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Otro impredecible tango argentino

El triunfo de Javier Milei en las elecciones de Argentina culmina una trayectoria fulgurante. Y derrama un potaje de interrogantes sobre el futuro del país.

Cartel de Javier Milei, en un acto de campaña en Rosario, Argentina, el 14 de noviembre. EFE/FRANCO TROVATO FUOCOCartel de Javier Milei, en un acto de campaña en Rosario, Argentina, el 14 de noviembre. EFE/FRANCO TROVATO FUOCO

 

La primavera argentina tenía guardada una revolución. En una de las trayectorias políticas más relampagueantes que recuerde la democracia moderna, el ultraderechista Javier Milei (53 años), líder de la inédita La Libertad Avanza, se convirtió el domingo en el 58º presidente electo de los argentinos al vencer en el balotaje, con el 55,7% de los votos, a su rival, el peronista y actual ministro de Economía Sergio Massa (51), que obtuvo el 44,3% de sufragios.

Sin estructura política, sin antecedentes de gestión, munido apenas de una locuacidad y una gestualidad tan desbordantes como incendiarias, y dueño de una atractiva narrativa anti status quo (luego moderada), Milei consiguió un triunfo categórico e histórico, una victoria que lo convierte, por su precipitado ascenso, en un fenómeno electoral sin precedentes no solo en el país, sino probablemente en Occidente. En una performance colosal, Milei cosechó más de 14 millones de votos, seis millones más de los ocho que había obtenido en las primarias. Massa, en cambio, tan solo pudo sumar un millón y medio a los casi 10 millones de la primera vuelta. Casi todo el caudal de adhesiones que había obtenido Patricia Bullrich, tercera en esa elección, se dirigieron hacia el ultraderechista. A su voto plebeyo, Milei le sumó el sufragio antiperonista clásico, el llamado voto gorila.

Hace tan solo siete años, Milei, un excéntrico economista que trabajaba en Corporación América y buscaba difusión para sus ideas libertarias, era invitado a un programa de entretenimiento político de la TV. No tenía antecedentes en la escena pública, tampoco filiación partidaria: tan solo una ambición y una energía industriales, una chispa capaz de provocar un estallido. Era un ejército de una sola persona. Cuando el conductor de aquel programa le mostró un libro clásico de John Maynard Keynes, Milei disparó una frase que significaría su big bang: “¿Hacía falta que mezclaras esa basura con mis libros?”. Fue lo primero que pronunció. Lo dijo serio, como si le fuera la vida en ese detalle. La dimensión de la discusión, su temática, tal vez excedía la capacidad de comprensión promedio de la audiencia, pero no importaba: había comenzado el show.

Un espectáculo que no se detuvo allí, porque Milei de inmediato aceptó tener un espacio fijo en un canal de escaso encendido, donde no evitó caer en el ridículo (bailar o  disfrazarse) para comenzar a traficar su personaje, el del “genio chiflado” y con coraje que proponía un cambio de raíz, esto es, terminar con la casta (con la aristocracia de la política) e implementar el darvinismo social liberal como altar supremo para la sociedad. Histriónico, agresivo, con su mirada celeste inyectada de determinación neurótica y una sonrisa que cuando aparecía no resultaba tranquilizadora, Milei cinceló un personaje atractivo para los estudios de TV —que comenzaron a invitarlo con insistencia—, esas usinas de toxinas y espectacularidad que creen alcanzar la gloria cuando descubren a un freaky ilustrado y de saco y corbata. Ese era Milei, un adicto al escándalo verbal —“zurdos de mierda” era su latiguillo de cabecera— que, con su presencia en el piso, hacía hiperventilar a los jefes de programación.

Pasó el tiempo. A su peregrinaje por la pantalla le sumó su propia autogestión, un rasgo arquetípico de todo self made man: armó un ciclo propio en YouTube, comenzó a responder reportajes de cuanta radio o medio lo llamara y a presentarse en cualquier actividad ligada a la economía —simposio, debate, seminario— que lo convocara. Dentro del uniformado ecosistema de los economistas locales se hizo conocido como el freak y el antisistema. Afinó su discurso anticasta y antisocialdemocracia: para él, todo lo que no era liberalismo explícito era “zurdo”, desde Alfonsín (Unión Cívica Radical) a Rodríguez Larreta (Cambiemos), pasando obviamente por todo el peronismo menos Menem. Enrojecido, gritaba que el atraso argentino se debía a la endogamia de la casta y agregaba que la gloria perdida —la mitificada Argentina potencia de comienzos de siglo XX— solo podía recuperarse si se hacía explotar por los aires lo establecido. Esa verba inflamada, teatral y en cierto sentido populista la rodeó con el cotillón acertado: melena de león, un sesgo no convencional en su estilo de vida —soltero y poliamoroso, aunque con la libido claramente puesta en su yo político— y una presencia torrencial en las redes sociales —sus videos se viralizaban como plaga— que completaron el perfil adecuado para esta era. Parecía encarnar al hombre nuevo. Se convirtió en un icono pop. Ese protagonista tuvo, en la superficie, un ineluctable destino de meme para buena parte del círculo rojo, es cierto; en simultáneo, bajo la superficie, esa peripecia estaba urdiendo el camino del héroe, era la locomotora de una esperanza. De a poco comenzó a ser seguido por una grey joven y desplazada que lo veían como un Mesías anarcopunk. Él comenzó a creerlo.

