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Ariel Hidalgo: El más grande fraude de todos los tiempos

La supuesta revolución «verde como las palmas», nacida del triunfo de una insurrección cuyos objetivos fundamentales fueron la restitución de la Constitución del 40 y la celebración de elecciones libres que el golpe militar del 10 de marzo del 52 había desconocido, traicionó ambos propósitos. La política del régimen que se instaló en el 59 fue una continuidad de la que ya se había iniciado en el 52, aunque con nuevos protagonistas. Una pregunta de Fidel Castro ante una multitud en 1959, la pudo haber hecho perfectamente Fulgencio Batista en 1952: «¿Elecciones para qué?».

Una tercera demanda en la que coincidían algunos de los grupos conspirativos era la reforma agraria, porque era una asignatura pendiente de la Constitución, la cual proscribía el latifundio y establecía el reparto de tierras. Pero este propósito fue un ejemplo de cómo el ideal originario de la Revolución fue modificándose bajo la manipulación del nuevo caudillo. Cuando el 17 de mayo de 1959 se aprobó oficialmente la primera Ley de Reforma Agraria en La Plata, Sierra Maestra, el texto del artículo 1 establecía el límite de las propiedades en 30 caballerías: «Las tierras propiedad de una persona natural o jurídica que excedan ese límite serán expropiadas para su distribución entre los campesinos y los obreros agrícolas sin tierras».

Una tercera demanda en la que coincidían algunos de los grupos conspirativos era la reforma agraria, porque era una asignatura pendiente de la Constitución

Esa misma noche, en un bohío de La Plata, cuando ya todos los ministros se habían retirado, Castro, bajo la luz de un quinqué, hizo por su cuenta unos «pequeños ajustes», estableciendo que algunas empresas agropecuarias «no deben ser fragmentadas para su distribución a los campesinos», sino para crear «propiedades de todo el pueblo», a las que llamó «Granjas del Pueblo». Probablemente por esa razón, el ministro de Agricultura, Comandante Humberto Sorí Marín, principal redactor de aquella ley, renunció al cargo al día siguiente y comenzó a conspirar.

Esos «pequeños ajustes» fueron el antecedente de la Segunda Ley de Reforma Agraria, el 3 de octubre de 1963, cuando se dispuso «la nacionalización, y por consiguiente, la adjudicación al Estado cubano de todas las fincas rústicas» que tuvieran una extensión mayor a cinco caballerías de tierra.

Algo semejante se hizo en las ciudades con fábricas, comercios, bancos y otras empresas, parodiando la frase de Marx de que se debía «poner fin al divorcio entre el productor y los medios de producción», lo cual quería decir que dejaban de ser propiedad de las clases explotadoras para pertenecer a quienes las trabajaban. Pero como se consideraba al Partido Unido de la Revolución Socialista, luego, Partido Comunista, como «el destacamento de vanguardia de la clase obrera», ese partido se hacía cargo de todas esas industrias a nombre de sus representados, sin que jamás se hiciera una consulta plebiscitaria con todas las garantías.

En consecuencia, los bienes explotados por capitalistas y terratenientes fueron expropiados y dejaron de ser privados para pertenecer al Estado, pero la verdadera finalidad no era que pasaran a manos de los trabajadores. Si así hubiera sido, nunca se habría producido la llamada «ofensiva revolucionaria» del 68, en que hasta los trabajadores independientes fueron expropiados, por lo que el fin era favorecer a la dirigencia de ese Estado y a la nueva clase burocrática engendrada en su seno, y no a la clase trabajadora.

Los bienes explotados por capitalistas y terratenientes fueron expropiados y dejaron de ser privados para pertenecer al Estado

Esta fórmula, que en los hechos significaba expropiar a los explotadores pero no empoderar a los explotados, tenía sus raíces en la propia Rusia con la Revolución de Octubre. Si Lenin calificó de «capitalismo monopolista» a lo que consideró como última etapa del capitalismo y a la vez antesala del socialismo, lo que en verdad vino después no fue el empoderamiento de los trabajadores sino el centralismo de Estado, un megamonopolio que no sólo engulló a la totalidad de los bienes de producción, ya fuesen propiedades grandes o pequeñas, incluyendo a todas las instituciones de la sociedad.

Los trabajadores pasaron a convertirse, en meras tuercas de la maquinaria productiva del Estado. Cuando en Cuba, en los campos de concentración de trabajo forzado de la UMAP ( Unidades Militares de Ayuda a la Producción) muchos de los que allí estábamos comenzamos a fingir accidentes con los machetes para evitar ser llevados al brutal trabajo de las plantaciones, se nos amenazaba con procesarnos «por dañar una propiedad del Estado».

En Cuba dejó de haber revolución desde fines de los 60, hace más de 50 años. Desde entonces, sólo ha habido reformas, o sea, cambios de forma de lo que ya existe sin alterar su esencia, un recurso que hoy ya no va a ser suficiente para apaciguar los ánimos de la población.

No ha habido socialismo ni se está construyendo. Y por supuesto, ni en broma se piensa ya en lo que se decía al principio de alcanzar un nivel superior del socialismo donde el propio Estado desaparezca, como soñaron Marx y otros teóricos socialistas y anarquistas. Todo lo contrario. Solo existe un gigante supremo y absoluto, lo que dijera Martí para definir al monopolio: «Un gigante implacable sentado a las puertas de todos los pobres». Pero esto, que surgiría después como un nuevo cambio cualitativo superior del desarrollo de esos monopolios, sería el más grande de todos ellos, lo que Lenin llamaría, impropiamente, «socialización completa». El cuento del «socialismo», tanto en Cuba como en todo los países que copiaron el modelo soviético, fue el más grande fraude de todos los tiempos.

Los trabajadores pasaron a convertirse, en meras tuercas de la maquinaria productiva del Estado

¿Qué viene después de esto? Nada más, no sólo porque ya no es posible otro cambio cualitativo superior en el nivel de acaparamiento y desarrollo de la centralización en los marcos de un país, sino porque ya lleva en sus entrañas el germen de su propia destrucción debido a la ausencia tanto de la competencia como del incentivo productivo. Por el contrario, el gigantesco monopolio estatal tiende a generar una monstruosa burocracia que ha plagado de corrupción y miseria a la nación.

Ante un modelo que no tiene futuro, la dirigencia cubana se encuentra que el camino por donde avanza, cada vez más estrecho, se ha convertido en un callejón sin salida, en medio de la crisis más profunda de toda su historia, y tiene ante sí una disyuntiva: olvidarse de las reformas y decidirse a realizar otra revolución desde arriba, esta vez a favor de los de abajo -algo que, por supuesto, nadie vislumbra-, o seguir resistiendo hasta que desde abajo estalle una explosión social que desplace a los de arriba.

 

 

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