Rodolfo Izaguirre: Pon el sol
En un determinado momento de mi vida tuve que vencer la timidez y enfrentarme a audiencias en las que mostraba películas. Lo hice en muchas ciudades del país encontrando en todos los lugares un reducido número de asistentes que soportaban la charla a la espera solo de la película anunciada. Descubrí que la gente no iba a mis conferencias porque se ahuyentaban con los engreídos títulos que les ponía: «Nuestro cine: problemática de una imagen incierta» o «Cine venezolano: afirmaciones y encrucijadas», o necedades por ese estilo.
Se me ocurrió tirar un anzuelo con mejor carnada, un título más atractivo: «Cómo aprender a amar y a odiar al cine venezolano».
Durante años estuve dando vueltas por todo el país arrastrando aquella conferencia, pero a sala llena. La dicté, incluso, en Bogotá, en Quito, en Lima y en otras muchas partes. Como quiera que, por elegancia y discreción, no podía en cada país expresarme mal de su respectiva cinematografía, bastaba que lo hiciera con la venezolana para que bogotanos, quiteños, limeños y los de otras partes, entendieran perfectamente y disfrutasen, hasta con perverso deleite, el hecho de que también estaba refiriéndome a las suyas. Cinematografías que padecían los mismos problemas de producción y distribución que la mía en estado artesanal.
Se me ocurrió decirlo en Barquisimeto y una mujer muy gorda se levantó en el público y dijo airada: ¡No diga usted eso porque nosotras las artesanas hacemos cosas muy bonitas y no esas horrorosas películas que ustedes hacen!·
Descubrí que nos gusta todo aquello que huela a malignidad o a maledicencia. Por lo general, los venezolanos estamos siempre más dispuestos a odiar que a amar: debe ser porque hay mucho caribe, sol y pasión suramericana; muchas telenovelas, demasiados amores mortales y un abultado paquete de nefastos caudillos civiles y militares entrando y saliendo del Palacio de Miraflores mientras tratamos de descifrar y entender qué puede ser esa democracia de la que tanto hablamos, marcada como está por su mala vida política, asedios y torturas.
Si sumamos los 27 años de Juan Vicente Gómez, los 10 de Marcos Evangelista y los más de 20 que llevamos soportando el escarnio del socialismo bolivariano, además de los 40 bien o mal tratados por adecos y copeyanos, son 5 años menos que mi propia y desconcertada edad.
Cada tiempo político tiene en el país venezolano su propia policía: la Digepol, la Sotopol, la Manzopol, la Seguridad Nacional y la Bolivariana, que hace palidecer a las anteriores. No olvidemos que los adecos torturaban a los medinistas en el Trocadero, un poco más allá de la esquina de mi casa, entre Cochera y Puente, en la Parroquia de San Juan.
En la hora actual se tortura en cualquier lugar donde estemos porque hay un país maltrecho y traicionado, hay hambre y familias dispersas, pero es el país que llevamos dentro del corazón, una manera de sentirnos torturados.
¡Es algo peor! No nos vemos a los ojos. Hemos perdido mucho de lo que antes conocíamos como solidaridad, aquel «nosotros» que una vez fuimos tú y yo, porque hoy solo existen yo y tú, y guardamos silencio ante los vejámenes políticos. En el fondo de nosotros creemos que amarnos es disminuirmos y algo me dice que nuestro silencio político tiene mucho que ver con el esperar que escampe y yo, déjenme decirlo, estoy cansado ya de pedirle a san Isidro Labrador que quite el agua y ponga el sol.