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Poderes máximos, eficacia mínima

Lo más parecido a una dictadura. Eso es España hoy. ¿Cuál es la característica que distingue a las dictaduras por encima de cualquier otra? Sin duda la distancia abismal que separa la vida real, la que se masca en la calle, de la oficial, la artificialmente creada por el poder y difundida por los medios de comunicación que controla, casi todos en el caso español. Ayer sábado mis vecinos de Aravaca salieron también, puntuales a la cita, a aplaudir al personal sanitario que presta servicio en el Centro de Salud local, calle Riaza, y médicos y enfermeros aparecieron en la entrada, como todos los días, a corresponder a las muestras de afecto, y unos y otros se saludaban y aplaudían mutuamente, y aquello parecía una fiesta, un juego de galantes requiebros desde las ventanas, como si nada pasara, como si navegáramos sobre una balsa de aceite, como si el jueves no hubieran muerto 762 personas, como si el viernes no hubieran caído 832, y como si ayer sábado no lo hubieran hecho otras tantas. En total, cerca de 2.400 españoles se han ido en silencio, solos como perros, en los últimos tres días, y no es un guateque, no, esto es un drama de dimensiones apocalípticas para quienes se han ido y sus familias, esta es una guerra que va ganando ese cruel enemigo invisible al que un Gobierno enfermo de incompetencia y arrogancia es incapaz de frenar.

De modo que hay una España oficial, una España donde en apariencia no pasa nada, porque los españoles no ven cadáveres, ni féretros sobre una pista de hielo, ni duelos desgarrados, ni huellas de las heridas por las que sangra un país al borde del derrumbe sanitario, económico y político, y eso porque los medios, con las televisiones de mascarón de proa, han decidido construir un muro de silencio sobre el dolor de la España desgarrada por los 5.690 muertos y los 72.248 contagiados que, a falta de los datos de ayer, se llevan contabilizados, y lo hacen para no perjudicar al Gobierno social-comunista, para que Pedro Sánchez pueda seguir galleando en el Congreso perdonándonos la vida, sin dignarse siquiera dirigir la mirada al jefe de la oposición cuando Casado ocupa la tribuna de oradores. Y hay otra España, la España real que ha sido tocada por el virus, que conoce a este o aquel afectado, que sabe de tal o cual fallecimiento, la España aterrada que comparte su angustia a través de wasap y manifiesta su indignación en las redes sociales, la España abrumada ante la perspectiva de los 10.000, de los 20.000 muertos que se vienen, la del Estado en quiebra, la de la Economía destruida, y también la España de la dictadura silenciosa que avanza sobre el edificio constitucional en ruinas, el país que camina hacia el modelo bolivariano que aspira a imponer Sánchez, porque el enemigo que viene no se apellida Iglesias sino Sánchez Castejón. Ese es el sátrapa que amenaza nuestras libertades.

Con las muestras de incompetencia dejadas por este Gobierno desde el inicio de la crisis podría llenarse una biblioteca. El episodio de los test rápidos, hasta 640.000, comprados a China, de cuya falta de fiabilidad tuvimos noticia este jueves, resume en sí mismo la tragedia y la farsa que se ha adueñado de este pobre país en uno de los momentos más críticos de su historia. El pasado sábado, 21 de marzo, a las 9 de la noche, el señorín de Moncloa apareció en la primera de TVE, la voz hueca y engolada, marcando las pausas, inerme como espantajo en trigal, para anunciarnos: “Ya se ha materializado la compra y puesta en marcha de los test rápidos. Algo muy importante. Los test rápidos. Se trata de test fiables, homologados, y esto es muy importante: la homologación. Es muy importante porque deben contar con todas las garantías sanitarias…”. Resultó que no funcionan, que eran inservibles porque se compraron a una empresa china no homologada. La propia embajada del país asiático en Madrid se encargó de ponerle colorado. Un ridículo semejante hubiera forzado a cualquier persona sensible a recluirse en La Trapa de por vida. En 2014, el figurín pedía enérgicamente la dimisión de Rajoy con motivo de la crisis del Ébola (dos misioneros muertos que llegaron a España contagiados). La ministra González Laya, Exteriores, pretendió lanzarle un salvavidas echando más leña al fuego: “Hay intermediarios que nos ofrecen gangas y luego resulta que no lo son”. Hay vendedores de crecepelo capaces de engañar a Gobiernos incompetentes que no se han asomado nunca al mundo y no saben nada porque nunca han gestionado nada.

