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¡Piedad! ¡No hagáis una Notre-Dame reciclable e inclusiva!

Uno se imaginaba que, terminado el incendio, lo peor ya había pasado. Pues no. Parece que mayores peligros aún amenazan a la catedral. El futuro de las obras se ha convertido en pocos días en un campo de batalla. La cosa va más allá de una nueva versión de la disputa de los Antiguos y los Modernos. Lo que algunos, explícitamente, quisieran enterrar es la memoria de Francia. Es la historia del país lo que se intenta reescribir, so pretexto de inocentes actualizaciones a gusto de hoy.

¿Hay que restaurar la catedral del siglo XIII, en cuyo caso también habría que volver a pintar, como entonces, las estatuas y las fachadas con vivos colores? ¿O bien hay que respetar a Viollet-le-Duc? Dista mucho de estar cerrado el debate sobre lo que puede significar la autenticidad de un monumento que ha sido retocado múltiples veces. De momento, lo que se plantea es otra cuestión mucho más fundamental. Se multiplican extrañas declaraciones: el primer ministro Édouard Philippe anuncia la organización de un concurso para diseñar una nueva aguja “adaptada a los retos de nuestro tiempo”. Otros proponen sustituir la sosa techumbre providencialmente convertida en humo por un magnífico invernadero que sería un “espacio laico transparente”. “Sin cortar ningún árbol”, se precisa. Otros, por último, como la web RollingStone, pretenden que el monumento era un símbolo muy pesado de una “idealizada Europa cristiana que nunca existió” (sic). Un arquitecto de la universidad de Harvared, Patricio del Real, ha declarado: “el edificio estaba tan cargado de significaciones que su incendio parece un acto de liberación”. Y RollingStone lo remacha diciendo: “cualquier reconstrucción tiene que ser una reflexión no sobre la vieja Francia, o sobre la Francia que nunca ha existido —la Francia blanca y no laica—, sino sobre la Francia de hoy, una Francia que está construyéndose”. Se tilda de “ingenua” la idea de reconstruir tal cual, pues el futuro edificio ha de ser una expresión de “lo que somos hoy”.

¿Fue “ingenuo” reconstruir tal cual la ópera de la Fenice o el parlamento de Bretaña? ¿Se espera de los griegos que restauran el Partenón un gesto arquitectónico que ponga a Fidias a gusto de hoy? Cuando se haga su próxima restauración, ¿se le añadirá a la Gioconda alguna marca de los “retos de nuestro tiempo”? ¿Por qué un edificio histórico renovado tendría que ser más retocado que un cuadro antiguo?

Notre-Dame corre el riesgo de ser confiscada por nuestro siglo.

Notre-Dame corre el riesgo de ser confiscada por nuestro siglo. Recurriendo al pretexto de la renovación, ésta podría servir de excusa para que las obras permitieran esterilizar este molesto símbolo de una época que se quiere olvidar. Algunos ven en ello una ocasión pintiparada de hacer avanzar su programa revolucionario, transformando el testigo de un pasado al que se odia en una celebración del orden nuevo. El debate en torno a las obras de Notre-Dame es revelador de los fundamentalismos sobre los que se alza nuestra modernidad.

El culto de la tierra-madre, en primer lugar, quisiera prohibir el “sacrificio” de árboles para la reconstrucción, ignorando la posibilidad de una gestión razonada de los bosques. Como se considera que el ser humano es un parásito en la superficie del globo, cualquier monumento es en sí mismo una provocación que conviene expiar. Como ya no bastan los tótems ecológicos que son las eólicas, pues se empieza a conocer su terrorífico balance real, se reclaman otros ostensibles gestos de sumisión. ¿Qué hay más visible que el techo de Notre-Dame? Se le pedirá mañana que, como mínimo, sea de energía positiva y reciclable.

La segunda obsesión contemporánea que se expresa en ciertas declaraciones es la permanente celebración del progresismo, presentado como la feliz culminación de la historia moral al cabo de milenarios de extravíos. El incendio de Notre-Dame se transforma de tal modo en una especie de nueva hoguera de las vanidades. Los modernos Savonarola nos gritan que reneguemos nuestras antiguas pasiones, que nos olvidemos de esos absurdos fervores que condujeron a la gente de hace ocho siglos a construir eses barcos de piedra hoy pasados de moda. En realidad no se trata de ningún combate de los cristianos contra las demás religiones, o de los creyentes contra los no creyentes, sino de un enfrentamiento entre quienes reconocen la importancia (¡y la existencia!) de nuestras raíces, y los apóstoles de la nueva fe igualitaria. Según esta última, el orden antiguo tiene que ser objeto de una metódica damnatio memoriæ a fin de ser remplazado por el rostro jovial de una modernidad inclusiva, solidaria, duradera y festiva.

¡Piedad por Notre-Dame! No le hagamos llevar otro mensaje que el que sus constructores quisieron transmitir. Respetemos el testimonio de fervor y de valentía que nos envían a través del tiempo y dejemos nuestra época a las puertas de la catedral. No exijamos de semejante monumento que penetre en nuestro siglo, precisamente porque, manteniéndose intemporal, es como su alcance se mantendrá universal.

 

 

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