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El negocio del fútbol, en llamas

Corrupcion-FutbolLLEGA EL MOMENTO en que un niño empieza a cuestionar la existencia de Santa Claus o de los Reyes Magos. Algo oye o algo ve que le siembra la duda. Pero elige cerrar los ojos, taparse los oídos y seguir creyendo, aunque sea solo por una Navidad más. En este punto es donde estamos, como congelados en el tiempo, la mayoría de los millones y millones de adultos de todas las razas, creencias y geografías que encontramos en el fútbol un refugio o una distracción de los líos que nos trae la vida.

Pero el descaro de los que mandan en el fútbol y trafican con las fortunas que genera nos lo pone cada día más difícil. Los que seguimos equipos con una devoción casi religiosa o los que simplemente disfrutamos del insuperable teatro en directo, con su arte y su furia, que ofrece un partido de fútbol tenemos que hacer un esfuerzo cada vez mayor para mantener nuestra inocente credulidad. Hay que ser muy obcecado o muy ciego para seguir negando que los amos del deporte navegan en un pantano fétido, saturado de aquella infinidad de engaños, traiciones y robos que se resumen en la palabra “corrupción”. La mejor garantía de la que gozan los ladrones del fútbol para preservar su impunidad es el instinto evasivo que tenemos para mirar para otro lado. Como cuando vamos al cine o leemos una obra de ficción y suprimimos nuestras facultades racionales. Sabemos que es mentira pero nos lo creemos igual.

Tales fueron los procesos mentales paralelos con los que yo respondí durante años a las noticias sobre la corrupción de la FIFA, el organismo que ha mandado en el fútbol mundial con la misma arbitrariedad con que el Politburó mandaba en la Unión Soviética. Me enteraba de que se publicaban libros o artículos denunciando a la mafia internacional que determinaba las reglas del juego, que decidía dónde se celebraban mundiales, que controlaba el lucrativo negocio de los derechos de patrocinio o de televisión. Me enteraba pero no quería leer esas cosas; no quería saber. Tenía demasiado presentes las dificultades de la vida cotidiana o la maldad, el cinismo y la idiotez de tantos de los que mandan en el mundo político como para encima permitir que se contaminara aquel feliz santuario futbolero que me daba la oportunidad de regresar a la ilusión de la infancia.

Hace unos años estaba en el despacho del presidente de un importante club europeo. Recuerdo que hablábamos de un directivo sobre el que habían caído sospechas de corrupción. El presidente me miró a los ojos y me dijo: “Tienes que saber que el mundo del fútbol profesional es absolutamente amoral”. Me olvidé de la conversación y del comentario nada más salir del despacho. Pero lo recuerdo ahora, lo recuerdo casi todos los días, ya que no parece pasar ni uno últimamente sin que nos enteremos de un nuevo escándalo; ni uno desde aquel día del año pasado, el 27 de mayo de 2015, cuando todo cambió para siempre; cuando ya no tuvimos más remedio que reconocer que la FIFA era un nido de serpientes.

Aquel día, antes de que saliera el sol, una docena de agentes de policía suizos irrumpieron en el hotel Baur au Lac de Zúrich. Respondiendo a una solicitud del FBI, los agentes entraron en las habitaciones (precio mínimo: 700 euros por noche) y detuvieron a siete directivos de la FIFA. El Departamento de Justicia de Estados Unidos emitió de inmediato un comunicado en el que anunció que un total de 14 capos de la FIFA habían sido imputados por delitos de sobornos, chantajes, fraude y conspiración para el blanqueo de dinero. “Se suponía que ellos estaban ahí para defender las reglas y preservar la honradez del fútbol”, declaró la fiscal general de Estados Unidos, Loretta Lynch, en una rueda de prensa. “En vez de eso corrompieron el negocio del fútbol mundial para atender a sus propios intereses y enriquecerse. Hicieron esto una y otra vez, año tras año, torneo tras torneo”.

