El Salvador: Castigo divino
En enero de 1970, el sacerdote Inocencio Alas fue secuestrado por policías nacionales en las cercanías de la Catedral de San Salvador, lo torturaron y abandonaron desnudo en una carretera. Alas había discutido ese día con los dirigentes de la ANEP sobre la necesidad de una Reforma Agraria. Este fue el primer ataque de la oligarquía contra quienes consideraban “curas revoltosos”. En los siguientes 19 años fueron asesinados 18 sacerdotes, cinco monjas y centenares de catequistas. Miles de campesinos organizados en comunidades eclesiales y otros que solamente vivían en lugares considerados bajo influencia de “religiosos comunistas”, fueron masacrados. Treinta sacerdotes fueron expulsados del país, decenas de iglesias, casas parroquiales, colegios, universidades, imprentas y radioemisoras católicas sufrieron ataques terroristas con bombas, ametrallamientos y asaltos por parte de militares, policías y escuadrones de la muerte. La Universidad Católica Centroamericana (UCA) de los padres jesuitas sufrió 20 atentados con bombas y el colegio de niñas Sagrado Corazón fue ametrallado varias veces.
El Salvador es el país del continente donde más religiosos fueron asesinados por un régimen político en la segunda mitad del siglo XX, en ningún otro lugar se produjo una persecución tan despiadada contra religiosos católicos como en nuestro país. La guerra civil estalló con el asesinato del Arzobispo Arnulfo Romero en marzo 1980, y la paz se volvió inevitable luego de la masacre de seis sacerdotes jesuitas en noviembre de 1989. Antes de que mataran a Monseñor los guerrilleros éramos decenas, después de esto fuimos miles. Cuando los jesuitas fueron asesinados por militares entrenados por Estados Unidos, el carácter terrorista de la represión quedó en evidencia. La continuación de la ayuda militar se volvió en extremo difícil para el gobierno norteamericano. Los oligarcas, que ya habían recuperado el gobierno, se vieron entonces obligados a negociar la paz.
Desde la época de la Colonia la Iglesia fue aliada incondicional de la oligarquía en el control de la propiedad de la tierra y en el sometimiento de los campesinos. Esta posición se modificó en los años 60s como resultado de cambios en el país y en el Vaticano. En Roma se cuestionó la tradicional relación de la Iglesia con dictaduras y poderes económicos que había conducido a complicidades con el fascismo Italiano, el franquismo en España y las dictaduras latinoamericanas, entre otras. La Revolución Cubana le hizo evidente a Roma el peligro que representaban las alianzas con oligarcas y dictadores. El Vaticano planteó entonces que los trabajadores tenía derecho de organizarse. Las parroquias comenzaron a ocuparse de alfabetizar a los campesinos, se acercaron más a los pobres y se alejaron de los millonarios. Este viraje coincidió con cambios que estaban ocurriendo en nuestro país. La guerra contra Honduras en 1969 provocó que más de 300,000 campesinos fueran repatriados, acabó con el Mercado Común Centroamericano, cerró la válvula de escape migratoria que protegía la concentración de la tierra en manos de los oligarcas y dejó a El Salvador convertido en una bomba social y política.
Se abrió entonces una profunda crisis de poder; militares, religiosos y empresarios cuestionaron el régimen oligárquico poniendo el tema del autoritarismo y la propiedad de la tierra en el centro. El Ejército se dividió y, en 1972, los militares intentaron un golpe de Estado que dejó más de cien muertos y 500 heridos. En 1976 el gobierno del Coronel Molina intentó una Reforma Agraria, la oligarquía realizó una intensa campaña en su contra, fundó el Frente Agrario (FARO) y obligó a Molina a retroceder. En julio de 1979 triunfó la Revolución Sandinista en Nicaragua en el momento en que las protestas sociales crecían en nuestro país, los militares entraron en pánico y, en octubre de ese mismo año, dieron un golpe de Estado, derrocaron al gobierno y expropiaron tardíamente haciendas y bancos. Los oligarcas se organizaron entonces para recuperar el poder, restablecieron rápidamente su control sobre las Fuerzas Armadas, fundaron el partido ARENA, financiaron escuadrones de la muerte, contrataron sicarios, prestaron sus casas y negocios para secuestrar y asesinar personas y se lanzaron junto a militares y escuadrones a un exterminio masivo de opositores. Solamente entre finales de 1979 y 1980 fueron asesinadas más de 7000 personas. Monseñor Romero, en un acto de extraordinaria valentía, les ruega, les suplica, les exige y les ordena que paren la matanza, lo asesinan y estalla entonces la guerra civil.
