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El inquietante giro maoísta de Xi Jinping

Cualquiera que haya visitado China en las últimas décadas ha escuchado las angustiosas historias de amigos chinos sobre los resultados de la ingeniería social de Mao Zedong durante el llamado Gran Salto Adelante  y la Revolución Cultural. China pasó 40 años recuperándose de esos desastres para convertirse en una nación grande y moderna.

Así que casi puedo oír los sofocos llenos de sorpresa dentro de China, de la generación que vivió esos años de pesadilla, cuando el presidente Xi Jinping ha comenzado a moverse, este año, por el camino maoísta hacia un control estatal más estricto de la economía, incluyendo sesiones de «autocrítica» para los líderes empresariales y políticos chinos cuyo crimen, al parecer, ha sido tener demasiado éxito.

El giro a la izquierda de Xi representa un cambio importante en la gestión de la economía china, en opinión de media docena de expertos que he consultado en la última semana. Tiene el objetivo idealista de la «prosperidad común» y una distribución más justa de la nueva riqueza del país. Pero Xi impulsará estos cambios utilizando el despiadado instrumento de un Estado autoritario  y de partido único, y ya se pueden ver las futuras purgas y las metafóricas «gorras de burro» para aquellos que él considere obstáculos.

El líder chino habla internamente de la «amalgama» de los sectores público y privado, según Christopher Johnson, un antiguo analista de alto nivel de la CIA sobre China que ahora dirige la consultora China Strategies Group. Johnson destaca una explicación que se escucha a menudo en los círculos de la élite: «Xi quiere que el sector estatal tenga más disciplina de mercado, y que el sector privado tenga más disciplina de partido». El resultado es una fuerte presión sobre lo que Xi considera empresarios «indisciplinados.

La mejor explicación que he leído sobre los planes de Xi fue un un artículo publicado el lunes en el Wall Street Journal por Lingling Wei, corresponsal principal del periódico en China. Él describió una campaña que ha incluido más de 100 directivas reguladoras y políticas durante el último año que han destrozado el poder de las empresas que habían dominado la nueva economía china: los gigantes de Internet Alibaba y Tencent, y un coloso inmobiliario llamado Evergrande. Xi también ha atacado a las empresas de juegos y educativas que, en su opinión, estaban sesgando los valores de la juventud china.

El detalle más escalofriante del relato de Wei se refería al viceprimer ministro Liu He, un defensor del mercado que durante la última década ha sido el contacto más importante de China con Occidente. El artículo señalaba que Liu tuvo que hacer una «autocrítica» por permitir que la empresa de transporte compartido Didi saliera a bolsa con 4.400 millones de dólares este verano. Esta humillación de un alto funcionario es un eco de la Revolución Cultural de Mao, que destruyó la clase media educada de China en la década de 1970.

Xi es un político astuto y despiadadamente exitoso; desde que asumió el poder en 2013, ha purgado a una generación de líderes del Partido Comunista, del ejército y entre los servicios de inteligencia y seguridad para obtener el control absoluto. Su arrogancia consiste en que, como Mao, ahora pretende convertirse en un hombre-Dios, cuyos pensamientos son escritura sagrada.

El ansia de poder de Xi es evidente en su afán por conseguir un tercer mandato como líder del partido. Eso rompería la regla de los dos mandatos que ha prevalecido en la historia moderna de China y que ha proporcionado los controles y equilibrios del liderazgo grupal. «China había resuelto el principal problema de un estado unipartidista: la sucesión. Ahora lo están deshaciendo», afirma un antiguo funcionario de alto nivel de la seguridad nacional de Estados Unidos.

Para impulsar su revolución interna, Xi cuenta con sus propias organizaciones de vanguardia. Una es el Departamento Laboral del Frente Unido del partido, que anteriormente organizó campañas contra los uigures, los demócratas en Taiwán, los críticos extranjeros en Occidente y otras «amenazas». Otra es la Comisión Central de Inspección Disciplinaria del partido, que organizó las purgas de la última década bajo su jefe, Wang Qishan, que puede ser el adjunto más decisivo de Xi.

Según una fuente de inteligencia, cuando Wang dejó ese puesto en 2017 y se convirtió en vicepresidente sin cartera, se le asignó el trabajo de romper la disidencia en Hong Kong; ahora, ominosamente, se dice que se le ha asignado el expediente de Taiwán.

Las medidas enérgicas de Xi han sacudido la economía china. Los valores de las seis principales empresas tecnológicas han perdido más de 1,1 billones de dólares en los últimos seis meses, según Kevin Rudd, experto en China y ex primer ministro australiano. Jack Ma, el brillante fundador de Alibaba, ha sido humillado y se le ha impedido hacer comentarios públicos. Lo más desestabilizador es la fragilidad de Evergrande, el promotor inmobiliario cargado de deudas y tremendamente sobreexpuesto. El temor a que pueda incumplir decenas de miles de millones de dólares de deuda asustó a los mercados financieros mundiales esta semana pasada.

La campaña de Xi para rehacer China -desde los videojuegos a la educación de los niños- fue explicada en un un reporte del 9 de septiembre por Lily Kuo, del Washington Post. Las luces de alarma parpadean en rojo, por así decirlo.

Xi está animado por lo que ha llamado su «Sueño de China», de una nación con riqueza y poder sin parangón, y también por los ideales igualitarios del socialismo. Su problema es que, como Mao y otros visionarios, tiene una vena mesiánica que podría resultar desestabilizadora para el mundo y francamente tóxica para China.