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Cristiano Ronaldo con Jorge Mendes, el mayor agente de futbolistas de Europa. GONZALO ARROYO (GETTY)

Llamó la atención que el castigo judicial proviniera del país de la tierra donde quizá la menor proporción de la población ha sucumbido a la fe embobadora del fútbol. El hereje FBI no miró para otro lado. Investigó sin piedad, confirmando las sospechas reprimidas de los creyentes.

Deberíamos haber abierto los ojos cinco años antes. Solo teníamos que fijarnos en el voto del comité ejecutivo de la FIFA en 2010 a favor de que se celebrase el Mundial de 2022 en Qatar, la decisión más insultante y manifiestamente corrupta que se ha tomado en la historia del deporte. Lord Triesman, un político laborista británico, declaró que Qatar había pagado 140 millones de euros en sobornos para conseguir el Mundial. Daba igual que la cifra fuera correcta o incluso que la acusación fuera cierta o no. No necesitábamos pruebas para saber que hubo juego sucio, que por algún motivo los señores de la FIFA optaron con esa decisión por mofarse de los niños y niños-adultos futboleros del mundo cuyos sueños dicen representar.

Los rivales de Qatar a la candidatura para celebrar el Mundial de 2022 eran España, Portugal, Inglaterra, Estados Unidos y Australia, pero se eligió un lugar donde las temperaturas en junio, el mes del Mundial, pueden superar los 50 grados; se seleccionó el minúsculo país de Qatar pese a que el equipo técnico que fue enviado por la FIFA a inspeccionar las sedes candidatas redactó un informe en el que dijo que era, con diferencia, la peor opción. El jefe de aquel equipo técnico, el chileno Harold Mayne-Nicholls, manifestó: “No podrían, no pueden, no pueden hacer el Mundial ahí”. Como tampoco podrían haberlo celebrado en enero en Groenlandia. Pero la FIFA sí pudo votar por Qatar, sabiendo perfectamente lo dañino que sería para la salud de los jugadores y los aficionados participar en el torneo deportivo más grande del mundo en pleno verano en el desierto arábigo. Posteriormente, el año pasado, se decidió que el Mundial en el país del golfo Pérsico se trasladase a noviembre, una fecha insólita que obligará a paralizar las competiciones europeas. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que hubo mucho dinero sucio de por medio, del mismo modo que lo hubo cuando Sudáfrica, apegándose a las reglas no escritas del juego, pagó la relativamente modesta cifra de 10 millones de dólares para conseguir el Mundial de 2010.

Desde que el FBI orquestó aquella noche de cuchillos largos en Zúrich, la justicia de EE UU ha imputado a 40 figuras de la FIFA o a ejecutivos de marketing asociados a ella, acusándolos de pedir o recibir cientos de millones de euros en sobornos. Otros han sido sancionados, incluidos el expresidente de la FIFA, el suizo Sepp Blatter, y el que se suponía que iba a ser su sucesor, el exjugador francés y expresidente de la UEFA Michel Platini. Ni Blatter ni Platini han sido capaces hasta la fecha de explicar cómo fue que el primero le regaló al segundo casi dos millones de euros en 2011, sin ningún contrato de por medio. ­Blatter, el octogenario capo di tutti capi que había presidido la FIFA desde 1998, dimitió el 5 de junio de 2015, una semana después de las detenciones del hotel Baur au Lac, tres días después de que sus leales esbirros votaran a favor de reconfirmarle en su puesto.

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Messi sale de un juzgado de Barcelona tras declarar por delito fiscal. GIANLUCA BATTISTA

Haría falta una enciclopedia para catalogar todo lo que se ha destapado desde entonces sobre las actividades criminales de la FIFA y sus asociaciones hermanas, como la Conmebol de Sudamérica. “Se trata de una actividad mafiosa clásica, de un sistema de crimen organizado que ha durado décadas”, reveló un agente del FBI al canal CBS de Estados Unidos. “Te hacen una oferta que no puedes rechazar. Me pagas y consigues el patrocinio, o los derechos de televisión o la sede del Mundial. Si no, no”.

