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Héctor Abad Faciolince: Quemar iglesias

El lunes pasado, 8 de marzo, fui a Bogotá para hacerle una entrevista a un sacerdote que está terminando su doctorado en teología. Después de hablar con él varias horas sobre muchos temas –él defiende, por ejemplo, la tesis de que el celibato sacerdotal debe ser voluntario y no obligatorio; está de acuerdo con la ordenación de las mujeres– me quedó tiempo para ir al centro a una librería que me encanta, la Merlín, porque ahí uno puede hallar libros agotados.

En la Merlín encontré lo que buscaba, que curiosamente tenía que ver con dos grandes escritoras que defendieron con su obra y su vida la independencia y la dignidad de las mujeres, años e incluso siglos antes de que el feminismo se inventara: Juana de Asbaje y Madame de Staël.

Asbaje, la primera gran poeta de América, cambió su nombre por el de Sor Juana Inés de la Cruz en 1669, al tomar los hábitos en el convento de San Jerónimo, a los 21 años. Para una mujer de su inteligencia y sensibilidad, que quería dedicar la vida al estudio y a las letras, el destino de monja, en una cultura dominada por los machos, era mucho más libre en un convento laxo, como era el suyo, que en el matrimonio. Y en ese convento pudo escribir y hacer el amor, así fuera con fantasmas: “Detente, sombra de mi bien esquivo, | imagen del hechizo que más quiero, | bella ilusión por quien alegre muero, | dulce ficción por quien penosa vivo”.

En cuanto a Madame de Staël, esta fue quizá la persona más inteligente de su tiempo. Su agudeza y su intuición política la convirtieron en la más temible enemiga de Napoleón, pues ella supo ver, desde el mismo día en que se lo presentaron, al déspota y al tirano que se escondía detrás de la sonrisa fingida del gran general. Napoleón le temía más que a Wellington y la odió y persiguió toda la vida. Nadie tuvo palabras más precisas para desenmascararlo: “Napoleón no soporta la libertad de prensa, pero le encanta aprovecharse de la prensa esclava”. A él “las mujeres le desagradan porque no se someten de inmediato al temor o a la esperanza que él provoca. Hay en ellas algo desinteresado que le disgusta. Son, en cierto modo, como el clero, que no depende más que del cielo. Quizá lo viéramos desterrarlas de este mundo si no necesitara a sus hijos como soldados”.

Salí de la librería Merlín con los libros de Juana y de Madame de Staël bajo el brazo. Al llegar a la avenida Jiménez me encontré con un desfile de mujeres firmes y tranquilas que lanzaban proclamas en defensa de sus derechos y contra la violencia machista. Pensé, contento, que ahí iban marchando las herederas de Asbaje y Staël. Pero al acercarme a la iglesia más antigua de Bogotá, y una de las más venerables por su belleza, la de San Francisco, de 1566, vi que otro grupo de mujeres encapuchadas, con ayuda de uno o dos machitos también cubiertos, estaban rompiendo sus vidrieras y tratando de prenderle fuego con gasolina y leña. Me sentí en medio del mismo fanatismo de los trumpistas en Washington. De la misma violencia idiota, dañina y mentirosa. ¿Por qué quemar iglesias? “Porque son violadores que se oponen al aborto”, oí decir.

Me he pasado media vida defendiendo el derecho al aborto y argumentando contra los jerarcas de la Iglesia que creen que todo aborto es un asesinato y un pecado que debe ser castigado con cárcel. Ahora me doy cuenta de que tendré que pasarme la vida que me quede diciéndoles a las fanáticas abortistas que la Iglesia –y cualquier persona– tiene derecho a pensar que abortar está mal y es un crimen. Aunque uno no esté de acuerdo, ese pensamiento está fundado en argumentos defendibles y en posiciones éticas que no son despreciables. Está bien que el aborto deba ser libre (para las que quieran), pero apoyarlo no puede ser obligatorio. Ni los antiabortistas pueden quemar clínicas ni las abortistas quemar iglesias. Los que pensamos distinto tenemos que convivir en paz y en libertad. Esta posición de libertad de pensamiento para todos es firme, y no es tibieza.

 

 

 

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