Cultura

María José Solano: Sillones y percheros

Sillones y percheros

Imagen de portada: ilustración de SARO

 

 

La Real Academia Española en la actualidad está constituida por cuarenta y seis académicos a los que, simbólicamente, se les asigna un sillón con el nombre de una letra del alfabeto en mayúscula o minúscula. Parece una contradicción, pero a los académicos que ocupan estos sillones con letras se les llama “Académicos de Número”, y no siempre fueron tantos: primero 11 y luego 24; unos años después subió a 36, manteniéndose hasta 1977. Finalmente, tres años más tarde, el número de académicos se amplió a 46, y así ha permanecido. Tampoco están obligados a ocupar el sillón con la letra asignada en su nombramiento; cuando se reúnen en la Sala de Plenos pueden sentarse en el sillón que más les guste.

En cuanto a la historia de estas letras, no siempre hubo mayúsculas y minúsculas; los sillones iniciales fueron 24 mayúsculas. Por necesidad, se fueron creando las minúsculas para ampliar el número de académicos, pero hay letras que nunca jamás se han usado, como si por alguna razón estuvieran malditas: «W» mayúscula y «w» minúscula; «Y» mayúscula e «y» minúscula; «x», «z», «v» minúsculas y la pobre y española «Ñ» mayúscula. La última letra en añadirse a un sillón fue la «u» minúscula, en 1996, y la estrenó el novelista Antonio Muñoz Molina.

El juego de la silla

Los sillones y sus letras van teniendo una vida propia marcada por las personalidades que las han ocupado a lo largo de estos trescientos y pico años de historia. El académico Alonso Zamora Vicente dedicó gran parte de su libro Historia de la Academia a contar aquellas vidas y estos sillones. Gracias a él se conocen algunas curiosidades, como que el sillón con más ocupantes ha sido el «B» mayúscula, con un total de veinte académicos descansando en él sus posaderas. Estadísticamente, veinte académicos en trescientos años no parece mucho, pero si pensamos que un sillón solo se ocupa tras el fallecimiento de su dueño, quien entrase en la Academia ocupando el «B» y fuese supersticioso o aficionado a los cálculos matemáticos podría pensar que le tocaba morir pronto… Por el contrario, el sillón «b» minúscula batió el récord de ocupación de un solo académico ¡nada menos que 66 años sosteniendo el peso de don Ramón Menéndez Pidal! Además, don Ramón desempeñó el cargo de director durante 33 años y vivió una larga vida de casi un siglo, muriendo a la edad de 99 años. Desde luego, la «b» minúscula le trajo suerte y mucha salud.

 

«El caso de Zorrilla es muy especial, pues saltándose las normas, presentó el discurso en verso rimado»

 

Aunque no es lo habitual, en la Academia también se puede cambiar de sillón. Fue el caso del dramaturgo José Zorrilla que, elegido en un primer momento para la «H», retrasó tanto la redacción del discurso de ingreso que los académicos decidieron no esperarlo más, y nunca tomó posesión de esa letra. Más tarde sería reelegido, sentándose en la «L». Por cierto, que el caso de Zorrilla es muy especial, pues saltándose las normas, presentó el discurso en verso rimado, para asombro de sus colegas: «No me vengáis, señores académicos, con que es la segunda vez que me salto las reglas a la torera. Muy al contrario; si por poeta me habéis elegido, sin pretexto / y para ser honesto / con poesía inauguraré / mi nuevo puesto.

El ripio me enloquece, no lo puedo evitar:

“Mi recepción, Señores, como todo
lo que me sintetiza ó me revela
como todas mis obras y mis hechos
para ser natural, va á ser excéntrica:
pero excéntrica y lógica; su forma una tan sólo puede ser, y es esta
¿Qué es lo que me ha valido la honra doble
de aceptarme dos veces la Academia?
El bagaje de versos que me sigue
y mi exclusivo nombre de poeta”.

Once años después de aquel día, la Academia se convertiría en su último hogar.  Zorrilla murió en Madrid un gélido 23 de enero y la capilla ardiente, ubicada en la Academia, recibiría según la prensa de la época más de cincuenta mil personas, que acudieron para dar el último adiós al genial versificador.