Confirmando lo dicho por el agente del FBI, varios detenidos han confesado que formaron parte de una red internacional dedicada a obtener su porcentaje ilícito de los carísimos derechos de televisión o de las empresas patrocinadoras de la FIFA. ¿Quién aporta este descomunal tesoro? Los aficionados del mundo, por supuesto; aquellos que con ingenua ilusión pagan por sus entradas a los estadios, por sus abonos a los canales de televisión, por las camisetas y los refrescos y los automóviles que venden los patrocinadores oficiales del pasatiempo más popular de la humanidad.

Pero no sería justo verter toda la culpa sobre la mafia fifera. Ellos son la cabeza más visible de un ecosistema futbolero podrido, repleto de representantes, directivos y jugadores corruptos, la mayoría de los cuales ha evitado caer bajo la lupa de la ley. Podemos estar seguros de que solo hemos visto la punta del iceberg; la dificultad de llegar al fondo radica en la ausencia de normativas para frenar la corrupción y al apego casi total al principio de la omertá entre aquellos que se ganan la vida con el fútbol. Tanto los ladrones como los honrados saben que sus carreras sufrirán si dan la cara y cuentan lo que saben.

Logré convencer a algunos que son o han sido representantes, o directivos, o entrenadores, o jugadores, o empleados de grandes clubes europeos para que rompieran –hasta cierto punto– su silencio (dicho sea de paso que los 20 clubes más ricos de Europa ingresaron 6.600 millones de euros en la temporada 2014-2015, según la consultora Deloitte). En todos los casos aceptaron hablar con la condición de que no se publicaran sus nombres. El consenso fue que, aunque claro que había gente decente en las altas esferas del fútbol, no se equivocaba aquel presidente de club que afirmó que en el ámbito comercial del fútbol reinaba la amoralidad. Un empleado de un club importante que ha tenido un trato cercano con jugadores me dijo que había muchos que eran buena gente, por supuesto, pero si “los aficionados de bufanda” supieran lo que algunos de sus ídolos pensaban realmente, si se enterasen de cómo conspiraban con sus representantes, “querrían coger una metralleta y fusilarlos”.

Estos señores que me pidieron el anonimato me contaron, entre otras cosas, que no es inusual desde hace décadas que los clubes den un trato especial a los árbitros provenientes de los países menos ricos de Europa cuando les toca dirigir un partido de su equipo en un importante torneo europeo; por ejemplo, llevándolos a grandes almacenes a comprarles regalos para sus familiares o, si les interesa, poniéndoles prostitutas en los hoteles. También ocurre que representantes de futbolistas organicen viajes de lujo, con sexo pagado incluido, para directivos de clubes con los que suelen hacer negocios.

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Agentes del FBI, tras un registro en la federación del centro y norte de América, en 2015.

 

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Y el expresidente de la FIFA Joseph Blatter, entre una nube de dólares falsos lanzada por un cómico, el pasado año en Zúrich.

Si esta clase de obsequios inciden directamente en los resultados de los partidos o en los negocios del fútbol, es difícil de decir. De lo que no hay ninguna duda es de que el terreno más fértil para los codiciosos es el de los fichajes, concretamente en el área gris del reparto de comisiones entre jugadores, representantes, directivos y entrenadores. Un exdirectivo de un club importante europeo me explicó cómo funciona el sistema: “Los agentes manejan amplias redes de contactos. Por ejemplo, el seleccionador de una nación sudamericana elige para su equipo un jugador que sabe que no vale la pena, pero lo pone en el campo en el segundo tiempo de un partido de poca trascendencia durante 20 minutos. De repente, el futbolista se convierte en un internacional de, digamos, Brasil o Argentina. Su valor se dispara y lo ficha un club europeo. El porcentaje que se lleva el representante del jugador lo reparte entre el seleccionador y jefes tanto del club vendedor como del comprador”. Otro directivo me lo explicó de forma más sencilla: “Venden a un jugador que vale un millón por cinco millones y lo que hay en el medio llega, a veces en efectivo en bolsas de papel, a las manos de quién sabe cuánta gente”.

