Democracia y Política

Colombia dividida

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Era una conversación entre caballeros, según la célebre frase de Alexander Wilde. El Frente Nacional fue un arreglo entre las cúpulas de los dos partidos dominantes, una fórmula para compartir el poder en la presidencia y en la burocracia estatal. Impuso altas barreras de entrada a nuevos grupos en la política; ergo, fue fuertemente elitista y algo incestuoso. No generó demasiada inclusión ni equidad, pero suficiente estabilidad, lo cual no era poca cosa.

Aún después de disuelto, en 1974, aquel arreglo produjo un estilo, una distintiva cultura política que se prolongó en el tiempo. Notablemente, ello está cambiando hoy. El discurso se ha polarizado. La animosidad gobierna los animales políticos. La acusación y la descalificación del otro se han normalizado, contrastan con ese pasado de buenos modales; y “pasado” quiere decir no más de tres o cuatro años atrás. Los rasgos nuevos, la crispación y el encono de hoy, evocan otras culturas políticas; por ejemplo, Argentina o incluso Venezuela.

Cuando uno no quiere dos no pelean, pero la responsabilidad más importante siempre reside en el Estado, en quien lo ocupa y lo usa. Es que, se sabía, solo hablar de paz con las FARC iba a ser suficiente para desatar las pasiones. Pero cuando desde la propia Presidencia, ello se transforma en bandera electoral y, más aún, se reduce a falacias de campaña que identifican a uno con la paz y al contrincante con la guerra, ello solo puede exacerbar aquellas pasiones. Por si fuera poco, también ofende a medio país.

Esa es una buena parte del meollo porque, dada la magnitud de lo que está en juego, un acuerdo con las FARC debería ser una verdadera empresa de construcción estatal. Esas gestas nunca pueden ser fruto de una exigua, y siempre temporaria, mayoría electoral. Si la paz es producto de un mero resultado electoral, el acto de construcción de un amplio consenso está por definición ausente y la legitimidad de la negociación, reducida. Ambos escenarios son lógicamente contradictorios. El gobierno optó por un planteo analítico destinado a convertirse en un boomerang. Hoy lo está pagando y son las FARC quienes le cobran.

La sociedad colombiana parece ser la más sabia de las partes involucradas en este proceso. Las encuestas muestran que la amplia mayoría quiere paz, pero muy pocos tienen esperanza que el actual proceso llegue a buen puerto. Ello en gran medida por la pérdida de confianza en el presidente Santos, cuya aprobación cayó al 29 por ciento, pero también porque una abrumadora mayoría de colombianos no cree que las FARC actúen de buena fe. Y las FARC, por su parte, se empecinan en darles la razón.

Ello especialmente desde Abril. No fue solo la emboscada en el Cauca, donde mataron a once militares, sino también posteriores ataques de carácter explícitamente terrorista: la voladura de oleoductos y torres de alta tensión, y la contaminación de ríos con derrames de petróleo, entre otros. En La Habana, la narrativa de la negociación habla de paz y reconciliación. No puede haber paz sin reconciliación, se dice con razón. Pero no puede haber reconciliación sin buena fe entre las partes, un tercer término de esta ecuación que curiosamente se olvida.

Al igual que el gobierno, quienes negocian en nombre de las FARC también se enfrentan a un dilema lógico. Porque si ellos son los responsables de estos actos de violencia, el proceso de paz es solo un relato de ficción. Si, por el contrario, no tienen responsabilidad y tales actos son causados por frentes autónomos o en disidencia que la cúpula de la organización no controla, entonces la negociación es una pérdida de tiempo. Significa que quienes están en La Habana no tienen autoridad para generar obediencia, ni representan a quienes dicen representar. Si el futuro resulta ser como en cualquiera de estos dos escenarios, el acuerdo de paz no será más que un pedazo de papel.

Pero eso es negociar con las FARC, una hidra de múltiples cabezas: guerrilla, alguna vez revolución campesina, narcotráfico, secuestro—de adultos y niños por igual—y ahora terrorismo ambiental. Ambos dilemas, el del gobierno y el de las FARC, explican las incertidumbres de este proceso. También sirven para entender por qué la negociación en curso ha polarizado y dividido a la elite política y, consecuentemente, a la sociedad. Y ese es el problema fundamental.

Las FARC siempre lucharon, o eso dicen, con el objetivo de eliminar a una elite que controla las instituciones de un Estado opresor. Fracasadas militarmente y desacreditadas ante la sociedad, sería una suprema ironía que ahora logren algo de eso sentados alrededor de una mesa conversando sobre la paz. Sería una victoria parcial pero victoria al fin, de eso se trata esta polarización en curso.

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