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Armando Durán / Laberintos: La Colombia que vendrá

   Las últimas encuestas realizadas antes de la primera vuelta de la elección presidencial colombiana, celebrada el pasado 29 de mayo, le daban a Gustavo Petro, hombre de izquierda que inició su trayectoria política en las filas guerrilleras del M-19, algo menos de 40 por ciento de los votos. Todas, el Centro Nacional de Consultoría, Invamer, Guarumo y EcoAnalitica, coincidían en indicar que el segundo lugar lo ocuparía Federico “Fico” Gutiérrez, ex uribista y candidato de una coalición de centro derecha llamada Equipo Colombia. En tercer lugar quedaba Rodolfo Hernández, hombre de negocios que saltó a la política como alcalde de Bucaramanga, de 2016 a 2019, quien en todas sus declaraciones ha señalado que no es de izquierda ni de derecha, advertencia que ha contribuido a que muchos lo consideren un “populista” al estilo de Donald Trump.

   De acuerdo con la ley electoral colombiana, está prohibido realizar y divulgar resultados de estudios de opinión durante la última semana de campaña, pero para ese momento, sin necesidad de encuestas, ya se percibía que la popularidad de Hernández crecía como la espuma, excepto en Medellín, reducto de Gutiérrez y de Álvaro Uribe, fenómeno que se materializó cuando las autoridades electorales anunciaron la noche electoral que Hernández, con 28 por ciento de los votos emitidos, superaba a Gutiérrez por 4 puntos porcentuales y, por lo tanto, sería el contrincante de Petro en la segunda vuelta.

   La histórica confrontación colombiana entre liberales y conservadores se deshizo tras las dos victorias de Uribe y la primera de Juan Manuel Santos como expresión exitosa del rechazo ciudadano a un bipartidismo que ya carecía de sentido, y marcó el inicio de lo que parece indicar que a partir de ahora Colombia se suma la tendencia continental de transformar las luchas electorales entre partidos que ajustaban sus pasos a las normas del “establecimiento” construido y conservado sobre la buena conducta de una élite política de intereses comunes compartidos, en un enfrentamientos entre acuerdos y coaliciones de personalidades políticas unidas transitoriamente por intereses electorales. Desde esta perspectiva, todo hacía pensar que esta elección presidencial sería una confrontación entre la ruptura de esas normas de buena conducta, representadas por el izquierdismo de Gustavo Petro, y quienes, liberales, conservadores o populistas de derecha, se oponen a ese borrón y cuenta nueva de los ingredientes que hasta ahora le han servido a las élites política y económica del país para cocinar sus avenencias.

   La novedad que presenta el resultado de esta primera vuelta electoral es que la opción que se le presentará a los electores en la segunda vuelta no será la de votar a favor de Petro o en su contra, ni siquiera a favor o en contra de un “establecimiento” que, por supuesto, no se identifica con Petro, pero tampoco con Hernández, cuyo súbito y vertiginoso ascenso en la conciencia y el corazón de los colombianos se explica, precisamente, por su rechazo a los patrones y mecanismos de la vieja política colombiana. La importancia de esta alteración de lo previsible es el hecho de que Petro y Hernández, ambos candidatos del anti-establecimiento, uno desde izquierda y el otro desde derecha, acaparan el voto de dos terceras partes electorado colombiano.

   Para simplificar el análisis podríamos al menos sugerir que se trata de la modalidad actual del viejo proyecto que acordaron impulsar al alimón Fidel Castro y Hugo Chávez en 1999 para crear, no por la vía de la lucha armada como fue el caso cubano, sino mediante la manipulación de las fórmulas tradicionales del sistema democrático que se pretendía destruir, una alianza continental socialista y antiimperialista, es decir, anti Estados Unidos, que ellos llamaron ALBA, Alternativa Bolivariana de las Américas, como respuesta revolucionaria del siglo XXI al ALCA, Alianza de Libre Comercio de las Américas, imperial sueño neoliberal de George Bush padre para garantizarle a Estados Unidos un mercado cautivo de mil millones de consumidores.