Un caso reciente que ha levantado sospechas, o al menos una enorme perplejidad, es el del delantero argentino Gonzalo Higuaín, traspasado del Nápoles a la Juventus por 90 millones de euros este verano. Cuando Higuaín tenía 19 años fue fichado por el Real Madrid por 12 millones de euros. Cuando tenía 25 el Madrid lo vendió al Nápoles por 40 millones. Hoy, que está cerca de los 29 años y a tres o cuatro de la jubilación, la Juventus lo compra por 90. Higuaín estará, quizá, entre los 10 mejores goleadores del mundo, pero no es ningún Cristiano Ronaldo. Nadie le ha considerado un crack. La afición del Real Madrid no se quejó de su salida; la afición argentina sí lamentó, y mucho, la clamorosa ocasión de gol que falló en la final de la Copa del Mundo de 2014 que su selección perdió por 1-0 contra Alemania.

Otro caso, de cuyos pormenores sabemos más, es el del jugador del Barcelona Neymar. Según la versión oficial inicial, el Barcelona pagó 57,1 millones de euros por el brasileño. Pero resultó que el coste total fue alrededor de 95 millones. La diferencia, como ya es de conocimiento público, se repartió entre el propio jugador, su familia e intermediarios varios. ¿Hubo delito? Quizá no, si nos atenemos a la letra de la ley. ¿Fue una operación amoral, tramposa, alegal? Seguro. Por supuesto que también ha habido acusaciones de impagos de impuestos, como en el caso de la gran figura del Barcelona, el argentino Lionel Messi, cuyo padre montó sociedades falsas en paraísos fiscales con la ayuda de abogados expertos en el tema.

Si tales abogados contaran todo lo que saben, ¿cuántos más jugadores de cuántos más clubes caerían en las garras de la ley, como ha caído Messi? Podemos estar seguros de que muchos, y entrenadores también. Como el caso de uno muy conocido cuyo nombre no tengo permiso para publicar: su esposa viaja dos veces al año a una de esas islas que operan fuera de las leyes fiscales y vuelve a casa con una maleta llena de efectivo. Habría que ser muy ingenuo para pensar que esta historia es atípica.

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El actual presidente de la FIFA, Gianni Infantino, el pasado mayo en México. JOSÉ MARIO GONZÁLEZ (GETTY)

¿Y qué decir de la siguiente anécdota cuyos protagonistas portugueses son el entrenador José Mourinho, un jugador llamado Pedro Mendes y el representante de ambos, Jorge Mendes? No vamos a hacer ninguna acusación al respecto. Solo contar lo sucedido. En el verano de 2011, Pedro Mendes fue cedido por el Sporting de Portugal al Real Madrid, donde jugó para el equipo B, el Castilla. El jugador no acreditaba un gran pedigrí ya que solo tenía 20 años y hasta la fecha únicamente había jugado en Segunda División en Portugal y, brevemente, para un modesto equipo suizo. Los demás futbolistas del Castilla, algunos de los cuales le llamaban “el enchufado”, pensaban que no estaba al nivel del resto, con lo cual les sorprendió cuando Mourinho, el entonces entrenador del primer equipo del Real Madrid, lo convocó para un partido de Liga de Campeones contra el Ajax de Ámsterdam, el 7 de diciembre de 2011. Con el Madrid ganando 3-0, Mourinho puso a Pedro Mendes en el campo en la mitad del segundo tiempo, en sustitución del titular, Álvaro Arbeloa. Pedro Mendes no aportó nada especial, ni para bien ni para mal, pero como observó un periodista que cubrió aquel partido, con esos 20 minutos de juego obtuvo su máster. Podría de ahora en adelante anunciarse como un jugador que había vestido los colores de uno de los equipos más prestigiosos del mundo en la máxima competición europea.

