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Irene Vallejo: Dobles raseros

Es casi tan difícil admitirlo como evitarlo. No tratamos a todo el mundo con el mismo baremo ético, con idéntica vara de medir. Nos ofuscan las pasiones, los odios y las distancias entre las distintas personas verbales. Nuestros juicios tienden a la conjugación irregular: yo hago, tú cometes, él perpetra. Perdonamos con facilidad nuestros errores mientras atizamos sin piedad los tropiezos de los demás. Cultivamos el amor propio y la vergüenza ajena. El doble rasero es el mal nuestro de cada día.

El rasero era un utensilio utilizado antiguamente para rasar las medidas del grano. Consistía en una vara metálica que permitía retirar el cereal que rebasaba el borde de las vasijas, asegurando así que todas contenían la misma cantidad, sin la menor diferencia. Se necesita pulso, delicadeza, disciplina y sentido de la equidad para rasar bien: arrasar es más rápido y embriagador. El filósofo Bertrand Russell afirmó que la humanidad posee “una moral que predica pero no practica, y otra que practica y no predica”. Alzamos la voz y fruncimos el ceño para exigir que el resto del mundo se comporte como es debido, pero con media sonrisa justificamos los incumplimientos, excepciones y exabruptos de quienes nos resultan más simpáticos. Con frecuencia, repartimos la culpa y la disculpa en función de las querencias, no de las evidencias; de las adhesiones, no de las acciones. El escritor Ambrose Bierce construyó un libro entero, El diccionario del diablo, a base de definiciones asimétricas y sarcásticas: “Una persona aburrida es la que habla cuando deseas que te escuche”. “Un egoísta es una persona que piensa más en sí misma que en mí”.

La política es un terreno particularmente fértil para este divorcio entre actos y principios. En la antigua república romana, un tribuno llamado Licinio Calvo propuso una serie de iniciativas legislativas que, como era costumbre en el derecho romano, quedaron unidas a su nombre. Las leyes Licinias, pensadas para contener los excesos de los ricos, limitaban la acumulación de tierra en manos de un solo propietario y protegían a los deudores frente a los acreedores. Se aprobaron contra la indignada oposición de los patricios. Años más tarde, el extribuno Licinio Calvo fue acusado de transgredir su ley por acaparar más tierra de lo permitido. Su avaricia rebasó los límites y acabó condenado a la pena que él mismo había fijado como legislador, desde el otro lado de la barrera.

 

 

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