sería su preso por 14 años), la Compañía Anónima Fluvial y Costanera, con vigencia hasta 1916. Y antes de esta, en 1904, se había creado, como ha escrito el Cap/Alt. José M. Ballaben Bueno, «la compañía Vapores del Orinoco, […] que garantizaba a los productores nacionales la logística fundamental para la comercialización de sus productos (plumas de garza, balatá, sarrapia, etc.) de gran demanda en los mercados nacionales e internacionales, así como el transporte de pasajeros».

La CAVN, pues, constituida en 1917, configuraría «casi un monopolio de la navegación naviera del país», afirma el historiador naval Ramón Rivero Blanco; y llegó a desempeñar un rol estratégico en el transporte comercialización y transferencia de cargas, desde Venezuela hacia el resto del continente. Y, sin embargo, no consta en ninguna parte que en su flota se contara el vapor Trinidad. Sabemos que existió porque, tras una noche de charla, risas y miradas lánguidas, Lía despertó justo a tiempo para arreglarse y correr al comedor donde se serviría el almuerzo que anuncia el menú.

En la mesa volvió a coincidir en el almuerzo con H. Urdaneta, pero esta vez no fue ninguna sorpresa, como sí lo había sido en la cena, cuando de repente un señor había venido a sentarse en la mesa reservada a las jóvenes que viajaban solas y a la viuda que hacía de chaperona. Él le había confesado que le había pagado a un camarero para que hiciera levantar a la señora y le diera el puesto a él; y que ahora había establecido “una relación laboral”, puesto que antes de cada comida y aperitivo, el camarero venía a buscar su mesada.

El hombre la hizo reír cuando le explicó que el consomé que abría el condumio de aquel mediodía se llamaba así “porque Lady Wallis Simpson, la norteamericana divorciada por quien el rey Edward de Inglaterra ha dejado tirada la corona, es tan flaca que parece una gallina”; que el rey Jorge VI, hermano de Edward, sudaba la gota gorda porque no estaba destinado a ser rey, pero como el otro se casó con una mujer que tenía aspecto de gallina y solo se alimentaba de consomés, ahora él se la pasaba el día sentado en  el trono, tartamudeando y transpirando; que la carne asada había sido bautizada en honor a Gómez, cuyas numerosas e inmensas fincas, así como sus empresas de congelación y exportación de productos cárnicos, eran harto conocidas; “los plátanos llevan el nombre de Stalin no porque este los conozca y disfrute, sino por todo lo contrario: el líder soviético toma sus decisiones, sobre todo, las más macabras y crueles, en cenas en el Kremlin donde corre el vodka y se prodigan barriles de caviar, antes, claro, de poner en la mesa el primero de los 24 platos del menú…¡¿Tantos?!, dijo Lía, con ojos arrobados. Sí, le respondió él, “porque, como no hay plátano al horno, los invitados nunca están satisfechos y aceptan un nuevo plato, a ver si el siguiente sí los deja conformes”; “las haciendas Huggins, unas fincas en algún hueco de los Estados Unidos, están solo para darle un toque bucólico a esta carta”.

—¿Y la música escasona?

—Es -respondió él, echando mano de la cigarrera de oro- una mentirijilla para que se vayan todos y nos dejen solos con la orquesta, y así pueda abrazarte mucho rato mientras la corriente del río nos bambolea.

Lía abandonó el comedor con el resto de los pasajeros para ir al bar, pero de pronto deshizo el camino a la carrera. Por suerte, los mesoneros no habían retirado el menú, que ella guardó como la prueba de que aquellas horas habían sido reales.

IV

Cuando Doris se fue de la casa donde había trabajado por tres décadas, se llevó muy pocas cosas. Su escasa ropa, las dormilonas de su patrona, la fomentera, el secador de gorro y el cuaderno de recetas que atesoraba la página de álbum donde la señora Lía había colocado el menú para luego guardarlo en la gaveta de su mesa de noche. Con mucha frecuencia lo sacaba para contemplarlo. Por eso, Doris sabía lo que había ocurrido y podía repetir al caletre los platos allí consignados, así como la interpretación del hombre que fumaba cigarrillos enrollados a mano.