Quizá se trató solo de un gesto caritativo de parte de Mourinho a su joven compatriota; quizá fue un favor a Jorge Mendes, el representante de futbolistas más rico y poderoso de Europa. Lo que es verdad es que si el objetivo hubiese sido revalorizar al jugador, no se engañó a nadie. Pedro Mendes volvió al Sporting la temporada siguiente para jugar en el equipo B y después mudarse al Parma, donde disputó solo ocho partidos.

Más curiosa aún es la historia de Bebé, otro cliente de Jorge Mendes. Tras marcar solo cuatro goles en una temporada de la Tercera División portuguesa, el Manchester United fichó al delantero por nueve millones de euros en agosto de 2010, 3,5 de los cuales correspondieron a la empresa de Jorge Mendes, según la prensa portuguesa. El entrenador escocés del United, Alex Ferguson, no había visto jugar a Bebé ni en vídeo. Cuando al futbolista le informaron de que el United lo había fichado, no se lo pudo creer. Confesó después que pensó que era una broma. Acabó jugando un total de 334 minutos para el United, ninguno como titular. Un año después de llegar a Manchester fue cedido primero a un equipo turco, después a dos de Portugal, hasta que el Benfica lo fichó por tres millones de euros. Tras un peregrinaje que lo llevó después al Córdoba y al Rayo Vallecano, acaba de recalar en el Eibar. Quizá tenga suerte allá, pero hasta la fecha, en sus siete años como jugador profesional, Bebé ha marcado un total de 19 goles.

Ferguson nunca explicó el misterio de por qué lo fichó por esa nada despreciable suma de nueve millones de euros, aunque lo que sí se sabe, porque lo ha dicho en público, es que el escocés es amigo de Jorge Mendes, del que ha dicho que es el mejor representante de futbolistas que ha conocido. Ferguson se retiró del fútbol tras 27 años al frente del United en 2013. La reina Isabel lo nombró sir Alex, el mundo del fútbol inglés lo honró, el curioso asunto con Bebé fue olvidado, y también que su hijo Jason, agente de futbolistas, había representado a 13 jugadores que habían pasado por el United durante el reinado de su padre. Tras una investigación de la BBC, que reveló todo tipo de repartos de dinero no contabilizados en los fichajes que gestionaba Jason Ferguson, y otra averiguación interna que hizo el propio United, la directiva del club anunció que nunca más trataría con el hijo del venerable entrenador.

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Blatter y Michel Platini, expresidente de la UEFA, también acusado de corrupción. PHILIPP SCHMIDLI (GETTY)

A los aficionados ingleses les gusta creer que la corrupción en el fútbol es asunto de los países latinos, pero los hechos demuestran que la sospecha no solo rodea al beatificado Ferguson, sino a otros entrenadores de alto perfil, como el flamante seleccionador inglés Sam Allardyce, uno de los 18 entrenadores de la Liga inglesa que han sido acusados en los medios de haber recibido comisiones secretas en el proceso de compra de jugadores. Tampoco los alemanes son inmunes a la tentación. Uli Hoeness, exestrella del fútbol germano y luego presidente del Bayern de Múnich, fue encarcelado en 2014 por evasión de impuestos y en marzo de este año el Comité de Ética de la FIFA anunció que el legendario Franz Beckenbauer, campeón del mundo con la selección alemana como jugador y entrenador, sería investigado por supuestos sobornos relacionados con la elección de su país como sede del Mundial de 2006. Beckenbauer podría responder que cualquier comité de la FIFA, de ética o de lo que sea, carece por definición de credibilidad. No sería difícil darle la razón. Gianni Infantino, elegido presidente de la FIFA en febrero en sustitución de su compatriota Blatter, no ha cumplido exactamente con su declarada intención de llevar a cabo una renovación moral de una institución que se define, según unos de los candidatos que Infantino derrotó, por “la cultura del silencio y la intimidación”.