Ser académico

De los casi quinientos miembros elegidos como académicos de número desde la fundación de la RAE, veintiocho de ellos, por una u otra causa, no llegaron a tomar posesión. Otros tres académicos cambiaron de silla en una ocasión y uno solo, aunque salió elegido, no pudo tomar posesión debido a que falleció antes de hacerlo: don Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina. Aunque la plaza de académico es de por vida, en los duros años de la dictadura franquista, y por orden del gobierno, se hubo de cesar a seis académicos que habían tenido que exiliarse por razones ideológicas. Sin embargo, la Academia, fiel a su principio de permanecer libre ante cualquier injusticia o influencia política, obedeció, pero no del todo: «Los sillones de estos seis hombres injustamente expulsados no volverán a ocuparse hasta el regreso o fallecimiento de cada uno de ellos —acordaron, decididos, los académicos—. El que regrese encontrará aquí su casa y su silla tal y como la dejó».

 

«El esfuerzo, amor y buena parte de los recuerdos del académico carpintero quedaron atrapados en esa imponente mesa ovalada»

 

La condición para ser académico es la de haber realizado alguna contribución relevante en el idioma español. Sentados en estos sillones ha habido filólogos, lingüistas, lexicógrafos, humanistas, historiadores, juristas, escritores, cineastas, almirantes de marina, científicos… Aparte de los académicos de número que constituyen el cuerpo esencial de la RAE, ocupan los sillones con letras y se reúnen cada jueves desde hace trescientos años en el Pleno, hay otras dos modalidades: los Académicos Correspondientes (procedentes de las Comunidades Autónomas españolas; así como de los países hispanoamericanos y de algunos países extranjeros) y los Académicos Honorarios, españoles o extranjeros, que son nombrados por sus méritos laborales o vitales en algún campo relacionado con la lengua española.

El Pleno de académicos, sentados en sus famosos sillones, toma las decisiones relacionadas con el Diccionario y las demás obras de la RAE. Para el resto, un conjunto de académicos se sienta en torno a otra mesa, conformando la Junta de Gobierno, presidida por el director de la Academia y constituida por el vicedirector, el secretario, el censor, el bibliotecario, el tesorero, el vicesecretario y dos vocales adjuntos. Para ayudar al Pleno se crearon las Comisiones, que son grupos de trabajo con uno o varios académicos y filólogos encargados de preparar propuestas acerca de diversos temas (sobre todo referentes a la elaboración del Diccionario) para su aprobación. El Pleno, formado por todos los Académicos de Número, se reúne durante el curso cada jueves por la tarde en la Sala de Plenos, que constituye el corazón de la Academia.

Esta sala se encuentra en la planta principal del edificio, y en ella las sillas, con sus letras talladas en madera, se organizan alrededor de una enorme mesa ovalada diseñada por el académico y cervantista Juan Eugenio Hartzenbusch, hijo de padre alemán, ebanista de profesión: «Sehr geehrte Herren, o sea, estimados señores: saben los que me conocen que a pesar de mi aspecto poco robusto y de mi predilección romántica por las historias de amores imposibles como la de aquellos Liebenden von Teruel, par de desgraciados aragoneses, soy hombre metódico y tenaz y aún domino el oficio de carpintero que aprendí de mi pobre padre. Por tanto, he querido diseñar un mueble a modo de mesa redonda del rey Arturo para honrar su memoria, facilitar nuestro trabajo y embellecer esta Academia». El esfuerzo, amor y buena parte de los recuerdos del académico carpintero quedaron atrapados en esa imponente mesa ovalada, y tal vez por eso hay noches en las que los vigilantes de seguridad afirman haber visto (junto a su amado Cervantes) al fantasma de Hartzenbusch vagando con sus anteojos, su pelo blanco y su inconfundible aspecto de Gepetto por los pasillos desiertos de la Academia.

 

«Un hermoso reloj de pared con péndulo de bronce que marca las horas de trabajo de los académicos, respetando desde hace siglos la hora final»

 

Pero la actividad no se paraliza por estos sucesos paranormales, y cada jueves, invariablemente, el director, que siempre ocupa el sillón de respaldo más alto grabado con la letra «A», lee una oración en latín dando comienzo a la sesión. Pasado un tiempo, pronuncia la esperada frase «es el turno de papeletas» y a continuación se presentan las sugerencias de nuevas entradas para el Diccionario. Después se examinan las propuestas formuladas por las diversas comisiones, se estudian y debaten y en el caso de desacuerdo (que puede ocurrir, claro está) se decide siempre por votación. Poco más hay en esta Sala de Plenos, a excepción de algunos retratos no demasiado afortunados (pictóricamente hablando) de personalidades del mundo de las letras, y un hermoso reloj de pared con péndulo de bronce que marca las horas de trabajo de los académicos, respetando desde hace siglos la hora final: cuando la rueda contadora da un nuevo giro y la pestaña cae en la ranura para pararse, las campanadas de las ocho y media de la tarde indican que la sesión plenaria toca a su fin.

