Villasmil: Bufones
Había una vez un presidente norteamericano que se negaba a aceptar los resultados electorales que confirmaban la derrota en su aspiración a ser reelegido. Estaba tan convencido, que incluso afirmaba su victoria –y que no reconocería un resultado distinto- meses antes de la elección. Llegaba al extremo de no aceptar métodos de votación perfectamente legales (y que él había usado en el pasado, como el voto por correo).
Estamos hablando de Estados Unidos, por ende cualquier reclamo debía hacerse mediante las instituciones judiciales. Y para ello, convengamos todos, siempre es necesario –por desgracia, dirán algunos lectores- acudir a la asesoría de los profesionales del derecho, los abogados.
Y fueron legión los que acudieron en su auxilio, casi había que quitárselos a sombrerazos; a fin de cuentas, ¿qué mayor publicidad que asistir jurídicamente, ante todo tipo de tribunales (incluyendo la posibilidad del lomito mayor, de la sala de litigios más prestigiosa del país, la Corte Suprema) al presidente en funciones del país, que se consideraba maltratado, presuntamente violados sus derechos por una conspiración que incluía a media humanidad, nacional e internacional, a empresas de tecnología electoral, a miles de funcionarios e instituciones, e incluso a un tirano latinoamericano fallecido?
Aparecieron entonces jurisconsultos de toda clase, grandes ligas de prestigiosos bufetes regionales, así como abogados menores, triple A en ascenso con expectativas del tamaño de sus ambiciones ilimitadas; todos ansiosos por oler en serio los aromas del poder. Pero nada de palomas, de viejos, calmados y venerados profesores de derecho, académicos de prestigio, autores de enjundiosos tratados. Qué va. Esos se quedaron en sus casas, que el virus chino seguía haciendo estragos. Y al igual que en la política, en el ejercicio del derecho la metáfora de las palomas tiene como contraparte a los halcones (zamuros, diría un amigo mío, abogado por cierto). Los legistas contratados fueron informados que los estados donde se centrarían los esfuerzos de reclamo serían Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Nevada, Arizona y, sobre todo, por lo que entrañaba simbólicamente en la historia del partido Republicano (desde los años sesenta) y del Sur, Georgia. Pero dentro de ese gentío abogadil los protagonistas de esta nota son dos, que fueron los que acapararon la atención mediática y que hicieron de sus presentaciones ante la prensa (aparentemente, en los tribunales la cosa era muy distinta) casi un acto de fervorosa peregrinación epifánica en defensa de la Justicia y la Verdad, con actuaciones dignas de las mejores películas del género tribunalicio.
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¿Quiénes fueron nuestros dos pseudo-héroes, el caballero –y caballera- andantes que se lanzaron al terreno a luchar por los derechos de su campeón, el rubio empresario de Queens? Rudy Giuliani y Sidney Powell. El primero, de larga carrera política neoyorquina –últimamente algo desteñida-, y la segunda una desconocida que llegó un día a las oficinas presidenciales y se ofreció como una especie de martillo humano que destruiría todas las malvadas conspiraciones contra su líder.
¿Cuáles fueron sus argumentos centrales?
Ambos pregoneros, con jetas contrapuestas -el uno serio y parlanchín pero vacío, ella jurídicamente endeble y bobalicona- llegaron a afirmar, por ejemplo, que para modificar los resultados se había usado un programa informático diseñado específicamente por órdenes de ese genio de la tecnología llamado Hugo Chávez Frías. O sea que las elecciones norteamericanas habían sido influidas por un tirano que ya tenía años fallecido.
Ambos, Giuliani y Powell, sin saberlo (y probablemente sin conocer a su autor), hicieron suya una frase del chavista hispano, líder de Podemos, hoy lanzado en aventuras electorales madrileñas, Pablo Iglesias: ““la política es también el arte de lo que no se ve”.
Porque hasta el día de hoy nadie ha visto las irregularidades por ellos señaladas. Sus argumentos se iban en generalidades que se desvanecían, como los jabones de olor, con un simple lavado de manos.
Cuando la prensa les solicitaba algún aterrizaje argumental mínimamente concreto –eso molestoso de las pruebas, de las pruebas que se prueban, claro- siempre obtenía una destemplada respuesta del tipo: “Ya habrá tiempo para ello; no es cuestión de entrar en detalles”. Como afirma el veterano periodista hispano Gregorio Morán, “los detalles, ¡qué importantes son los detalles! Ejercen el papel del ADN de nuestras falsedades”.
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La realidad, al final, fue otra. Más de sesenta derrotas judiciales, ante jueces de diversa condición, orientación política, ubicación geográfica y experiencia jurídica. Incluso vergonzosas debacles ante el máximo tribunal, a pesar de que muchos seguidores del expresidente (y él mismo) en redes sociales aseguraron, una y otra vez, que allí se daría la (finalmente victoriosa) batalla decisiva, que ¡por fin! se presentarían las pruebas del contubernio conspirativo, y que además se contaba con los seis magistrados conservadores, de los cuales tres habían sido incluso propuestos para el cargo por el propio presidente. Nada que ver. Los nueve magistrados rechazaron por unanimidad sus alegatos. Varias veces.
El descrédito de nuestra gorda y su flaco, Powell y Giuliani, es tal que ambos parecen merecedores de una castigo ejemplar. Sobre todo porque su lema, a pesar de las derrotas judiciales en tribunal tras tribunal, estado tras estado, parecía una imitación cantinflérica: “avanzamos, avanzamos, pero retrocedemos”.
El castigo parece que viene: en estos días Giuliani y Powell han tenido que volver a los tribunales, a defenderse como gatos panza arriba ante mil millonarias demandas judiciales de empresas que se sienten justamente afectadas por sus enloquecidas imprecaciones anti-jurídicas, como la compañía de tecnología electoral, Dominion (la cual, por cierto, también ha demandado al canal de Tv Fox News, otrora el canal favorito del expresidente).
¿Y cuál ha sido la respuesta de la señora Powell? Ella dijo el pasado 22 de marzo que la demanda por parte de la empresa Dominion debe ser desestimada porque cuando ella afirmó que la empresa participaba en un esquema de fraude electoral junto con la dictadura venezolana, ella solo estaba emitiendo opiniones, y “nadie en su sano juicio podía llegar a pensar que esos señalamientos tenían vinculación con la realidad“ (o sea, que no eran “statements of fact”), que era imposible que semejantes mentiras pudieran ser creídas por una persona razonable. Vale decir, que eran simples extravagancias suyas, casi como afirmar que ella estaba echando broma, o contando un chiste, pues. Y si se lo creyeron, bueno, no es culpa de ella.
La señora, por lo visto, considera que no se le pueden aplicar las reglas éticas que impiden que los abogados, en su trabajo a nombre de un cliente, presenten información falsa y mientan ante la corte.
Al parecer, las facultades de derecho de las más importantes universidades gringas, como Harvard, Yale o Columbia, están analizando la defensa de Powell, y una tuitera ya le puso adjetivo calificativo: la “defensa bufona”. En realidad estos auténticos bufones están aprendiendo que la verdad, después de todo, sí importa.
Mientras, el cada vez más derrotado expresidente no dice esta boca es mía. Claro, es que debe estar muy ocupado preparando su defensa ante la copiosa avalancha de demandas judiciales que él a su vez deberá enfrentar.