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Murillo: El amor tiene descuento

Nací en la década de los setenta, tal vez sea por eso. O por mi neurosis incurable.

Pero aprendí que no se le dice “te amo” a cualquier persona, mucho menos a un objeto.  Aprendí que decir semejante frase es cosa seria, maravillosa, terrorífica, irreversible.

Me cuesta pensar que esas dos palabras impresas en un chillante globo metálico, en una anodina tarjeta con personajes de Disney o en la vitrina de los locales de un centro comercial, puedan invocar todo lo que invocan. Cómo va a ser, si el amor es abismarse ya lo dijo Roland Barthes, cómo carajos puede una abismarse frente a una tarjeta de Mickey Mouse y su novia la rata cuyo nombre no recuerdo. Por todos los dioses y todos los demonios, no.

Sí, reconozco que soy habitante furtiva del amor romántico.

Qué le voy a hacer.

El hecho (insisto y lo admito: es mi carencia, mi tara, mi orgullosa culpa) es que yo no puedo decir que amo mis tenis o mi teléfono nuevo, ni que amooo tal o cual meme. Ni le puedo decir te amo a quien no me haya atravesado el alma, cuando lo digo —pobre de mí, ya podrán regodearse en mi falta de empoderamiento y blablablá— es porque estoy cometiendo un acto de rendición. Uno que me hace sentir todo lo poderoso que hay en este universo precisamente porque me rindo.

Dicho lo cual, tratando de alojar mi amargura en el fondo de mi cerebro y desde la más genuina curiosidad sociológica, comprendo a propósito de este 14 de febrero, que esa terca frivolidad de malbaratar los te amo a destajo es puro instinto de sobrevivencia.

Ahora me explico: el amor mientras más inocuo, menos duele; mientras más frívola su manifestación, menos se nos convierte en una necesidad vital. Y mientras menos necesidad vital, más lejanos nos sentiremos de la muerte.

Edgar Morin —no me canso de citarlo— lo dice así: “En las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Pero el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad”

Ah, la dificultad. Esa de la que los posmodernos y ultramodernos huimos como de la peste.

Lo que digo es que ojalá el 14 de febrero fuera un delirio amoroso, pero, seamos honestos, es un delirio de consumo. Les cuento algo: trabajé diez años para diferentes marcas de venta retail, esas tiendas de los centros comerciales en las que compramos ropa, tecnología o cremas para el cuerpo y de las que recibimos el título de ufanos clientes frecuentes. Cerca de tan eminente fecha, todos los retaileros (así se dice, no me maten) aprovechan para sacar inventarios. Y venga, exhibe todo en la vitrina principal, reacomoda la oferta en la tienda en línea, prepárate para que la gente manifieste su amor profundo liberando piezas de nuestro almacén.

Así es la cosa, se sabe. Y funciona. Siempre. El cierre de ventas de febrero (como el de mayo con la santa madrecita y el de diciembre con el niñito dios) suele ser espectacular, 40% arriba que el resto de los meses.

Equilibrio puro entre nuestro amor, nuestra fe y la cartera; o la tarjeta de crédito. Volviendo a Barthes, un te amo que si alcanza la categoría de abismo, será de abismo financiero. Está de pensarse. O no, claro, que aquí cada quién piensa lo que se le antoje.

Pero yo, como dice nuestro venerado José José, cada día de San Valentín sólo puedo preguntarme ¿dónde está el amor?

Porque consumidores siempre hay legiones, pero amor, no sé.

 

 

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