 

David Ignatius escribe dos veces por semana una columna sobre asuntos exteriores en The Washington Post. Su última novela es «El Paladín».

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Washington Post

Xi Jinping’s disturbing Maoist turn

David Ignatius

 

Anyone who has visited China over the past several decades has heard anguished stories from Chinese friends about the results of Mao Zedong’s social engineering in the Great Leap Forward and the Cultural Revolution. China spent 40 years recovering from those disasters to become a great, modern nation.

 

So, I can almost hear the gasps inside China, from the generation that lived through the nightmare years, as President Xi Jinping has moved down a Maoist path this year toward tighter state control of the economy — including “self-criticism” sessions for Chinese business and political leaders whose crime, it seems, was being too successful.

 

Xi’s leftward turn represents a major change in the management of the Chinese economy, in the view of a half-dozen experts I’ve consulted over the past week. It has the idealistic goal of “common prosperity” and a fairer distribution of China’s new wealth. But Xi will drive these changes using the ruthless instrument of an authoritarian, one-party state — and you can already see the purges and figurative “dunce caps” for those he views as obstacles.

 

The Chinese leader speaks internally of “amalgamation” of the public and private sectors, according to Christopher Johnson, a former top CIA China analyst who now heads the consulting firm China Strategies Group. Johnson describes an explanation often heard in elite circles: “Xi wants the state sector to have more market discipline, and the private sector to have more party discipline.” The result is a severe squeeze on what Xi views as “undisciplined” entrepreneurs.

 

The best account I’ve read of Xi’s plans was an article Monday in the Wall Street Journal by Lingling Wei, the paper’s senior China correspondent. She described a campaign that has included more than 100 regulatory and policy directives over the past year that have shattered the power of the companies that had dominated China’s new economy — the Internet giants Alibaba and Tencent, and a real estate behemoth called Evergrande. Xi has also attacked gaming and education companies that he thought were skewing the values of Chinese youth.

 

The most chilling detail in Wei’s account involved Vice Premier Liu He, a market advocate who has over the past decade been China’s most important contact with the West. The article noted that Liu offered “self-criticism” for allowing the ride-sharing company Didi to float a $4.4 billion IPO this summer. This humiliation of a senior official was an echo of Mao’s Cultural Revolution, which eviscerated China’s educated middle class in the 1970s.

 

Xi is a cunning and ruthlessly successful politician; since taking power in 2013, he has purged a generation of leaders in the Communist Party, the military, and the intelligence and security services to gain absolute control. His hubris is that, like Mao, he now seeks to become a man-God, whose thoughts are holy writ.

Xi’s unabated hunger for power is evident in his drive for a third term as party leader. That would break the two-term rule that has prevailed in China’s modern history and provided the checks and balances of group leadership. “China had solved the major problem of a one-party state — succession. Now they are un-solving it,” argues a former top-level U.S. national security official.
To drive his internal revolution, Xi has his own vanguard organizations. One is the party’s United Front Work Department, which earlier organized campaigns against Uyghurs, democrats in Taiwan, foreign critics in the West and other “threats.” Another is the party’s Central Commission for Discipline Inspection, which organized the purges of the past decade under its chief, Wang Qishan, who may be Xi’s most decisive deputy.
When Wang left that post in 2017 and became a vice president without portfolio, an intelligence source tells me, he was assigned the job of breaking dissent in Hong Kong; now, ominously, it’s said he has been assigned the Taiwan file.
Xi’s crackdown has rocked the Chinese economy. The top six technology stocks have lost more than $1.1 trillion in value over the past six months, according to Kevin Rudd, a China expert and former Australian prime minister. Jack Ma, the brilliant founder of Alibaba, has been humbled, and prevented from making public comments. Most destabilizing is the fragility of Evergrande, the debt-laden and wildly overexposed real estate developer. Fears that it might default on tens of billions of dollars in debt spooked global financial markets this week.
Xi’s campaign to remake China — from the video games people play to the ways children are educated — was explained in a Sept. 9 report by The Post’s Lily Kuo. The warning lights are blinking red, so to speak.

Xi is animated by what he has called his “China Dream,” of a nation of unparalleled wealth and power — and also the egalitarian ideals of socialism. His problem is that, like Mao and other visionaries, he has a messianic streak that could prove destabilizing for the world and downright toxic for China.

David Ignatius writes a twice-a-week foreign affairs column for The Washington Post. His latest novel is “The Paladin.”

Un comentario

  1. Como ya arguyó el filósofo político inglés, John Gray, en un reciente artículo, el lento pero continuo viraje hacia un modelo de corte fascista por el mandatario Xi Jinping esta enmarcado dentro de las ideas viciosas del legado europeo. Mao y el maoísmo fue un experimento en ingeniería social totalitario que costó alrededor de 100 millones de vidas inocentes, pero el modelo que el mandatario chino favorece es precisamente autoritario, incluyendo el concepto del “lebensraum” para intimidar y tratar de apoderarse de Taiwán. Xi se promueve como un nuevo Führer. Sin embargo, aunque los antiguos gobiernos fascistas lograron generar riqueza económica siempre lo hicieron, al igual que los gobiernos totalitarios estalinistas, sacrificando los derechos políticos y sociales de sus ciudadanos. Solo el liberalismo y la economía de mercado con sus virtudes y defectos han logrado generar riquezas y al mismo tiempo respetar y expandir los derechos de sus ciudadanos.

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