Infantino ha pecado por omisión. No ha dicho jamás una palabra en público cuestionando la gestión de ­Blatter, ni tampoco se le ha ocurrido proponer una iniciativa que clama al cielo: llevar a cabo otra votación para decidir la sede del Mundial de 2022, otorgada a Qatar. Y ha pecado, se alega, por comisión también: un diario alemán publicó el 3 de junio que Infantino había ordenado que se destruyera la grabación de una reunión de ejecutivos de la FIFA en la que él mismo había participado el mes anterior; el 14 de junio surgió otro posible escándalo involucrando a Infantino, cuando fue acusado internamente en la FIFA de haber iniciado gestiones para comprarse una casa en Zúrich valorada en 21,5 millones de euros.

Infantino lo niega, pero cunde la impresión de que dentro de la FIFA está estallando hoy una guerra civil, que la gran mafia futbolera se encuentra en el medio de un gran ajuste de cuentas, o quizá en una pugna por el reparto del pastel. He aquí el problema: la tarta, que ha crecido exponencialmente desde que se juntaron la televisión en color y el fútbol en directo. La regla es simple: cuanto más dinero, más corrupción. Antes del Mundial de 1970 no había mucho dinero en el fútbol. Los mejores jugadores ganaban menos que los ejecutivos de empresa. Desde entonces los ingresos de los que juegan en las principales Ligas europeas, unidos íntimamente al colosal ascenso de las ganancias que genera la televisión, han experimentado incrementos porcentuales mayores que los de cualquier otra rama laboral, con la posible excepción de la de los grandes banqueros de inversión. Hoy Messi y Cristiano Ronaldo ganan 30 o 40 millones de euros al año. Los señores de pantalones largos que operan en su órbita los envidian. Si estos chavales pueden ganar tanto, se preguntan, ¿por qué no nosotros también? Como vemos, se han puesto manos a la obra para lograr la paridad.

Lo que los ha protegido es la autorre­gulación y casi cero transparencia del negocio del fútbol, comparable solo al de las instituciones financieras de las islas Caimán. Pero tienen un aliado aún más poderoso: nosotros, los aficionados; los que les pagamos la fiesta; los que, pese a todo, preferimos no saber. La FIFA tuvo la mala suerte de que un cuerpo ajeno a los encantos del fútbol se entrometió en sus asuntos. Algunos que se pasaron de listos, como los Messi, tuvieron la mala suerte de ser descubiertos. Pero el hecho de que el propio Barcelona y buena parte de sus fans se hayan volcado en apoyo de Messi (#TodosSomosLeoMessi, rezó el hashtag oficial del club) lo dice todo sobre el hábito que tenemos los aficionados de funcionar en vías mentales paralelas. Podemos suponer que la afición de cualquier otro equipo respondería de similar manera en caso de que uno de sus reyes magos también cayera víctima de la justicia.

Blatter y compañía lo tienen complicado porque están atrapados en las mandíbulas de bulldog del FBI, y porque además no son ídolos de nadie. Los que sí lo son caen en la tentación de creerse superhombres, por encima de la ley, alentados por los buitres que los rodean. Nos lo ponen difícil a los cientos o miles de millones que hemos descubierto en el fútbol la gran diversión y el gran consuelo de la vida, pero llegada la hora de la verdad –llegado el partido–, seguimos siendo cómplices del secretismo que permite que los amos roben con impunidad. Empieza la nueva temporada, vuelve la ilusión y los locos del fútbol que se han tomado la molestia de leer este artículo rápidamente lo olvidarán. Yo, que lo he escrito, también. Para los forofos, el fútbol vale más que la justicia.

John Carlin es un escritor y periodista británico nacido en Londres en 1956. Estudió lengua y literatura inglesas en la Universidad de Oxford pero su actividad profesional se ha centrado en el periodismo. En el 2000 ganó el Premio Ortega y Gasset por un artículo para El País sobre la inmigración en España.

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