Un acto con mucho protocolo. O no

De acuerdo a una norma de respeto, los sillones deben guardar seis meses de luto. Pasado ese tiempo, los Académicos podrán presentar nuevos candidatos para ocupar esa plaza. El número mágico en estos casos es el tres: tres han de ser los Académicos que respalden al nuevo candidato y tres el número máximo de votaciones por sesión. Por su parte, el elegido tendrá que obtener el voto favorable de las dos terceras partes de los Académicos de Número presentes y no presentes (se admiten los votos por correo). Si en las dos primeras votaciones no sale ningún vencedor, que nadie se ponga nervioso. Queda una tercera oportunidad, aunque esta vez sólo participarían los candidatos más votados. Resultará finalmente elegido el que logre los votos de la mitad más uno de los presentes (aquí ya no valen los votos por correo, claro). Si ninguno los obtuviera, sí habría razones para el nerviosismo, pues la plaza quedaría vacante, procediéndose a una nueva convocatoria en la que habría otros candidatos con los que competir.

 

«A lo largo de más de siglo y medio, el ritual de estos actos y la estructura interna de los discursos apenas ha cambiado»

 

A mediados del siglo XIX se decidió por decreto que el acto de recepción de los académicos sería público, y desde hace años se graban y almacenan en plataformas de internet, como YouTube, o se editan en papel (desde 1848), pero aun así merece la pena colarnos en algunos de ellos y recordar su singularidad. A lo largo de más de siglo y medio, el ritual de estos actos y la estructura interna de los discursos apenas ha cambiado.

El académico comienza dando las gracias y después elogiando al antecesor en la silla, para luego leer el tema elegido. Por su parte, el académico que le contesta debe incluir una breve biografía de su nuevo compañero, el análisis de su obra y un comentario acerca del discurso recién oído, para terminar con unas palabras de bienvenida. En teoría, esta función de recibir al «nuevo» estaba encomendada al director, el cual podía transferirla por delegación a un compañero. Y esto es lo que habitualmente se hace. El tiempo transcurrido desde que un académico es elegido hasta que lee su discurso es flexible y puede ser de algunos meses, pero hay casos de académicos que se han pasado varios pueblos. Un ejemplo famoso es el del escritor Jacinto Benavente, quien, elegido en 1912, treinta años después seguía sin decidirse a escribir su discurso de ingreso. Decían las malas lenguas que el escritor, muy supersticioso, no solo no creía que el sillón de la Academia garantizase la inmortalidad (los académicos de la Francesa solían ser conocidos como «Los Inmortales» por esa razón) sino que, justamente al contrario, la lectura del discurso atraía a la Parca.

“—Venga, don Jacinto, anímese hombre, que llevamos treinta años esperando.

—No, que me da muy mal rollo. Ya con el Nobel tengo que me sobra”.

El caso es que la Academia, a petición del propio Benavente, optó por no esperar más, le nombró Académico de Honor y convocó su plaza. El nuevo ocupante se convirtió en el primer y último candidato que sustituyó a un académico vivo. Hay más ejemplos singulares, como el del escritor y periodista Pérez de Ayala, elegido por unanimidad, pero que nunca escribió su discurso ni volvió a aparecer por la Academia; o el caso contrario y famosísimo (algunos creen apócrifo) del conde de Romanones, al que alguien sugirió que, siguiendo la costumbre, hiciese una visita de cortesía a los Académicos pidiéndoles personalmente su apoyo. El pobre conde, confiado y venciendo la vergüenza, recorrió la casa de todos y cada uno de los miembros de la RAE, los cuales le juraron, por lo más sagrado, el voto.

El día de la votación se acercó su secretario y en un aparte le dijo:

“—Excelencia, traigo malas noticias: no ha salido.

—¿Cómo es posible? —preguntó perplejo el de Romanones—. ¡Si tenía garantizada la elección!