Luego llegó el covid, que no llegó a cualquier sociedad, sino a una polarizada —peronismo y antiperonismo tienen su núcleo duro— que bailaba la música del desencanto, que veía cómo su bienestar sucumbía ante los fracasos de los Gobiernos de Macri y de Fernández. En ese humus fermentó el experimento psíquico que significó la pandemia, que exacerbó enojos, ansiedades y frustraciones. Que hundió en las pantallas de los teléfonos a miles y miles de personas que fantaseaban, y lo creían, con que cada semana germinaba una conspiración nueva que los atrapaba en sus casas. El peronismo no les estaba dando respuesta. La centroderecha (Macri), antes, tampoco, ¿Qué quedaba? El sonido que se había empezado a escuchar en BrasilEl Salvador y Estados Unidos; el de la “libertad”; el de la ultraderecha. El triunfo de Milei es un triunfo de este tiempo. El de un sector que, en el peor de los casos, considera una amenaza el avance y el reconocimiento de las minorías y, en el mejor, lo considera irrelevante, no digno de elogio. Que refuta el cambio climático o que se abraza a la liturgia bipolar de la Guerra Fría. Milei, por caso, ya adelantó que va a soslayar las relaciones diplomáticas con China y Brasil (destino de las principales exportaciones argentinas) porque “son países comunistas”, y que va a estrechar el vínculo con Israel, Estados Unidos y el mundo libre.

Un urgente, insoslayable potaje de interrogantes se derrama sobre el futuro de un país que lleva ocho años de estancamiento económico, tiene al 40% de su población en la pobreza y acumula una inflación endémica que no baja del 150% anual. La nula experiencia en gestión de Milei, sumada a sus propuestas extremas (cerrar el Banco Central, dolarizar la economía, reducir brutalmente el Estado) y el aquelarre de dirigentes (ex menemistas, liberales de toda laya, advenedizos) que se fueron sumando a su espacio acentúa la sensación de incertidumbre. La alianza tejida a último momento con Juntos por el Cambio —el partido ahora en crisis liderado por Mauricio Macri y Patricia Bullrich, que fue el gran perdedor de las primarias— le aportaría un respaldo institucional con el que hasta ahora no contaba.

Además de sus votantes —dogmáticos y silvestres— y del apoyo del ala dura de Juntos por el Cambio, Milei contó con dos aliados angulares en su marcha hacia la Casa Rosada: la pésima gestión del peronista Alberto Fernández, que quedará en la historia como uno de los presidentes más irrelevantes de la democracia moderna, y los medios de comunicación masivos. A los ya nombrados programas de TV de entretenimiento desde donde Milei construyó su personaje iconoclasta e iracundo, se sumaron, sobre todo en el último mes, el Grupo Clarín y el Grupo La Nación, los dos conglomerados más poderosos del país que, aferrados a un antiperonismo cerril, respaldaron a todo el arco de la derecha, primero a Juntos por el Cambio y luego a La Libertad Avanza. A Massa y al peronismo no le alcanzó con que las cúpulas de ciertos actores sociales (las Iglesias, parte de la Unión Cívica Radical, intelectuales, artistas, feminismos, círculos profesionales y hasta clubes de fútbol) lo hayan apoyado. Debajo de ellos se maceraba la ilusión de un cambio.

Muestra de lo novel que es su espacio, el principal referente en materia económica de Milei es el exfuncionario del Gobierno de Carlos Menem Carlos Rodríguez, profesor e investigador de la Universidad del CEMA, con quien el ahora presidente electo estrechó un vínculo hace tan solo dos años, luego de que lo entrevistara para su programa que transmitía por YouTube. Aquel fue el diálogo fundacional. Pasado el tiempo, y poco después de que fuera electo diputado en 2021, el libertario convenció a Rodríguez para que este le acercara gente de confianza. Fue así cómo otros menemistas se sumaron al espacio, entre ellos Roque Fernández, exministro de Economía y expresidente del Banco Central, la misma entidad que Milei desea eliminar. En ese sentido, hasta tanto sea desguazado, el libertario aclaró que el Central quedará en manos de Emilio Ocampo, otro profesor de Finanzas e Historia del CEMA. “Un honor que @JMilei me haya elegido para cerrar el Banco Central y eliminar la inflación, el impuesto más perverso y arbitrario que existe y que desde hace décadas contribuye al empobrecimiento de los argentinos”escribió Ocampo en la red social X cuando fue propuesto por Milei.

De acuerdo a su plataforma de campaña, Milei planea reducir el Estado con un cierre abrupto de varias dependencias: su plan consiste en eliminar, o diluir en otros, 11 de los 18 ministerios que existen en la actualidad. Su idea madre, de la que viene alardeando desde el principio de su carrera electoral —al igual que la de dolarizar y cerrar el Banco Central— es la de crear el “Ministerio del Capital Humano, que absorbería áreas como Educación, Trabajo, Salud y Desarrollo Social. No en vano, en sus primeras declaraciones del día posterior a la victoria, reiteró que planea privatizar YPF (icónica empresa de hidrocarburos del Estado) y los medios de comunicación públicos, entre otras entidades.