Estamos perdiendo la batalla sanitaria, al menos de momento, y es muy probable que perdamos la económica, la recesión que cual tsunami se nos viene encima con su ejército de nuevos parados

Mi amigo Manolo Martínez, 70 tacos bien cumplidos, natural de Linares, donde tres huevos son dos pares, sigue recorriendo el mundo vendiendo chatarra procedente de grandes desguaces sin hablar una palabra de inglés. No le engaña nadie. Con todos se entiende. Estos días son incontables los testimonios de empresarios y ejecutivos que se han ofrecido a Moncloa para gestionar la compra de material sanitario a China y otros países. Esfuerzo vano. Hace 15 días una gran empresa del Ibex que reclama el anonimato ofreció 200.000 mascarillas a Sanidad: “Tardaron cinco días en decirnos dónde se las teníamos que dejar”. Incompetencia. Los ejemplos del desbarajuste que nos rodea serían incontables. Salvador Illa, filósofo en funciones de ministro de Sanidad, ha reconocido que “la compra se hizo a través del proveedor habitual”. ¿Quién es ese proveedor? ¿Por qué no se conoce su nombre? ¿Ha cobrado alguien comisiones en este trueque? Los resultados de tanta impericia se agolpan en los féretros que reposan en una pista de hielo de Madrid y es tal la lista de espera que se va a habilitar otra morgue en la difunta Ciudad de la Justicia, en Valdebebas. También en los más de 10.000 sanitarios contagiados por falta de material de protección adecuado. Impericia e incompetencia con resultado de muerte. Poderes máximos, eficacia mínima.

La mentira como forma de Gobierno

Los especialistas médicos se dieron cuenta de que los test no servían (“daban muchos falsos negativos”) el mismo lunes 23, apenas 24 horas después de que el pavo real se esponjara en televisión, pero el Gobierno decidió ocultarlo hasta el jueves 26. Como el positivo de la vicepresidenta Calvo, negado por Moncloa a este diario cuando lo adelantó en exclusiva. Porque esta es una constante en quienes nos gobiernan: la ocultación sistemática, la tergiversación, la manipulación, la mentira como arma de defensa personal y de partido. Esta es la verdadera España de la pandereta, la España del túnel de la risa si la muerte no diera tanta pena, si la tragedia no causara tanto dolor. La mentira como forma de Gobierno, tarea a la que se presta complacida la flota mediática que apoya al Ejecutivo, que es la mayoría, con las televisiones en su totalidad, y con TVE a la cabeza siempre dispuesta a echar mano con el Prestige o los recortes sanitarios de la Comunidad de Madrid, que, ya se sabe, la culpa es siempre del PP. Nunca el periodismo se arrastró tanto. Un tuit muy celebrado resumía ayer la situación del oficio al anunciar la llegada de “640.000 rodilleras para los periodistas imparciales de televisión y radio. Pueden pasar a recogerlas”.

Estamos perdiendo la batalla sanitaria, al menos de momento, y es muy probable que perdamos la económica, la recesión que cual tsunami se nos viene encima con su ejército de nuevos parados amenazando colapsar las calles en cuanto acabe la pandemia. El anuncio efectuado el viernes por la ministra comunista de Trabajo, según el cual las empresas no podrán despedir alegando el Covid-19, con el añadido de que las que se acojan a ayudas deberán mantener plantilla durante los seis meses siguientes, es una prueba más del alma totalitaria de un Ejecutivo que, parapetado tras el estado de alarma en curso, toma decisiones que abiertamente vulneran la Constitución e ignoran las normas que rigen una economía de libre mercado en una democracia parlamentaria. “No se puede despedir”, sentenció la ministra. El escándalo en la comunidad empresarial fue de tal calibre que el Gobierno se vio obligado a matizar unas horas después, BOE de ayer sábado. Lo explicaba aquí Alejandra Olcese: las empresas podrán seguir despidiendo por causas económicas, pero el despido tendrá que ser improcedente y además más caro, porque en lugar de abonar 20 días por año trabajado, de acuerdo con la legislación laboral en vigor, tendrán que pagar 33 días. Porque lo digo yo.