El contexto descrito es el que convierte la última homilía del Arzobispo en una pieza de enorme valor humano y heroico para la historia universal. Monseñor asumió la protección de la gente que sufría la violencia brutal desatada por el régimen, colocó su autoridad moral, su cargo de pastor y el valor que tiene lo sagrado como escudo, sabiendo que las posibilidades de que lo mataran eran muy altas. Monseñor no fue ni activista, ni alentador de la violencia, ni extremista; fue simplemente un buen hombre al que la oligarquía puso contra la pared, o les ayudaba a encubrir los crímenes o asumía los riesgos de denunciarlos. Hizo lo segundo y lo mataron.
En términos históricos y políticos, este crimen y toda la violencia contra los religiosos fue resultado de la ruptura de la Iglesia con el régimen, esto, igual ocurrió en otros países, sin embargo en El Salvador los oligarcas reaccionaron de forma muy violenta y consideraron esa ruptura como una traición. Los obispos los bautizaban y los jesuitas los educaban, no toleraron que los cuestionaran. Plantear que los campesinos tenían derecho a aprender a leer y organizarse fue demasiado. Paradójicamente, hasta los militares estaban hartos de esta injusticia y fundaron en el campo la Unión Comunal Salvadoreña con el apoyo de Estados Unidos. La oligarquía interpretó el cambio de situación en el país y en la Iglesia como una “conspiración comunista” en la que se atrevieron a involucrar hasta el propio presidente de los Estados Unidos, James Carter. Los ciudadanos norteamericanos Michael P. Hammer y Mark Pearlman, asesores para la Reforma Agraria, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte en 1981.
En ningún momento buscaron un acuerdo con la Iglesia para lidiar civilizadamente con lo que estaba pasando. Al tiempo que asesinaban sacerdotes, retiraron a sus hijos de los colegios católicos y fundaron colegios y universidades propias. Los dos grandes periódicos y la televisión lanzaron intensas campañas de odio contra sacerdotes y monjas. La más famosa de las consignas fue: “haga patria, mate un cura”. La Cruzada Pro Paz y Trabajo, usando los periódicos, llamó “grupo de cerebros satánicos conducidos por Ellacuría” a los jesuitas que pocos meses después fueron asesinados. Antes del crimen de Monseñor Romero, Roberto d’Aubuisson amenazó directamente al Arzobispo por televisión advirtiéndole que se cuidara.
No pueden los grandes capitales del país alegar ahora inocencia, sin su poder económico, sin su control sobre los medios y sin su venia política no se habría desatado tanta violencia. La prueba documental del contexto mediático que rodeó el magnicidio de Monseñor y la persecución a los religiosos es basta y sólida. No solo tuvieron algunos oligarcas responsabilidades directas con la matanza, sino que fueron los principales constructores del clima de odio que indujo el asesinato de Monseñor y del resto de sacerdotes. Sin ese clima irracional que crearon jamás habrían ocurrido estos crímenes. No fue casual que no usaran ideólogos e intelectuales para fundar ARENA, sino a un grupo de pistoleros. Frente a esto, la fuerza moral y el poder de la palabra de Monseñor Romero y la brillante inteligencia de Ignacio Ellacuría constituían un peligro. Hay una relación histórica directa entre la fundación de ARENA y el asesinato de Monseñor Romero. No sólo por la autoría material por parte de d’Aubuisson, sino porque el partido mismo se organiza, funda y moviliza en el marco del anticomunismo y la persecución a la Iglesia. El origen de ARENA es una ensalada de Frente Agrario, ANEP, escuadrones de la muerte, Cruzada Pro Paz y Trabajo, los grandes medios y otros instrumentos que coincidieron en atacar a la Iglesia y promover el odio que provocó los asesinatos.