El funcionario se encogió de hombros.

—Pero entonces, ¿cuántos votos he tenido?

—Ninguno, Excelencia —musitó el secretario con un hilo de voz.

El político se quedó unos instantes pensativo y luego se volvió hacia su ayudante, pronunciando aquella magnífica frase inmortal:

—¡Joder, qué tropa!

«Ojú, qué malaje tienen estos académicos, Serafín»

 

También están los casos de dos grandes escritores; Unamuno, electo desde 1932, y Antonio Machado, desde 1927. El primero apenas tuvo tiempo, pues murió cuatro años después, pero el segundo tuvo casi una década. Nunca ingresó, aunque llegó a escribir un borrador de discurso. Su hermano Manuel, sin embargo, sí fue académico, ingresando el 19 de febrero de 1938.

Otros dos famosos hermanos escritores igualmente vivieron una singular experiencia en la Academia: los inseparables sevillanos Álvarez Quintero, que habían nacido, crecido, estudiado, vivido y escrito la mayor parte de su exitosa obra juntos, no tuvieron más remedio que separarse en esta ocasión, pues la RAE propuso para su sillón primero a uno, y cinco años más tarde al otro. Imagino, más o menos así, el diálogo “quinteresco”:

“—Joaquín, vengo de la Academia y tengo una noticia buena y una mala: yo sí tengo sillón, pero tú no.

—Ojú, qué malaje tienen estos académicos, Serafín”.

Anécdotas singulares de retraso guardan los casos de algunos discursos, como el del dramaturgo José de Echegaray, que tardó cinco años en escribirlo, pero que tuvo que esperar otros siete para que el académico que le daba la respuesta escribiese el suyo. Se trataba nada menos que de Emilio Castelar, político famoso en la historia de España por su capacidad de oratoria (tal vez por eso tardó tanto en sentarse a escribir lo que tan bien hacía oralmente).

Otro caso de tardanza fue el del escritor, ensayista, periodista, dibujante, filósofo y crítico de arte español Eugenio d’Ors que tardó nueve años, pero fue superado en originalidad por el académico que le contestaba, en este caso José María Pemán, periodista, dramaturgo y poeta gaditano, además de notable orador que, como confesaría tiempo después, fingió leer, «al abrigo del paraván de los papeles», un discurso que en realidad improvisó durante toda una hora. ¡Qué genios!

Percheros

Y hablando de genios, nadie o casi nadie había prestado atención a este mueble hasta la llegada a esta docta casa del reportero y novelista Arturo Pérez-Reverte. Nombrado académico en 2003, escribió con mucha puntualidad, para su ingreso en la corporación en la que ocupa el sillón «T», un discurso en lengua de germanía, que es la lengua de los tipos bravos del siglo XVII, y se fijó, con olfato de novelista, en el curioso, elegante mueble de roble que sostiene desde hace siglos los abrigos, sombreros, bastones, paraguas y libros de los académicos, justo en la antesala de Plenos. Tiempo después, publicó un emocionante artículo en XL Semanal sobre este perchero de la Academia, transformado desde entonces en una clepsidra; un reloj de arena y un símbolo de la memoria :

«En la Real Academia Española hay un vestíbulo con percheros y agujeritos para el bastón o el paraguas. Cada académico tiene el suyo, identificado por una tarjeta con su nombre, y ahí encuentra cada jueves el correo. Los percheros se asignan por orden de antigüedad; de manera que, según pasa el tiempo, los académicos que mueren te dejan percheros libres por delante, y los recién llegados los ocupan por detrás. Esto del perchero, me confió el primer día uno de los conserjes, críptico, tiene más importancia que el sillón con la letra correspondiente. Y por fin comprendo lo que quería decir. Durante unos meses, mi nombre estuvo en la última percha. Ahora me corresponde la penúltima, y pronto será la antepenúltima. La antigüedad en la titularidad del perchero suele ir en proporción a la edad del académico; pero no siempre es así. Nombres de ilustres veteranos siguen enrocados en los lugares más antiguos, mientras compañeros jóvenes se van quedando en las cunetas de la vida. En cualquier caso, a modo de indicador simbólico, ese lento movimiento hacia los puestos de más antigüedad equivale a un recordatorio de cómo, poco a poco, todos nos encaminamos hacia la muerte».

 

 

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