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Ángeles Mastretta: Covidiario 23 de abril, 2020

Inauguramos este diario colectivo en el que varias voces irán compartiendo incidencias, sucesos, acasos, apuntes de una fecha específica. Son extractos de vida para acompañar el encierro.

Riego las violetas que dan a mi ventana. Hoy es el día mundial del libro. Ayer empezó a llover. Esta noche cumpliremos un mes y una semana de retiro.

Los días se parecen, pero pasan por mí cada uno a su manera. Despierto como si a diario me esperara una sorpresa. Y la encuentro. En una conversación, en una carta, en la voz o un pedazo de los ojos que se asoman tras el sauce, con que mis nietos han aprendido a saludarme desde lejos. Sin duda, en las noticias que mi cómplice de encierro leyó en la madrugada.

Ilustración: David Peón

Despierta por ahí de las cinco y lee como si le urgiera desayunar conjeturas. Casi siempre, ha vuelto a dormirse cuando a mí me despierta la campana del camión que viene por la basura.

Sí, soy una privilegiada, me digo. Don José toca el timbre y mi tocaya le entrega una bolsa. Es un intercambio raro, hasta hace dos días él no usaba máscara y ella es más precavida que una cirujana. Se ha quedado a acompañar nuestro confinamiento con el suyo. Deja el atado en el suelo y corre hacia adentro. Buenos días, oigo que dice. Buenos días, responde él y se va con su carrito hacia otra casa. Don José es el responsable de que yo haya podado las ramas de los árboles que daban a mi patio. Dijo que era peligroso y que ahí podían meterse unos ladrones. Desde las escaleras, cuando me asomo, veo mi barda vacía del verde incauto que traían esas ramas y, al tiempo en que lo bendigo, por venir, maldigo la hora en que le hice caso.

Yo nunca había sido miedosa, no se me ocurrió jamás pensar en los ladrones. Pero aquí estoy: guardada. ¿Por miedo? ¿A qué? A todo mal.

Hemos venido a descubrir que somos viejos. De todas mis sorpresas diarias, la primera, la recurrente, es ésta obligación que ha sido reconocerme como una vieja. Por eso bailo todas la noches. Para retar no sé a quién. No a la muerte, que tenemos amordazada tras la puerta. Pero sí a su premonición.

Me he pintado las uñas para ir a la junta de nexos que tenemos, por las pantallas, cada jueves. No es que alguien vaya a verlas, es que yo quiero verlas. Quiero una blusa azul y un poco de agua de azahar para salir al encuentro de quienes piensan en lo que alarma o lastima al país que es de ellos más que nuestro: los jóvenes que hacen la revista.

Cada uno y todos están también en su claustro, pensando en lo que nos espera. En lo que no sabemos qué tan malo será. En lo que por más cuentas que nos hacen y hacemos no acabamos de saber cómo viene.

“Se llama Covid-19”, le dije ayer a Toña la Negra mientras cantaba Ven acá, la vieja canción del disco de Agustín Lara con el que acompañé mi pena y mi dicha de ya no ser joven.

Qué manera de custodiar sufrimientos menores con palabras mayores era la mía cantando boleros a los veinte años. El desamor de entonces. Un drama que ahora me da risa. Los boleros eran música de otra época, de treinta años antes, pero a mí me quedaban bien entonces, por ahí de 1973.

Hay un viento espeluznante agitando los árboles que veo a mi alrededor. El fresno de la calle, lo más cercano a una montaña que me regala el horizonte, parece llamado a una batalla. Y la bugambilia está lloviendo flores. El liquidámbar trae un escándalo joven. Tiene treinta años. El fresno quizás vio el combate de Molino del Rey.

Llamo a Héctor a comer.

Son cuarto para las cinco —le digo.

—Pues sí, pero ahí viene una tormenta de la puta madre.

Tiene que cruzar el jardín. Son diez metros, pero es que parece que va a caerse el mundo antes de tiempo.

—Por eso. Ven ya.

Me respondió que sí, pero sólo cruzó media hora después, cuando el viento había detenido su guerra y poco antes de que empezaran a caer las tímidas gotas de un aguacero que no llegó. Mañana habrá que pedirle a don José que nos preste su escoba de varas, para levantar los restos del naufragio.

Nos sentamos a comer la rara minuta que ha organizado la libertad de nuestra clausura. Yo pescado ahumado con aceite de oliva. Él —este hombre que me quitó de los boleros—, los restos de un queso relleno.

Luego, cada abeja se va a su panal. Yo a mi máquina, él a la suya. A escribir como quien exorciza.

Oigo en el noticiero que la Organización Mundial de la Salud quiere que al contagio se le llame trasmisión, “para no estigmatizar”. ¡Qué tontería! Vamos a terminar llamando a los zapatos, forros para los pies bonitos.

Hoy es el día del libro, el día 23 de abril, el día en que la tormenta no fue tal. Así sea.

 

 

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