La violencia insurgente fue consecuencia de la violencia represiva del régimen, y no valen simetrías para juzgarlas a ambas como si fueran iguales. Si la violencia la provocaran las ideologías habrían progresado guerrillas en Costa Rica, donde los libros de marxismo leninismo se vendían en las calles. Sin la represión que desató el régimen los guerrilleros no habríamos ido más allá de pequeños grupos. Fue la represión masiva lo que nos convirtió en un poder fáctico y en un ejército insurgente que forzó a negociar en paridad de poder. Las armas no servían para nada sino había gente dispuesta a tomarlas. Es en extremo tonto ahora culpar a sacerdotes y monjas de haber generado la violencia insurgente. Eso equivale a culpar a las víctimas por haber provocado a los victimarios. En otras palabras, sería decir que la culpa la tuvieron los curas por no haber calculado la irracionalidad y violencia con que reaccionaría la oligarquía.
Es absurdo el llamado que ahora hacen los grandes medios de comunicación, ARENA, ANEP y similares a que no se politice el caso de Monseñor, pretenden convertir su muerte en un hecho neutro, sin razones, sin hechores y sin contexto histórico. Es imposible separar el crimen de Monseñor Romero de la historia política del país, porque su asesinato lo volvió parte vital de esta y eso será así por siempre y para siempre. La necesidad de que este hecho sea neutro es de quienes lo mataron y aplaudieron el crimen y no de todos los salvadoreños. Son ellos quienes tienen un conflicto con el acto criminal que cometieron. El Arzobispo no será santo por haber luchado contra dragones, sino por haber enfrentado a un régimen oligárquico y no es el primer santo que nace por enfrentarse a poderes políticos y económicos.
No soy creyente, pero pienso que todos debemos respetar el carácter sagrado de las creencias de los demás. Monseñor Romero es el primer sacerdote en la historia de la Iglesia Católica que es asesinado en una misa durante el Sacramento de la Eucaristía. Cuando Monseñor alzó sus brazos para celebrar el sacramento, su pecho quedó expuesto y en ese instante recibió el disparo en el corazón. Para efectos religiosos, lo asesinaron en la presencia de Dios. No solo fue estúpido matarlo, sino cómo lo mataron. Sólo un sicario disparó, pero los medios que participaron de la campañas de odio, los de ARENA que se alegraron con su muerte, los que ahora se enojan y resisten a que las calles lleven su nombre, los que querían impedir que el presidente Obama visitara su tumba y los que presionaban para que no fuera beatificado, son todos responsables del crimen. Fue una violación monstruosa de lo sagrado en la que evidenciaron una hipocresía descomunal frente a lo que se supone es su propia religión. Sin embargo rezan, van a misa y piden bendiciones. Es imposible creer que sean de verdad católicos o de cualquier religión.
La conversión de Monseñor Romero en un Santo de la Iglesia Católica tiene consecuencias excepcionales para nuestro país: consolidará la figura del Arzobispo como el único salvadoreño presente en la Historia Universal, se convertirá en el principal componente de nuestra identidad nacional, entrará con gran fuerza al imaginario religioso de nuestros pobres, será el patrono que unirá a nuestra comunidad de emigrantes en los Estados Unidos, sus homilías se volverán textos en escuelas y universidades y será venerado por millones de personas más allá de nuestras fronteras que ya lo reconocen como San Romero de América. Se producirá una inevitable relación de Monseñor con la democratización de Latinoamérica por ser el Santo que enfrentó a una de las dictaduras más brutales. Por primera vez en nuestra historia los salvadoreños seremos reconocidos universalmente por la figura de un personaje, honorable, valiente, heroico y de una enorme calidad humana.
Todo esto le plantea a la oligarquía y su partido ARENA un tremendo dilema porque el nacimiento de este último está indisolublemente ligado a la campaña de odio contra la Iglesia, a los escuadrones de la muerte y al asesinato del Arzobispo. El fenómeno religioso, identitario y político que desatará la futura beatificación y canonización de Monseñor apenas comienza. Si intentan ir en contra pierden y si lo hacen a favor también. En la primera se confiesan como asesinos y en la segunda como cínicos. El actual Alcalde de ARENA en San Salvador pretendía poner el nombre del asesino a una calle y el candidato del mismo partido dijo que le haría un monumento a Monseñor. Desterrar el odio que sembraron en su gente contra la figura del Arzobispo puede tomarles muchas décadas y quizás nunca puedan resolverlo. Políticamente necesitarían refundarse, porque no pueden negar su historia y pretender al mismo tiempo venerar al Santo y al que lo mató. Moralmente enfrentan lo que para los salvadoreños creyentes sería sin duda un castigo divino.