La señora le había explicado que aquel viejo papel no tenía ningún valor y que si seguía allí era porque ella no era “más que una vieja sentimental”. Pero podría haber estado equivocada. Primero, porque ese menú de 1938 es prueba de que el vapor Trinidad, que, como dijimos, no aparece en ningún inventario de la flota, salvo en un comentario de Américo Fernández, quien, en su libro ‘Historia del estado Bolívar’, dice: «En 1937, la CAVN Venezolana de Navegación adquirió La Trinidad, que superó en muchos aspectos a los barcos que hasta entonces cubrían la ruta fluvial. La Trinidad tenía un camarote de lujo, cuatro especiales y trece más para el pasaje de primera con capacidad total de cincuenta cupos y seis camarotes de segunda clase para veinte personas. Este barco, adquirido para cubrir la ruta Trinidad-Ciudad Bolívar, desplazaba 970 toneladas brutas (750 netas) y desarrollaba una velocidad de diez y media millas por hora con un calado máximo de nueve pies. Tenía, además, comedor de primera, salón de baile, salón para fumar y era comandado por el capitán Chity Pardo».

Y, segundo, porque un documento como este menú mecanografiado a última hora podría alcanzar cierto precio en el mercado de memorabilia relacionada con transatlánticos y buques de pasajeros. En 2015, un coleccionista privado pagó 88.000 euros para hacerse con la carta de la última comida del Titanic, estampada con fecha del 14 de abril de 1912, que había sido rescatada por un pasajero de primera clase. En las subastas de este tipo de objetos salen lotes de: tarjetas postales, papelería (sobre y hojas), revistas y periódicos impresas en los paquebotes, carteles publicitarios, chequeras para compras a bordo, etiquetas de equipaje, boletos de barco de las diversas clases, cajas de fósforos, listas de pasajeros, folletos de seguridad, fascículos de instrucción acerca de la vida a bordo: horarios, servicios, cambio de divisas, etiqueta para casa ocasión; tarjetas de reservación de mesas, programas de deportes y otras diversiones, y hasta menús para perros. Todo marcado con el logo y los colores de los paquebotes, claro está.

V

Tres horas antes de que el Trinidad atracara en Ciudad Bolívar, Lía salió de su camarote y recorrió el barco varias veces. Había pensado que quizá en la víspera de la llegada a puerto, se harían explícitas algunas cosas que el trato constante con el hombre del esmoquin la habían llevado a suponer. Había decidido que, si esto ocurría, cancelaría su compromiso

En la medida en que el tiempo pasaba y ella seguía sin encontrar a su tierno amigo, estiraba más el cuello en el intento de atisbarlo en cubierta o como un celaje, pasando de un recinto a otro. No lo encontró. Pensó, con una sonrisa, que él podía estarle guardando una sorpresa. Y tenía razón.

El puerto parecía lleno de alegría. Los que esperaban a los pasajeros hablaban en voz alta y cada tanto gritaban para hacerse distinguir en la multitud. Los maleteros voceaban sus ofertas de servicios, lo mismo que los limpiabotas y los vendedores de dulces. Un camarero iba detrás de Lía para asistirla con el equipaje y ella persistía en su búsqueda. Ya casi tocaba el muelle y seguía sin verlo.

De pronto, una voz femenina gritó el nombre de él. Lía lo vio poner las maletas en el suelo y abrir los brazos. La mujer se lanzó al pecho de él. Mientras, la gente se iba apiñando a los lados. Casi no había por donde pasar, pero el camarero la empujaba con suavidad. Trastabilló. Las sienes le palpitaban. Se llevó la mano a la frente y entre los dedos vio a su novio, que llegaba a su lado, feliz y con una caja de orquídeas. Ella quería salir de allí, pero el gentío, que parecía crecer, se lo impedía.

—Señorita Casas Duarte -oyó la ansiada voz-, veo que terminó usted su viaje sin contratiempos. Por favor, permítame presentarle a mi esposa…

Lía forzó una sonrisa y, a su vez, presentó a su “prometido”. En el camino hacia la ciudad, el novio se inclinó hacia ella para decirle algo al oído, pero se contuvo, al tiempo que olisqueaba muy cerca de ella.

—¿Has estado fumando? -le preguntó él.

—¿Fumando? No, nunca.

Se quedaron en silencio hasta que ella le pidió que la llevara a una tienda, antes de llegar a la casa de sus padres. Quería comprarse algunos vestidos.

—Los que traigo en el equipaje están un poco deteriorados.

—¿Por el olor a tabaco, acaso?

—No. Por la humedad del río.

 

 

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