Otra de las incógnitas que planea —y ensombrece— la realidad vernácula es saber qué lugar tendrán las ideas de la vicepresidenta electa, Victoria Villarruel, una antiabortista y negacionista que descree de la cifra de 30.000 desaparecidos de la última dictadura y que, ya lo adelantó, pretende convertir a la ESMA en un parque. Hija de un militar, Villarruel es una de las tres mujeres que acompañaron a Milei en el púlpito el domingo durante su discurso celebratorio. Las otras son su flamante pareja, la comediante Fátima Flores, y su hermana, Karina, dos años menor y de bajísimo perfil, a quien el presidente electo llama “el jefe” y que, de acuerdo a su círculo íntimo, es su arquitecta emocional y política, factótum de que él haya llegado, sorpresivamente, al sillón de Rivadavia.

Para el peronismo, en cambio, llega un necesario cambio de piel. Una etapa ha llegado a su fin. Respetada en el corazón del partido, el tiempo de Cristina Kirchner como factor de poder —no así como líder, aunque con una ascendencia más diluida— parece haber llegado a su ocaso. ¿Se atreverá CFK a reconocer que la elección de Alberto Fernández terminó siendo un error sideral? La experiencia que finaliza el 10 de diciembre no será recordada con una sonrisa. Una innumerable saga de escándalos y errores no forzados —una celebración en Olivos durante la pandemia, la insólita mala gestión de la crisis con la empresa Vicentín, la implosión de la sociedad entre presidente y vice tras fracturas como la que causó la decisión de pactar con el FMI para refinanciar la deuda adquirida por el Gobierno de Macri, la inflación galopante— dejaron al partido en estado de colapso y desesperación. Hace poco más de un año, se rumoreaba que Fernández podía entregar su gobierno con antelación. Fue entonces que Massa se hizo cargo del Ministerio de Economía, pero la economía, justamente, no logró revertir su ciclo inflacionario. Llegaron las elecciones y él se erigió en candidato. Parecía un sinsentido. Solo la debilidad de sus rivales —Cambiemos en crisis también por problemas internos y Milei en proceso de consolidación— y el ímpetu competitivo de Massa lograron el milagro de mantenerse con chances hasta el final. No le alcanzó.

De acuerdo al analista Carlos Pagni, la estrategia final de Massa, asesorado por los publicistas brasileños que habían llevado a Lula a la victoria ante Bolsonaro, fue demostrar que Milei estaba loco. “Pero debajo de los arrebatos y la intemperancia asoma un maquiavelismo inteligente”, opina. “El presidente electo utilizó primero a Massa, con quien se financió, contra Juntos por el Cambio, es decir, contra Mauricio Macri y Patricia Bullrich. Y después se sirvió de Macri y Bullrich para aplastar a Massa. Tan outsider no parece”.

Ahora bien, ¿podrá Milei hacer sus reformas profundas sin contar con mayoría de representantes en el Congreso, la segura oposición de sindicatos y la resistencia del peronismo? ¿Tendrá consensos para desmantelar sectores claves del Estado? ¿Logrará salir del cepo cambiario sin producir un descalabro económico? A pesar de que fue uno de sus bastiones durante la campaña, son varios los especialistas que no ven posible una dolarización. Una de ellas es Marina Del Poggeto, economista y máster en Políticas Públicas, quien no ve un escenario posible para llevar adelante esa medida: “¿Cómo imagino los primeros 100 días de Milei presidente? Seguro sin dolarizar, porque dolarizar la economía sin dólares es un oxímoron. Conseguir dólares prestados para un país que tiene un riesgo país de 2.500 puntos básicos es imposible. La dolarización sin dólares no va a pasar”.

Como sea, mientas los mercados internacionales saludan la llegada de Milei a la Rosada, el esqueleto social de la Argentina, su tejido óseo, parece haberse transformado de manera notable. No solo por la presencia de un personaje impredecible en la casa de Gobierno, sino por una suerte de desmitificación sobre cómo la opinión pública defendía y respetaba un puñado de valores que se suponían sagrados, intocables, como las conquistas sociales, el juicio a las Juntas Militares, el aborto o incluso el lugar de la guerra de Malvinas y de Margaret Thatcher. Se ha creado otro imaginario. Lo demuestra un dato llamativo en la conformación del votante de Milei de acuerdo a la actividad que desarrolla: según se desprende del padrón, tan solo el 37% de los intelectuales —antaño bastión antiderechas— y de los profesionales científicos votaron a Massa, mientras que el 57% lo hizo por el libertario. Fue uno de los índices más altos que obtuvo incluyendo cualquier actividad económica. Lo superaron muy pocas, una de ellas, las fuerzas de seguridad, que apoyaron a Milei en un 72%.

Una coincidencia impensada. Una sociedad cambalachesca.

 

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La NaciónRolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

 

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