   El éxito del radical proyecto caribeño fue notable y sin la menor duda amenazante. Gracias al liderazgo de Castro y a los recursos financieros venezolanos que Chávez administraba sin rendirle cuentas a nadie, sobre el mapa político de América Latina comenzaron a soplar desde entonces nuevos vientos de cambio con la toma del poder por Luiz Inácio Lula da Silva, en Brasil, Tabaré Vásquez primero y José Mujica después en Uruguay, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Michelle Bachelet en Chile, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, el reaparecido Daniel Ortega en Nicaragua, y las insignificantes pero numerosas islas del Caribe, incluyendo a República Dominicana en el lote, cartas de triunfo indiscutible del dúo Castro-Chávez. Sin embargo, en poco tiempo, tres circunstancias imprevistas deshicieron este empeño radical: la crisis mundial de 2008 y el derrumbe de la economía venezolana, la enfermedad y muerte de Chávez y el eclipse físico de Castro.

   En ese punto, el péndulo político latinoamericano de nuevo cambió el rumbo político de la región. Con Chávez y Castro fuera del juego y sin la afluencia financiera de Venezuela para mantener bien engrasada la costosa maquinaria bolivariana desde el Río Grande hasta la Patagonia, poco a poco, fueron desapareciendo los viejos aliados latinoamericanos del ALBA y sus espacios los ocuparon nuevos rostros, como los empresarios Mauricio Macri en Argentina y Sebastián Piñera Chile, o Jair Bolsonaro en Brasil. Esa drástica vuelta de la tuerca política latinoamericana no sirvió de nada, sino todo lo contrario, y con la excepción de Bolsonaro, quien a pesar de las múltiples crisis que ha debido enfrentar sigue siendo el señor del Palacio de Planalto, han comenzado a conquistar el poder regional una serie de dirigentes que expresa o tácitamente se sienten representantes de una nueva y renovada izquierda latinoamericana: Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández y Cristina Kirchner en Argentina, Luis Arce, ex ministro de Evo Morales, en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile y, como posibles futuros presidentes de Colombia y Brasil, Petro y Lula da Silva.

   En el caso de Colombia todo depende de las urnas en la segunda vuelta, que se celebrará el próximo 19 de junio. Hasta ahora solo se dispone de una encuesta del Centro Nacional de Consultoría, con trabajo de campo realizado inmediatamente después de la primera vuelta, que registra un empate técnico de ambos candidatos, con un veinte por ciento de electores indecisos o que dicen sentirse inclinados a votar en blanco. Un resultado incierto, pues a pesar de que “Fico” Gutiérrez declaró que apoyaría a Hernández para derrotar a Petro, no todos quienes los respaldaron   se muestran en esta encuesta dispuestos a respaldar la candidatura de Hernández.

   En los sondeos anteriores a la primera vuelta, a la pregunta de cuál aspirante a la candidatura presidencial tendría mejor oportunidad de derrotar a Petro en la segunda vuelta, Invamer y CNC señalan que Petro le ganaría a Gutiérrez 52 a 44 por ciento, a Fajardo 57 a 39 por ciento y a Hernández 50 a 48. O sea, que Petro derrotaría a cualquiera de sus tres posibles adversarios en la segunda vuelta, pero de manera mucho muy ajustada si el contrincante es, como en efecto será, Hernández, quien también es visto tan opositor al establishment como Petro, dato que emplearán los asesores electorales de ambos candidatos para reforzar este rechazo, aunque desde diferentes posiciones ideológicas.

   Más allá de las sumas y restas que surjan de las negociaciones en marcha de los representantes de Petro y Hernández con los precandidatos derrotados en la primera vuelta, lo que queda claro es que quien gane la segunda vuelta ganará gracias a la indignación ciudadana por el fracaso evidente de las fórmulas políticas y partidistas tradicionales. Lo que tampoco se puede poner en duda es que es que, con sus votos, los electores colombianos le darán al próximo presidente el mandato de integrarse al actual bloque regional de ruptura, si bien no antisistema del todo, sí de cambio profundo en las coordenadas políticas de la gestión de gobierno en América Latina y, lo que es más importante desde el punto de vista de política internacional, de las relaciones de las naciones latinoamericanas con Estados Unidos. Prueba de fuego de esta nueva cuadratura del círculo entre las dos Américas tendrá como escenario la IX Cumbre de las Américas, que se instala en Los Angeles hoy, mientras escribo estas líneas. De ello nos ocuparemos en esta columna el próximo viernes.

 

 

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