Sánchez Castejón es el cáncer que amenaza nuestras libertades, el populista radical que persigue instaurar en nuestro país esa agenda social bolivariana antaño pregonada por Podemos

Está en el aire la batalla sanitaria, podemos perder la económica, y vamos a perder también la más importante de las tres en curso, la batalla de la libertad («la capacidad del ser humano para determinar su propio destino y crear su propio proyecto de vida sin interferir en la de los demás», según la definió Hayek). Las libertades amenazadas por un Gobierno que, en su radical sectarismo, pretende aprovechar el tumulto causado por esta maldita pandemia para, a poco que la suerte acompañe, acabar con la España constitucional e instaurar una especie de satrapía según el modelo Putin y/o Erdogan, en Rusia y Turquía, con un sector público elefantiásico, con restricciones a la iniciativa privada, control total de los medios de comunicación, ocupación de la Justicia y elecciones cada cuatro años, sí, que serían fácilmente ganadas por el sátrapa con la ayuda del gigantesco aparato del Estado a su servicio. Es falso, por eso, que “el Gobierno sea prisionero en sus decisiones de los pactos con sus socios de Podemos y los independentistas catalanes y vascos”, como días atrás escribía Juan Luis Cebrián. Es falso porque Sánchez es hoy más Podemos que Iglesias. El problema no es ya un Iglesias encantado en su dacha de Galapagar, sino Sánchez Castejón. Él es el cáncer que amenaza nuestras libertades, el populista radical que persigue instaurar en nuestro país esa agenda social bolivariana antaño pregonada por un Podemos que acabará pronto vertiendo sus aguas residuales en el sanchismo.

Compartir responsabilidades con el PP

Aprovechando los poderes especiales del estado de alarma, Sánchez intenta dar forma a ese Estado leviatán contra el que advirtió el citado Hayek en su Camino de servidumbre, al recordar la obligación de todo liberal de velar por mantener al Estado bajo control y estar alerta ante las ambiciones de líderes mesiánicos que pretenden extender ilimitadamente los poderes de ese Estado en nombre del “bien común”. Que la batalla por la libertad se está jugando ya lo prueban las voces que, cada día en mayor número, reclaman, casi con desesperación, algún tipo de Gobierno de concentración o de salvación nacional, con el PP como muleta. Intento vano. Y no por Pablo Casado, sino por un Sánchez que desprecia a la derecha y ha despachado con desdén las oportunidades que ha tenido de llegar a algún tipo de pacto con los populares. Ni un solo guiño, nunca, sobre la posibilidad de un acuerdo. Lo que a Sánchez le gustaría ahora, se vio en la sesión del miércoles en el Congreso, es consensuar con Génova algunas de las medidas más duras a adoptar en la lucha contra el virus.

El chico está asustado (lo volvió a demostrar ayer tarde en su ¡Aló presidente!, buscando nuevos culpables de la tragedia española, que esta vez ha resultado ser la Unión Europea) y quiere compartir riesgos y eludir responsabilidades. También, por supuesto, le encantaría que el PP le apoyara unos Presupuestos Generales del Estado cuando toque, si es que toca algún día. “Este quiere que dentro de unos meses le aprobemos unos Presupuestos draconianos para combatir la crisis y así poder mantenerse en el poder siete u ocho años más, mientras nosotros nos comemos su mierda”. Nuestro Erdogan tiene ciertamente difícil asentarse en el poder. Radicalmente amoral, ayer censuró también a quienes “buscan culpables” de lo ocurrido. El peso de los muertos, decenas de miles de muertos por causa de una pandemia que él ha contribuido a expandir con su ineficacia y radical irresponsabilidad, es tan brutal, su realidad tan devastadora, que lo normal es que el personaje acabe no muchos años en el poder, sino en la cárcel.

 

 

 

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