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Bukele podría oficializar sus negociaciones con las pandillas. Está desperdiciando el escenario ideal.

Hay un consenso —y quizá uno solo— entre todas las fuerzas políticas relevantes en El Salvador: es imposible gobernar el país sin llegar a algún tipo de arreglo con las pandillas.

 

En 2012, el primer gobierno del izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) descubrió la fórmula: la única manera de reducir el número de homicidios de manera súbita era pactar con la Mara Salvatrucha-13 y con las dos facciones del Barrio 18. El gobierno del expresidente Mauricio Funes planificó este arreglo como una “misión secreta”, de la que no debía enterarse el país, de modo que pudiera atribuir el descenso de la violencia a sus estrategias de seguridad pública y agenciarse los réditos políticos que derivaran de ello. Hasta que el sitio El Faro descubrió el acuerdo y lo hizo público. Ese intento fue conocido comoLa Tregua”.

 

Aquel gobierno intentó seguir adelante con la estrategia pese a haber sido pillado en su mentira: reconoció que el ministerio de Seguridad “facilitaba” un entendimiento entre pandillas, buscó el financiamiento de la iniciativa privada y gestionó el respaldo de organismos internacionales como la Organización de los Estados Americanos (OEA): el punto más alto de aquel experimento fue el encuentro que el exsecretario general José Miguel Insulza sostuvo con líderes pandilleros al interior de una cárcel. Los jefes de estructuras delictivas rivales se turnaron la palabra para saludar a Insulza, en el más diplomático tono del que fueron capaces, y para leer una lista de exigencias que al secretario general no le pareció descabellada.

 

El resultado de “La Tregua” fue que, en 100 días, los asesinatos en el país disminuyeron abruptamente de 15 a siete al día, aunque la tasa de homicidios fue de 43.3 homicidios por cada 100,000 habitantes. El Salvador era —y sigue siendo— uno de los países más homicidas del continente.

 

El problema fue que, al acercarse las elecciones presidenciales de 2014, el FMLN hizo otro descubrimiento: esa fórmula era tóxica ante la opinión pública. Los salvadoreños no abrigaron “La Tregua” y consideraron que el gobierno cometía una especie de traición al negociar con las pandillas, así que poco a poco, mientras se acercaba el día de las votaciones, el experimento fue abandonado.

 

Las lecciones que dejó “La Tregua” no cayeron en saco roto: tanto el FMLN como su adversario Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el partido de derecha, tomaron nota de lo rápido que ese camino generaba resultados, pero también de lo tóxico que podía ser ese pacto… si se hacía público. Así que siguieron negociando en secreto.

 

Las pandillas se habían convertido en un actor político difícil de obviar y fueron cobrando conciencia del valor político que tenía administrar la violencia. Los políticos también descubrieron con “La Tregua” el profundo arraigo social de estas organizaciones y se imaginaron que podían sacar partido de eso, así que negociaron el respaldo electoral de las pandillas. En vísperas de las elecciones presidenciales, tanto el FMLN como ARENA sostuvieron en paralelo reuniones secretas con líderes pandilleros, les ofrecieron dinero a cambio de que movilizaran a sus bases o de que boicotearan al adversario, y les prometieron el oro y el moro en caso de ganar. Las pandillas aceptaron dinero de los dos partidos y se sentaron a esperar el resultado.

 

De nuevo, El Faro descubrió esas negociaciones secretas y las sacó a la luz pública. Todos los políticos que participaron tanto en “La Tregua» como en los posteriores encuentros secretos enfrentan actualmente cargos penales.

 

Mientras fue alcalde de la capital por el FMLN el actual presidente salvadoreño, Nayib Bukele, sostuvo a escala municipal su propio arreglo con las pandillas para que no boicotearan el proyecto insignia de su gestión: la remodelación del Centro Histórico de San Salvador. También fue descubierto. Así que cuando llegó a la presidencia acuerpado por Nuevas Ideas, su propio movimiento político, intentó sofisticar los mecanismos para ocultar el arreglo que hoy mantiene con las pandillas. Desde luego, sus intentos por mantener en secreto las negociaciones tampoco dieron resultado.

 

Así, todas las fuerzas políticas salvadoreñas han creído que es imposible atender el problema de seguridad pública sin el concurso de las pandillas, y todos también han concluido que los entendimientos deben ser mantenidos en secreto.

 

Sin embargo, nunca un gobernante ha tenido en sus manos condiciones tan favorables para formalizar las negociaciones con las pandillas y llevarlas al plano de lo público como Bukele ahora. Tiene incluso la ventaja de que sus opositores no tienen la reserva moral para cuestionar un proceso así.

 

Pero no solo eso: la disposición de las pandillas es mucho más sólida que antes. Se trata de organizaciones que han conseguido sostener durante más de dos años la disciplina de sus miembros para evitar la violencia, con muy pocas fisuras —la tasa de homicidios en 2020 fue la más baja de la que se tiene registro, con 21 homicidios por cada 100,000 habitantes—, y además han madurado sus propios planteamientos. La MS-13 —la más poderosa de las tres estructuras— incluso llegó a ofrecer su propia desarticulación a cambio de una mesa oficial de negociación.

 

El partido de Bukele posee la mayoría absoluta en la Asamblea Legislativa, sus diputados destituyeron en un procedimiento irregular al fiscal general y a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, y nombraron —también irregularmente— a sus sustitutos. De manera que Bukele controla al fiscal general —a quien llamó sin rubores “mi fiscal” durante una reunión con diplomáticos— y tiene una correlación favorable entre los magistrados de la Corte Suprema. Es dueño de un millonario aparato de propaganda gubernamental y, sobre todo, tiene a la opinión pública comiendo de su mano: es el presidente más popular del continente y uno de los mejores rankeados del mundo.

 

Es decir, Bukele tiene en sus manos el escenario perfecto para convertir en política pública oficial aquello que para el resto de políticos solo podía conducirse en secreto, que es dotar a las negociaciones con las pandillas de un marco jurídico: puede aprobar o derogar las leyes que sean necesarias, sin chocar con los controles constitucionales y sin el estorbo de un fiscal agresivo; tiene un aparato de propaganda capaz de venderle hielo a un esquimal y a una población que muy probablemente aplaudirá, o al menos será dócil, ante cualquier experimento que emprenda.

 

Dado que Bukele ha llegado a la misma conclusión que quienes le antecedieron en el gobierno, debería llevar el experimento a último término y aprovechar las extraordinarias circunstancias de las que dispone. Puede probar, por primera vez, el potencial de un acuerdo de esta naturaleza si este se lleva al plano de lo formal.

 

Carlos Martínez es periodista del sitio ‘El Faro’ en El Salvador. Es autor del libro ‘Juntos, todos juntos’, sobre el viaje de la primera caravana migrante.

 

 

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