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Legítima defensa y otros fascismos

Escribo esto un poquito condicionado, porque casi nunca tuve suerte con la justicia y los jueces en España. Mi experiencia es poco satisfactoria. En los años 80, tras un reportaje sobre la ultraderecha, un juez que tocaba esa música me quiso empapelar por mencionarlo, aunque luego, tras apelaciones y recursos, todo quedó en nada. Peor suerte tuve cuando un individuo pretendió sacarme 80.000 mortadelos acusándome de plagio, y tras ganarle tres juicios se dio la casualidad de que el último cayera en manos de una compañera de profesorado en la misma universidad, puerta con puerta, del abogado de mi parte contraria (naturalmente, nada tuvo que ver eso con la sentencia; lo cuento sólo como simpático y superfluo detalle costumbrista). Hasta el episodio más reciente tiene su puntito de recochineo judicial: un miserable que me cubrió de calumnias fue absuelto porque, aunque se reconocen en la sentencia las mentiras y las calumnias, según el texto yo soy personaje conocido pero el calumniador no lo es; y eso le da perfecto derecho a inventar y publicar un currículum chungo con absoluta impunidad. Lo punible, claro, habría sido lo contrario. Que yo me ciscara en su puta madre. Ahí sí me habrían sacudido bien, sus señorías.

Con el ánimo templado por tan deliciosos antecedentes, y otros que omito por no aburrir –una vez gané un juicio en Canarias, pero tardé meses en creérmelo–, leo la sentencia sobre el anciano de 83 años al que un jurado popular se ha pasado por la piedra por matar a uno de los dos ladrones que asaltaron su casa. Por suerte para el matador, me digo, no era personaje conocido; porque en tal caso tal vez le habría caído una temporada más larga y ejemplarizante. Pero tuvo suerte. Como se trataba sólo de un abuelo que no escribe novelas ni firma artículos ni sale en la tele, que dos facinerosos se le metieran en casa y le dieran una buena estiba a él y a su anciana esposa, y que él agarrara una pistola y –a sus 83 años, insisto– le pegara un tiro a uno de ellos, y luego le pegara otro tiro más, le ha costado sólo dos años y medio por rápido de gatillo. El abuelo «podía haber utilizado otras alternativas igual de efectivas», dice la sentencia; como, por ejemplo, «la mera exhibición del arma o efectuar un nuevo disparo al suelo en espera de disuadir al asaltante». Así que, bueno. Eso. Treinta meses de talego de los que sí se cumplen. Si no lo indultan antes, saldrá con 86 tacos de almanaque y podrá, reintegrado al fin a la sociedad contra la que obró, rehacer su vida.

Imaginen, con cuanto acabo de contar, cómo lo supongo de crudo el día, o la noche, en que dos treintañeros malosos decidan hacerme una visita a domicilio: mi procedimiento a seguir, habida cuenta de que aún no tengo atenuante octogenario, pues soy un vigoroso adulto de 66 tacos. A ver cómo convenzo al juez o al jurado de que, si le suelto un escopetazo con postas a uno que se cuele en casa a las tres de la madrugada, lo habré hecho tras considerar serena y fríamente si no tendría a mano otras alternativas igual de efectivas, o si la mera exhibición del arma, una vez encendida la luz para que la vean, no bastaría para disuadir a la peña. Porque, a fin de cuentas, yo soy personaje conocido –«Reverte se carga a dos pobres intrusos nocturnos y anónimos sin averiguar sus intenciones»–; y ellos, criaturas tratadas de modo injusto por la sociedad capitalista, a los que mi perdigonada fascista privaría de la posibilidad de una reinserción idónea.

Así que aquí ando, oigan. Preparando mi defensa judicial por si luego no me da tiempo. Estableciendo un protocolo. Antes que nada, si abro los ojos y encuentro a alguien en mi dormitorio, deberé encender la luz y preguntar si ha entrado a robar o a pedirme un autógrafo. Después, una vez confirme sus intenciones delincuentes, averiguaré si va armado de pistola o navaja, a fin de que mi respuesta, en caso de ser violenta, sea también proporcional. Nada de escopetazo si lleva pistola, ni de pistoletazo si lleva navaja, ni de sable de caballería si lleva garrote. Cuidadín con eso, que los jueces se fijan mucho. En el peor de los casos, si va artillado, procuraré que él dispare primero; y sólo en caso de que no me mate, dispararle yo. Aunque sin matarlo, por supuesto. Porque si me lo cargo, sin duda alguien apreciará en lo mío un exceso de legítima defensa. Así que lo primero será tirar al aire. Pum. Y sólo si eso no lo disuade podré apuntar a una pierna; aunque procurando, claro, no darle en la femoral, porque entonces palma y la liamos parda. Y a la cabeza, desde luego, ni se me ocurra. Ahí sólo podré dispararle en caso de que él me haya matado antes. Y aun así, ya veremos.

 

 

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