Muere el fabuloso Jimi Hendrix
El 18 de septiembre de 1970 fue viernes. Según la versión oficial, a Jimi Hendrix —quien pasó su última noche junto su última novia, Monika Dannemann, en el apartamento de ésta en Notting Hill— no le dio tiempo a llegar al hospital, ahogándose en su propio vómito. Cinco días después, el doctor Gavin Thurston —patólogo responsable de la autopsia—, certificó que ésa había sido la causa del óbito. Ahora bien, aquella arcada fatal fue el resultado de la ingesta de barbitúricos y otras sustancias, todo ello mezclado con el vino de la última cena. Todavía es ahora, 54 años después, cuando su muerte sigue envuelta en extrañas circunstancias.
“Están esperando que los tipos de mi calaña se hundan y mueran, / pero mi bandera va a ondear alta, muy alta. / Moriré cuando me llegue la hora, / así que dejadme vivir del modo que yo quiera”. En efecto, el propio Hendrix escribió esto respecto a su hora postrera —para Jimi el reloj se paró entre las 11.30 y las 12.45 de aquel viernes de hace más de medio siglo—, y él mismo parecía presagiar que el final estaba cerca en esta estrofa de «If Six Was Nine», una de las canciones señeras de Axis: Bold As Love (1967), el segundo álbum de The Jimi Hendrix Experience, la legendaria banda que formó junto a Noel Redding (bajo y voz) y Mitch Mitchell (batería). El acierto en el vaticinio hace honor a su genialidad con la guitarra.
«El fulgor no lo fue por la muerte del gran Hendrix. La gloria vino dada por esa leyenda que nació con el fallecimiento del mago de la Stratocaster»
En fin, que el 18 de septiembre de 1970 su “experiencia” sobrepasó al músico. La ya manida cita de la Meditación XVII, del John Donne de Devotions Upon Emergent Occasions and Death’s Duel (1623), sobre el repicar de las campanas, eso de que siempre redoblan por quien las está escuchando, porque la humanidad entera se ve disminuida si muere una sola persona, en este caso no sirve. Todos los que veían venir lo que la juventud estaba fraguando en torno al rock en Londres, en San Francisco, en Ámsterdam, en los caminos perdidos de Asia, en el espíritu de Berkeley que estaba levantando de costa a costa a todos los campus estadounidenses e incluso en la Sevilla de la glorieta de los Lotos, donde, vía base de Rota, llegaban diez días después de su publicación los discos del rock ácido californiano, sintieron cierto alivio cuando se dio noticia de la muerte del fabuloso Jimi Hendrix en extrañas circunstancias. Naturalmente, el esplendor del momento no hay que buscarlo en el deceso, triste como cualquier hecho luctuoso, especialmente para los amantes del rhythm and blues y de los blues del delta del Misisipi que en la Fender Stratocaster —a la que prendió fuego en algunas ocasiones— del gran Jimi terminó de fusionarse con el rock de forma indisoluble. No, claro que no. El fulgor no lo fue por la muerte del gran Hendrix. La gloria vino dada por esa leyenda que nació con el fallecimiento del mago de la Stratocaster: un mito del rock, y —digámoslo una vez más— junto al cine, el ritmo del Diablo fue la manifestación cultural más importante del amado siglo XX. El sábado siguiente no quedaban discos de Jimi Hendrix en los comercios de Londres.
La prensa, mucho menos condescendiente con las drogas de lo que, con el tiempo y como el resto de la sociedad, habría de serlo en lo venidero, cuando surgiera un nuevo entendimiento del sedimento de la sedición juvenil de aquel final del verano del 70, consciente de que el guitarrista estadounidense aún tenía abierto un proceso en Canadá por posesión de estupefacientes, y que estas sustancias tóxicas hacían furor en el Swinging London, no escatimó descalificaciones para quien parecían considerar la mala conciencia del rock. Jesús Ordovás, uno de los primeros estudiosos españoles del maestro de la Fender, ya en 1974 lo describió con exactitud en el texto que le dedicó entonces: “Hendrix es la furia y el extremismo musical llevado al límite. Es el guitarrista perfecto que conmueve el pop en sus cimientos; es el exceso, la pureza y la tragedia”. Y a renglón seguido sostiene: “En el transcurso de su fulgurante evolución musical pueden rastrearse las miserias y grandezas de todo un modo de vida que representa una constante contradicción entre el éxito y la marginación”.
«Nacía un mito que va desde los festivales en los que sintonizaba con el público como pocos músicos hasta las grabaciones póstumas que, tras The Cry of Love, empezarían a comercializarse»
Y las chicas. Cualquiera que sepa del escándalo que había causado en Estados Unidos un par de años antes la portada de Electric Ladyland (1968) —lleno de chicas desnudas sobre un fondo negro—, tercer álbum de The Jimi Hendrix Experience, sabe lo que eran las mujeres para Jimi. Su historia acaba en los brazos de Monika. Pero también podemos decir que —al menos la que daría lugar a la leyenda— empieza en los brazos de Linda Keith. El futuro mito aún era un guitarrista de The Blue Flames, formación que animaba el café Wha?, del Greenwich Village neoyorquino, cuando comenzó un romance con Linda Keith, una modelo británica que, fascinada con sus habilidades, se lo llevó a Londres y estuvo presentándole a diferentes managers hasta que Chas Chandler, bajista de The Animals, se puso a ello.
¡Debemos tanto a Linda! Jimi tuvo muchas novias. Dicen que Lithofayne Pridgon fue la inspiración de Foxy Lady, que vivió sus tres primeros años en Londres junto a Cathy Etchingham, justo al lado de la casa que habitó Händel. Pero puede decirse que toda la experimentación sonora, una buena parte de la grandeza del músico, fue debida a la determinación de Linda para llevarle a Londres. Hace hoy 54 años nacía un mito que va desde los festivales —Monterrey, Wight, Woodstock— en los que sintonizaba con el público como pocos músicos, hasta las grabaciones póstumas que, tras The Cry of Love (1971) empezarían a comercializarse. Así se escribe la historia, fabuloso Jimi Hendrix.
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